La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 20 de marzo de 2008

Crónica nº 8: Del lenguaje como medio de incomunicación (marzo 2005)

Cuando decimos algo, en la cabeza de quien nos escucha no se dibujan las mismas imágenes que en la nuestra. La mayoría de las personas suele no tener en cuenta esta obviedad; sin embargo, esa discordancia de visiones mentales es la causa de la incomunicación esencial que aqueja a los seres humanos.

Claro está, cuando tal divergencia versa sobre cosas concretas, no se generan, en principio, mayores problemas para el mutuo entendimiento. Si al nombrar la palabra "perro", yo evoco al cachorro lanudo con el que jugaba en mi infancia pero mi interlocutor piensa en el esbelto doberman que vigila su jardín, la esencia de lo que quise expresar resulta igualmente transferible, independientemente del matiz individual que el otro y yo le asignemos a lo dicho. Del mismo modo, si yo cuento que me subí a un "auto", poco importa que quien me escucha piense en un vehículo de marca, modelo y color diferentes al de la anécdota real. Lo relevante es que pude comunicarme: el otro me entendió.

Los inconvenientes comienzan, en verdad, cuando nos deslizamos hacia el sinuoso terreno de las subjetividades. Por ejemplo, cuando nos ponemos a calificar. Una misma casa puede ser "acogedora" para mí y "poco funcional" para el otro. Un libro que considero "maravilloso" puede resultarle al otro mortalmente "aburrido". Una comida puede estar "muy salada" para mi gusto, y saberle "sosa" al otro. La "mejor película que vi en mi vida" puede parecerle al otro "cursi" o "mediocre". Y así, ad infinitum.

Frente a esta incompatibilidad de apreciaciones pueden suceder dos cosas. Si aquello de lo que estamos hablando está a mano (o al menos ambos lo conocemos), surgirá entonces el desacuerdo, la discusión y, eventualmente, el enojo. Si, en cambio, no hay testimonios materiales disponibles que acrediten mi relato, lo más probable es que, en función de mis adjetivaciones, mi interlocutor se lleve una idea totalmente diferente acerca de aquello que pretendí transmitir. En ese caso, no sería extraño que ni él ni yo nos enteráramos jamás de este equívoco y que marchásemos por la vida convencidos de haber estado de acuerdo sobre algo de lo que, en realidad, nunca hablamos. Sinceramente, no sé cuál de las dos hipótesis es más temible.

Ahora bien, cuando la conversación refiere a temas más abstractos -ideas, sentimientos, valores-, cuando de lo que se trata es de intercambiar las miradas de cada uno sobre el mundo que nos rodea, el lenguaje suele constituir una trampa insalvable.
"Lo importante en la vida es ser feliz", se proclama. "Te amo", se declara. "Exigimos justicia", se reclama. "La única verdad es la realidad", se recita. Suena fácil de entender. Vista la cuestión con ingenua liviandad, los conceptos vertidos parecen transparentes, y hasta podríamos caer en la tentación de pensar, con entera buena fe, que estamos en un todo de acuerdo con lo dicho.

Pero las cosas no son tan sencillas. El reino de lo humano es fatalmente subjetivo. Somos piezas de un ajedrez monumental y -con suerte- apenas si podemos ver (y no necesariamente entender) la minúscula porción de tablero en que nos toca movernos. Pero miramos ese retazo de universo que habitamos y nos da por pensar que conocemos el mundo. Soberbiamente, generalizamos lo particular, transformamos en ley universal nuestra experiencia personal. Y entonces decimos "ser feliz", "te amo", "justicia", "verdad", "realidad", con tanta convicción como imprudencia, atribuyéndole a nuestra prédica una transparencia que, definitivamente, no posee. Nombramos las mismas cosas, sí, pero cada uno está pensando en algo diferente. Por lo tanto, a poco de raspar esa cáscara de aparente comprensión, los malentendidos quedan puestos en evidencia, uno tras otro, en inagotable catarata. ¿Cómo saber, a ciencia cierta, de qué habla el otro cuando dice lo que dice? ¿Qué es "ser feliz"? ¿Acumular bienes o despojarse por completo de ellos? ¿Someter al prójimo, o tender a ayudarlo? ¿Hacer lo que se quiere o querer lo que se hace? ¿Y qué es "el amor"? ¿La pasión arrasadora o la ternura que brota en lo cotidiano? ¿El impulso irreflexivo que se agota en poco tiempo, o la lenta construcción que apunta al largo plazo? ¿Los celos posesivos, o el respeto por la libertad del otro? ¿Y qué es "la justicia"? ¿La que se atiene a las pautas del sistema vigente, o la que va más allá y propone un cambio en las reglas del juego? ¿Imponer una sanción ejemplificadora, o brindar la posibilidad de redención? Y si nos atrevemos a internarnos en planteos metafísicos, ¿qué es "la verdad"? ¿Y qué es "la realidad"?

Por supuesto, para todas estas cuestiones -mal que nos pese- no hay respuestas definitivas. Cada cual tiene las suyas, y es natural que así sea (ya lo advirtió Anais Nin: "no vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos"). Hay tantas perspectivas sobre algo como sujetos que lo miran. El problema es que elevamos la nuestra a la categoría de verdad objetiva. Y no porque creamos que es la mejor, sino porque, por lo general, directamente somos incapaces de pensar que existen otras.
Como podrá advertirse, cuestionar la eficacia del lenguaje como herramienta de auténtica comunicación entre las personas nos lleva a intuir que estamos sumidos en una gigantesca tragicomedia de enredos, un interminable juego del "teléfono descompuesto" que no resulta nada gracioso, un constante diálogo de sordos en el que incluso hasta hay lugar para una descomunal paradoja: la de que quienes sostienen posturas irreconciliables lleguen a formular discursos tan similares entre sí, que hasta podrían ser intercambiables (piénsese, sino, a título ilustrativo, hasta qué asombroso punto se asemejan las peroratas de EE.UU. y Bin Laden).

Quizás en algunos siglos o milenios nos asista el don de la clarividencia, o tal vez logremos desarrollar una capacidad perceptiva más amplia que la actual. Por el momento, no vendría mal empezar por desconfiar un`poco de nuestra propia retórica. Puede que así, lentamente, vayamos descubriendo aquello que los otros realmente están tratando de decirnos.

1 comentario:

Agustina Ferrand dijo...

Este me encantó Alfredo!
.Agustina.-