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vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 6 de marzo de 2008

Crónica nº 2: El humor en los tiempos de la cólera (julio 2001)

Si hay algo que ninguna crisis ha logrado frustrar en nuestro país es la incansable capacidad argentina para generar debates inútiles y superficiales. El último de estos Grandes Temas Nacionales que ha venido a ocupar el centro de la escena, con neologismo incluído, es: la "tinellización" de la política.

A primera vista, la polémica suscitada resulta injustificable. A ningún observador lúcido debería escapar que hay tres ítems que no admiten discusión alguna: 1) hace años que la clase política argentina se viene desprestigiando sola, sin ninguna necesidad de ayuda externa, 2) cualquier ciudadano tiene derecho a expresarse libremente, 3) el humor político en la Argentina tiene una larga tradición. Como se verá, hasta aquí Tinelli gana la pulseada cómoda e irreprochablemente 3 a 0.

Sin embargo, sería peligrosamente miope dejar fuera del análisis ciertas aristas del asunto que permiten hilar más fino. Por un lado, resulta paradójico que esta ridiculización de la clase política sea promovida por un exitosísimo empresario televisivo, es decir, no por un representante de los sectores excluidos del sistema, ganados por la desesperanza y la indignación, sino por alguien perfectamente adaptado a ese mismo sistema impuesto o tolerado por la clase dirigente que él ridiculiza. Uno sospecha entonces -con fundamentos- que semejante andanada mediática se ha puesto en marcha pensando en los beneficios que brinda el rating (y por ende la máquina de facturar), más que por razones ideológicas o consideraciones de tipo ético. Por otra parte, convengamos que las humoradas que pueblan el programa de Tinelli suelen estar emparentadas con una deplorable falta de respeto hacia el prójimo más que con una sana irreverencia crítica manifestada en forma creativa.

Sin embargo, lo importante aquí no es determinar quién es el bueno de la película y quién el malo, ni discernir si alguien tiene o no derecho a criticar al presidente. Plantear la cuestión en esos términos maniqueos y superficiales, no sirve de nada, porque ni la postura paranoica que pretende ver riesgos de desestabilización en una simple parodia, ni la postura demagógica que se ampara en la libertad de expresión para vendernos un nuevo producto, se hacen cargo del verdadero y alarmante problema que está en juego: el desprestigio actual de las instituciones democráticas.

Hay un detalle esencial que, al parecer, nadie se preocupa por aclarar, y es el siguiente: una cosa es la investidura, y otra muy distinta, la persona concreta que circunstancialmente la ejerce en un momento determinado. Esto puede parecer una sutileza meramente semántica, pero no lo es. Cuestionar a los individuos (aunque sea a través de la burla) respetando la investidura significa tener claro que el problema radica en que esos individuos carecen de idoneidad o solvencia moral para ejercer determinada función. En ese caso, estamos aceptando -aunque sea tácitamente- que hay un marco legal dentro del cual se puede intentar modificar la realidad, cambiando a esas personas por otras más capaces. Muy por el contrario, cuestionar a los individuos sin distinguirlos de la función que ejercen termina carcomiendo la confianza en las instituciones que esos individuos representan, y sabido es que cuando los ciudadanos dejan de creer en el valor de la democracia, quienes gustan de fantasear con soluciones autoritarias hacen su negocio.

Curiosamente, ambos bandos enfrentados en la polémica -cada uno a su manera- coinciden en compartir una importante cuota de (ir)responsabilidad sobre este punto. Por un lado, el grueso de nuestra clase política, con sus desaguisados y corruptelas, ha ido minando en estos últimos años la confianza de los ciudadanos en las instituciones del estado de derecho. No es casual que la reacción básica del argentino medio ante cada decepción consista en apelar a generalizaciones fatalistas del estilo "la Justicia en este país no existe", o "el Congreso no sirve para nada", con toda la carga implícita que estos dichos conllevan. Por el otro, Tinelli, en vez de utilizar su envidiable facultad de llegar a millones de hogares argentinos para intentar revertir semejante proceso de deterioro (o al menos, no contribuir al mismo), vuela bajo y saca provecho de éste, aun a costa de darle continuidad. Obviamente, está en todo su derecho pero, siendo perfectamente consciente del impacto que su programa causa en la población, ese enorme poder del que dispone le impide alegar inocencia absoluta.

Por supuesto, mientras la mentada tinellización ocupa espacio en los medios, los problemas esenciales del país siguen sin resolverse. Pero no hay por qué preocuparse: si los conflictos de fondo insisten en salir a la luz para amenazar nuestra comodidad mental, ya vendrán nuevas polémicas a instalarse entre nosotros.

Por lo pronto, en agosto vuelve Gran Hermano.

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