La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







miércoles, 14 de enero de 2009

Crónica nº 46: En busca de África (enero 2009)

Mika tiene 6 años; su novia Anna-Lenna, 7. Ambos viven en Langenhagen, una pequeña localidad alemana situada al norte de Hannover. El pasado 1º de enero decidieron fugarse de sus casas con un objetivo muy preciso: viajar a África, casarse y pasar sus días en un clima más benévolo que el frío invierno europeo. Convencieron a la hermanita de Anna-Lenna (que tiene 5 años) para que huyera con ellos y fuese testigo de la boda. Previsores, armaron una pequeña valija en la que cargaron anteojos de sol, trajes de baño y algo de comida ligera. Caminaron un kilómetro hasta la parada más cercana, se subieron a un tranvía y recorrieron unos tres kilómetros más, hasta llegar a la Estación Central de Ferrocarriles de Hannover. Una vez allí, quisieron abordar un transporte que los llevaría al aeropuerto, pero los movimientos del trío llamaron la atención de dos policías. La aventura terminó cuando éstos, hechas las averiguaciones del caso, tomaron a su cargo la penosa misión de informar a los jóvenes viajeros que, sin dinero ni pasajes, es imposible llegar a África.

La anécdota, deliciosa como pocas, dio la vuelta al mundo la semana pasada. Prácticamente, no hubo periódico o noticiero que no le dedicara un espacio. El hechizo irresisitible de su candor apabullante generó sonrisas en las más diversas latitudes y permitió compensar, en parte, tantas deprimentes novedades sobre guerras, masacres y accidentes fatales.

Puestos a bosquejar interpretaciones sobre el asunto, una mirada exitista podría llevarnos a pensar que, al fin y al cabo, el simpático episodio no es más que la crónica de un rotundo fracaso, ya que la fuga quedó trunca y los niños no consiguieron cumplir su cometido. Del mismo modo, una mirada cínica podría llevarnos a especular que el precoz romanticismo de Mika y Anna-Lenna, así como también su espíritu aventurero se irán desvaneciendo a medida que vayan aproximándose a la adultez y la vida los obligue a poner los pies sobre la tierra. Ninguna de estas dos visiones, habrá que reconocerlo, carece de sustento o razonabilidad. Hay, sin embargo, otra lectura posible de los hechos, una mirada que, si bien no excluye la idea de fracaso, al menos redime a la frustrada huída de esa impresión de derrota que parece desteñir sus cálidos colores. Porque, si es cierto que los niños no pudieron alcanzar el destino deseado, no menos cierto es que fue precisamente su intento por alcanzarlo lo que les permitió llegar hasta donde llegaron. Lo cual, teniendo en cuenta su corta edad y la escasez de medios con que contaban, no es poca hazaña.

Vistas así las cosas, su travesura nos involucra a todos, pues se transforma en una tierna, tiernísima metáfora acerca de la condición humana y sus anhelos. Anhelos que muchas veces -o acaso siempre- resultan lo suficientemente ingenuos o desproporcionados como para despertar la compasión de los dioses. Poco importa si el sueño consiste en filmar una película, instalar un bar en la playa o salvar al mundo. La experiencia indica que casi ninguno de nosotros podrá llegar jamás a sus íntimas y personales Áfricas. Salvo afortunadas excepciones, inevitablemente alguien se encargará de detenernos en la estación de trenes e interrumpirá nuestra alegría recordándonos -casi nunca con amabilidad- que no tenemos el pasaje requerido.

Y sin embargo, lejana y cautivante, África sigue existiendo, oculta detrás de nuestro agrisado horizonte cotidiano. Y lo sabemos. Y, contra todo pronóstico y lógica, nos seguimos moviendo con la intención de acercarnos un poco. Obstinadamente, continuamos modelando nuestra travesía. Tal vez en forma oblicua o contradictoria, e incluso sin darnos cuenta, pero es lo que hacemos.

Puede que, buscando llegar a África, sólo consigamos llegar a Hannover. Pero ¿quién habrá de quitarnos lo viajado?

martes, 6 de enero de 2009

Crónica nº 45: Primera persona del singular (noviembre 2008)

"Yo", digo, mientras por reflejo me señalo el pecho con los dedos.

"Yo", te digo, y pretendo que esa escueta afirmación monosilábica alcance para que entiendas de qué estoy hablando.

"Yo", pronuncio, y al hacerlo no revelo casi nada de lo que intento nombrar.

Porque "yo" soy mi abuela que se dejaba ganar a las damas y mi abuelo que me sacaba a pasear en su jeep.

"Yo" soy aquel horizonte hacia el cual corrí ingenuamente para llegar adonde estaba el sol.

"Yo" soy "Los tres chiflados" a las diez de la mañana y "La Pantera Rosa" a las ocho y media de la noche.

"Yo" soy las partituras amarillentas que mis dedos flacos tocaron en el piano.

"Yo" soy las historietas que leí de panza al suelo comiendo galletitas con dulce de leche.

"Yo" soy ese universo paralelo que inventé para refugiarme.

"Yo" soy esa pelota pateada hasta el cansancio con una felicidad tan pura como jamás volví a sentir.

"Yo" soy la timidez irreductible de mi adolescencia.

"Yo" soy los sucesivos pares de anteojos que han decorado mi cara.

"Yo" soy la fascinación incomparable que me obsequiaron ciertos libros.

"Yo" soy los cien mil minutos de fútbol que llevo mirados.

"Yo" soy las ideas de otros que alumbraron mis búsquedas a tientas.

"Yo" soy todos los lugares por donde paseé mis ojos asombrados.

"Yo" soy mi ternura inagotable y mi agotadora ambivalencia.

"Yo" soy mis ideales más nobles y mis más indecentes fantasías.

"Yo" soy los textos por los que me han aplaudido y las palabras que nunca me atreví a pronunciar.

"Yo" soy la gente que me quiere y esta tendencia vocacional a la soledad.

"Yo" soy las mujeres que he abrazado y las que jamás me animé a besar.

"Yo" soy mi golosa inclinación al chocolate y la melancolía.

"Yo" soy esa perpetua sensación de extrañeza que me genera habitar este planeta.

"Yo" soy mi singular forma de interpretar el mundo y mi irónica manera de contárselo a los otros.

"Yo" soy el caos que percibo en el universo y esta ilusión de darle un orden poniéndolo en palabras.

"Yo", decís, mientras por reflejo te señalás el pecho con los dedos.

"Yo", me decís, y pretendés que esa escueta afirmación monosilábica alcance para que entienda de qué estás hablando.