La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







viernes, 5 de febrero de 2010

Crónica n° 58: El descubrimiento del fútbol (febrero 2010)

Mi fascinación por el fútbol no llegó de la mano de una pelota, sino a través de la lectura. El hecho fundacional -uno de esos acontecimientos que cambian la vida de una persona para siempre- tuvo lugar en diciembre de 1970. Yo tenía 5 años y acababa de terminar mi paso por el Jardín de Infantes. Tal como lo he explicado en una crónica anterior ("El descubrimiento de las palabras"), a pesar de mi corta edad yo ya era, por aquel entonces, un lector empedernido que devoraba cuanto texto tuviera a su alcance. No sé cuánto era lo que entendía ni cómo hacía para entenderlo, pero leer me encantaba. No sólo consumía libritos de cuentos, sino que habían comenzado a comprarme el Anteojito con regularidad, me gustaba hojear también las revistas que circulaban en mi casa o en las de mis abuelos: Gente, Siete Días, Vosotras, Para Ti, y hasta me le animaba a algunas secciones del diario El Litoral. Semanas atrás, mi papá me había formulado una promesa: apenas yo terminara el Jardin, me compraría una revista de fútbol. Así fue como una tarde de sol, haciendo honor a la palabra empeñada, me llevó hasta un kiosco cercano, compró un ejemplar de El Gráfico y lo depositó en mis manos. Ignoro qué significación, real o simbólica, le confirió mi papá a aquel acto. De lo que estoy seguro es de que ni él ni yo supimos esa tarde que, con ese regalo, me estaba obsequiando las llaves de un universo maravilloso.

El logo de la revista impreso en amarillo sobre fondo verde. La foto en colores de Aldo Poy en la tapa. La foto en blanco y negro de un gol de Chacarita frente a River, en la que el delantero (¿Marcos?) desliza la pelota con toque elegante por sobre la cabeza del arquero (¿Perico Pérez?). El póster central con el equipo de San Martín de San Juan que estaba disputando el Torneo Nacional. La foto de Laino, arquero de Atlanta, tirado en el césped, vencido por el disparo de un jugador rival (¿Morel, de Racing, o Hijitus Gómez, de Central?). He ahí el acotado e impreciso inventario visual que aún guardo de aquella lectura iniciática. El inventario de nombres, en cambio, es mucho más abultado, pero justamente a causa de su extensión será mejor omitirlo. Baste decir que esa larga lista incluye rarezas tales como Aceituno, Millicay, Legrotaglie o Ataúlfo Sánchez.

El impacto que provocó en mí el encuentro con esa revista fue enorme, revolucionario. Quizás una anécdota sirva para demostrarlo. En la casa de mis abuelos maternos había un pequeño pizarrón y una caja con tizas de colores. Supongo que me los habían comprado con fines didácticos, para que practicara mis primeros manuscritos o para que evidenciara sobre ese rectángulo negro alguna precoz habilidad plástica que -dicho sea de paso- nunca tuve. Y bien, yo usé las tizas y el pizarrón con gran entusiasmo, sí, pero lo hice para aplicar mis incipientes conocimientos sobre el mundo del fútbol. Y mi esfuerzo, por cierto, rindió sus frutos: para cuando llegó marzo y tuve que empezar la escuela primaria, yo no sólo podía dibujar las camisetas de por lo menos veinte equipos diferentes, sino que además era capaz de escribir "River Plate" o "Vélez Sarsfield" sin errores de ortografía. Si eso no es aprendizaje holístico, díganme entonces cómo se llama.

Por supuesto, mi flamante interés por el fútbol, sumado a mi pasión lectora conformó una dupla voraz que necesitó ser bien alimentada. Así fue como a ese primer ejemplar de El Gráfico le siguieron otros, no sólo del mismo semanario, sino también de la revista que terminaría luego siendo mi preferida: la Goles. Yo las leía con devoción y ellas retribuían mi entusiasmo con creces, suministrándome una andanada de información que, dada mi natural curiosidad, me fue transformando casi sin esfuerzo en una pequeña enciclopedia viviente del fútbol. No exagero: ya en segundo grado, ninguno de mis compañeros de curso podía igualarme a la hora de recitar formaciones completas de equipos argentinos o enumerar clubes de otros países.

Leer esas revistas me hacía feliz y eso bastaba para volverlas imprescindibles. Pero ellas me permitieron también obtener dos beneficios colaterales que sólo pude valorar debidamente años después, analizados con ojos de adulto. Para empezar, no tengo pudor en admitir que las revistas deportivas han sido mi primera influencia literaria. Yo escribía crónicas de partidos imaginarios e intentaba imitar en ellas el estilo de las notas que leía. Así, sin darme cuenta, fui absorbiendo conceptos periodísticos básicos, maneras de presentar la información y, sobre todo. formas de narrar los hechos (ya me imagino a algún gracioso diciendo: "se nota... tendrías que haber leído más a Balzac y menos a Osvaldo Ardizzone"). En cuanto al otro beneficio, es algo más profundo, casi de naturaleza filosófica. Porque leyendo esas revistas aprendí que el mundo del fútbol no era un manojo caótico de partidos inconexos, sino que todos respondían a un orden superior, estaban insertos en una estructura gigantesca que todo lo abarcaba, se desplegaba en el espacio (con un ámbito regional, otro nacional y otro internacional) y tenía continuidad en el tiempo. En otras palabras: muchos años antes de las aburridas clases de Metodología de la secundaria, fue el fútbol el primer docente que inoculó en mi cabecita la noción de lo que era un sistema. O. en todo caso, cabría afirmar que el del fútbol fue el primer sistema cuya esencia y funcionamiento logré captar a la perfección. En base a tal circunstancia, hasta me atrevería a aventurar que mi forma adulta de razonar deriva en buena parte de aquella temprana percepción de las cosas.

Es posible que los lectores detecten en lo hasta aquí narrado cierto excesivo grado de abstracción. Es decir: mucha revista, mucha revista, pero poca pelota en movimiento. No debe suponerse por ello, sin embargo, que mi relación infantil con el fútbol se limitó a la lectura. También veía partidos. Y vaya si veia; prácticamente no me perdía ninguno. Pero ubiquémonos en la época: hoy es fácil encontrar fútbol en la tele. Basta con apretar un par de botones para poder asistir a un exótico Angola-Malawi por la Copa de África o presenciar un duelo de hacha y tiza entre General Lamadrid y J. J. Urquiza por la Primera C vernácula. A mí, que era capaz de quedarme pegado a una portátil sólo para seguir las alternativas de un Almagro-Villa Dálmine, tamaña maravilla tecnológica me hubiese hecho morir de felicidad. Pero en aquellos años no era tan frecuente ver partidos en vivo y en directo. Entonces, había que apelar a otros intermediarios: la radio, las revistas, las figuritas.

En cuanto a jugarlo, pues claro que también lo jugaba. Desde esa tarde en que Claudio Astudillo se dio vuelta en medio de la clase y desde el pupitre de adelante me preguntó en voz baja: "¿querés jugar al bolo en el recreo?", jugar al bolo se transformó para mí en sinónimo de liberación, de felicidad pura y plena, de gesta épica en la que hacerle el gol del triunfo al curso rival equivalía a convertirse en héroe por un dia.
Pero esa, claro, es otra historia. Por el momento, quedémonos con el recuerdo de ese niño con anteojos al que le alcanzaba con tirarse de panza al suelo y leer una revista Goles para sentir que la vida, igual que el fútbol, era un juego apasionante.