Húmeda y gris, la mañana se despereza lenta sobre la plaza
de Rincón. En el cajero automático de la esquina ya hay más de treinta personas
que hacen cola, guardando la aséptica distancia impuesta por el miedo. Pero la
cola no avanza y la desalentadora inmovilidad se traduce en una corriente
nerviosa que recorre la fila hacia atrás y hacia adelante bajo la forma de
preguntas impacientes y respuestas conjeturales. "El cajero está
muerto". "¿No tiene plata?". "Dice que está temporalmente
inhabilitado". "¿Lo van a arreglar rápido?".
Enfrente, por la vereda de la plaza, en rumbo paralelo a la
cola, circula un linyera. Zapatillas rojas desarmadas, remera deportiva
cubierta por un abrigo agujereado, gorra amarilla de Globo coronando su cabeza,
una mano deforme apoyada sobre un bastón precario, la otra sosteniendo un
gastado bolso de compras, el hombre seguramente, menos viejo de lo que parece
mira la cola y saluda a algunos conocidos. Al llegar a la garita, le consulta
algo por lo bajo al muchacho que espera el colectivo. Entonces detiene su
marcha. Su figura decadente queda transitoriamente enmarcada por la
grandiosidad del árbol de la
esquina. Desde allí pasea su mirada algo perdida a lo largo
de la fila de preocupados aspirantes a utilizar el cajero. Lo hace como quien
mira los restos de una civilización que se ha extinguido y luego exclama:
_¿Así que no hay plata?
Después, sigue arrastrando sus pasos en dirección al este.
El sol introvertido de otoño no se decide a iluminar esa mueca suya que, en
caso de que el hombre tuviera dientes, podría ser calificada como una sonrisa
burlona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario