La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 20 de marzo de 2008

Crónica nº 9: Alegría en rojo y negro (mayo 2005)

Llegan en autos, en camiones, en colectivos. Llegan en sus bicicletas, después de pedalear más de cincuenta cuadras. Llegan a pie desde barrios lejanos, como en una peregrinación, no a causa de místicos fervores, sino porque no hay moneda alguna en sus bolsillos. Llegan en barra, solos, con la familia. Llegan ofreciendo el brazo amable a la abuela, abrazando a su pareja, cargando sobre los hombros a niños de ojos asombrados. Llegan y se ubican donde pueden, avanzan hasta donde el muro de gente se los permite. Se van amontonando frente a la sede del club, hasta transformarse en ladrillos de un dique humano que se extiende de vereda a vereda, a lo largo de más de una cuadra, interrumpiendo el tránsito de la J. J. Paso.

Hay banderas, camisetas, gorros, vendedores, cantos, olor a choripán. Pero esta noche no hay partido. Nadie entrará a la cancha. Los que han venido -¿15.000?, ¿20.000?- no esperan gritar goles ni aplaudir gambetas. No hay rival a vencer, ni puntos por ganar. La leyenda no será puesta a prueba; no hay ningún elefante a tiro con posibilidades ciertas de morir en ese estadio que hoy, desde las sombras, parece espiar la situación con una mirada algo celosa. Nadie les ordenó que vinieran. Nadie indujo ni organizó su llegada. Nadie les vendió falsas promesas de felicidad o bienestar. Nadie compró su voluntad ni tampoco la alquiló. No pretenden llevarse nada. No habrá discursos, regalos, escenario con famosos, ni fuegos artificiales. No esperan recompensa; han venido a dar. Sólo están allí por el amor incondicional que sienten hacia esos dos colores, un amor a prueba de decepciones, marcado por una fidelidad inexpugnable que ninguna derrota logra mellar. Los mueve la alegría más pura, esa felicidad tan incontaminada que hasta sirve de desagravio: un río alegre de gente se instala en el mismo sitio por donde hace dos años irrumpió otro río de muerte y desolación.

Han venido, simplemente, a esperar que llegue la medianoche, atraídos por el hechizo irresistible de los números redondos. Saben que tienen una cita con la historia y que el plazo se está acortando. Por eso miran el reloj a cada rato, como cuando el equipo va ganando uno a cero, pero esta vez sin temores ni fantasmas. Un locutor habla por un micrófono y parece arengar a la muchedumbre. La mayoría no logra entender lo que dice: sus palabras se disuelven en el bullicio general, ocultas sin remedio por las cumbias que llegan desde la esquina de Bulevar Zavalla. No importa, no hace falta ninguna incitación al festejo. Los gritos y los cantos surgen solos. Desde el oeste, el repique de alguna murga desgrana un latir de candombe. Las banderas rojinegras flamean sin cesar, acariciando la noche suavemente. El último minuto del miércoles se va desdibujando y la ansiedad resulta incontenible. Cien años de historia concentrados en un sólo momento que está a punto de llegar. ¿Habrán imaginado esta postal los muchachos fundadores aquel 5 de mayo en El Campito? ¿Lo habrán soñado los once jugadores que, con su triunfo ante el rival de idénticos colores, aseguraron para siempre el derecho a usar la camiseta sangre y luto? No hay forma de saberlo, ni tiempo para distraerse ensayando hipotéticas respuestas. La única certeza está aquí, bailando entre la gente, en este exacto instante en que las convenciones de los calendarios decretan que hay que asignarle al paso del tiempo una nueva cifra.

La multitud agolpada en la calle genera una ovación unánime y aplaude. Hay gritos, y vivas, y bombas, y un "Que lo cumplas feliz" coreado desordenadamente por miles de voces, con más entusiasmo que afinación. Hay quien se emociona y derrama alguna lágrima. Hay quien no para de saltar. Hay quien extiende sus brazos al cielo y exclama, conmovido: "¡Gracias por todo, Colón!". Y en una involuntaria demostración de armonia política, sucesivamente surgen, estruendosos, los dos emblemáticos gritos de aliento: el "Dale Colón", con música de marcha peronista; el "Dale Negro", con música de marcha radical. Leves variantes litúrgicas de una misma religión.

El minuto histórico ha pasado. Eso era todo; sólo había que estar. Ahora no hay nada más que hacer aquí. La fiesta se empieza a disgregar en miles de partículas y se desparrama por las calles de la ciudad.

Se van en autos, en camiones, en colectivos. Se van en sus bicicletas, sabiendo que tendrán que pedalear más de cincuenta cuadras. Se van a pie hasta barrios lejanos, como en una peregrinación, porque no hay moneda alguna en sus bolsillos.

Acunados por el concierto de bocinas, se van contentos. Y, por esta noche, eso alcanza y sobra para sentir que la vida, a veces, también puede ser muy bella.

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