La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







viernes, 16 de julio de 2010

Crónica n° 63: Gloria (julio 2010)

Ahí va Andrés Iniesta, remontando su alegría contra la noche sudafricana. Acaba de clavar en el arco holandés el derechazo cruzado que le permitirá a la selección española ganar el primer campeonato mundial de su historia. Corre, Iniesta, y se quita la camiseta, y la enarbola como bandera de victoria. Llega hasta la esquina izquierda del campo de juego y se deja caer de rodillas, echa el torso hacia atrás con los brazos extendidos en cruz y la boca bien abierta, como si quisiera abrazar al cosmos y absorber con cada poro de su cuerpo la esencia de ése, el momento excelso de su vida. De cara al cielo, pronuncia vaya a saber qué palabras viscerales y después desaparece de nuestra vista, oculto por sus compañeros de equipo que, zambulléndose sobre él, erigen una montaña humana cual efímero monumento al triunfo.

Aunque la felicidad exhibida en la pantalla me es ajena, la escena resulta igualmente emocionante. Lo que Andrés Iniesta ha logrado es, ni más ni menos, volver real la fantasía acunada desde la infancia por todos aquellos que alguna vez pateamos una pelota de fútbol: hacer el gol del triunfo en la final de un Mundial. ¿Cómo no vislumbrar, entonces, una dimensión épica en la proeza consumada? Asistir al momento exacto en que un simple mortal accede a las infrecuentes caricias de la gloria constituye un espectáculo cargado de resonancias míticas. Uno está presenciando la consagración del héroe como tal. su irrupción en la historia para conquistar, tras supremo esfuerzo, uno de esos honores superlativos que están reservados a unos pocos elegidos.

No puedo evitarlo: cada vez que me es dado contemplar hazañas deportivas de esta magnitud, me pongo a filosofar acerca del destino. Me pregunto por qué estas cosas les ocurren a algunos individuos y no a otros, qué es lo que ellos tienen de especial para atraer hacia sí los veleidosos designios de la fortuna. Y, la verdad, toda argumentación simplista me parece insuficiente. Porque a pesar de lo que suelen sugerir las publicidades de ropa deportiva, no es cuestión de talento, ni de fuerza, ni de coraje, ni de fortaleza anímica, ni de convicción. Tales virtudes -quién puede dudarlo- favorecen la consecución del objetivo. Pero no la aseguran. Setecientos treinta y seis futbolistas de treinta y dos países fueron convocados para disputar el Mundial. Apenas cuarenta y seis accedieron al partido final. De ellos, sólo veintiocho llegaron a jugarlo y sólo uno pudo convertir el gol decisivo. ¿Es Iniesta el mejor de todos, el que más méritos acumuló? Probablemente no. Entonces, ¿por qué le tocó a él? Supongo que por la misma inasequible razón por la que algunos se quedan dormidos y no alcanzan a tomar el avión que luego habrá de estrellarse, mientras que otros se ponen a esperar el colectivo justo debajo de la maceta que va a caer del balcón. Mucho me temo que lo verdaderamente gravitante en estas cuestiones es un elemento que excede a todo intento de dominio voluntario. Y poco importa aquí si las acciones humanas están regidas por el azar y la libertad o si, por el contrario, están ya prefiguradas en una trama de desarrollo irreversible. Da igual: ni una ni otra hipótesis explica por qué la ceguera de la providencia o el capricho de los dioses elige a un individuo y no a otro.

"Nunca perseguí la gloria", reza el famoso verso de Machado. Viniendo tal frase de un escritor, mucho no le creo, pero no está mal tomar su afirmación como consejo. A causa de la arbitrariedad que gobierna esta materia, la persecución de la gloria no parece ser un propósito demasiado recomendable. Semejante pretensión nos coloca a casi todos ante la penosa perspectiva de un casi seguro fracaso. Hay que tener en cuenta, además, que la gloria no sólo es esquiva; también es fatalmente pasajera y de alcances limitados. ¿Quién recuerda el nombre de los gladiadores romanos que fueron vivados en el Coliseo? ¿Y el del sultán otomano que conquistó Constantinopla? ¿Y el del primer atleta que resultó vencedor en los juegos olímpicos de la antigua Atenas? Sin ir tan lejos, ¿cuántos chicos argentinos de la era Facebook saben con precisión lo que hizo Mario Kempes el 25 de junio de 1978?

La gloria es una señorita demasiado voluble como para enamorarse de ella. Y sin embargo, muy en el fondo de nuestros corazones, todos anhelamos el dulce privilegio de ser convidados a su lecho. Es muy probable que ese banquete no nos esté destinado. Nos quedará entonces el consuelo de conformarnos con algunas glorias devaluadas, menos masivas y espectaculares. Glorias de cabotaje, glorias de entrecasa, glorias familiares. Glorias de segunda marca. Glorias de saldo y liquidación. El tío al que le publican una carta en el correo de lectores del diario, el vecino al que Susana lo llama por teléfono o el veterano del club que gana un torneo de bochas también pueden sentir, con derecho, que la gloria ha rozado sus vidas. Pero no es lo mismo; decididamente no es lo mismo.

Qué quieren que les diga, yo preferiría salir a la calle y ser aclamado por una multitud rugiente que festejara con vuvuzelas la lectura gozosa de cada uno de mis libros.