La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







lunes, 30 de noviembre de 2009

Crónica n° 57: Ficciones (noviembre 2009)

Un candidato obtiene miles de votos en una elección. Al día siguiente, proclama exultante que la mayoría de los electores ha respaldado de manera contundente sus propuestas de gobierno. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta las mil y un razones que llevan a los ciudadanos a decidir su voto, algunas de ellas insustanciales y otras, incluso, contradictorias entre sí. Prefiere ampararse en una ficción: la de afirmar que todos quienes lo eligieron constituyen una masa homogénea que piensa igual que él y que, por ende, se encolumna sin matices detrás de sus ideas en forma incondicional.

Una mujer cuarentona tiene la certeza de que su marido no la ama. Tampoco ella siente ya nada especial por él. Los unen, apenas, las formas y la costumbre. Pero hay demasiadas cosas por perder, principalmente un estilo de vida al que ella se ha acostumbrado y que le resulta muy cómodo. Entonces sigue adelante con esa relación tan insatisfactoria casi por inercia. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que se está condenando a la frustracion perpetua. Prefiere ampararse en una ficción: la de pensar que, al fin y al cabo, pasado cierto tiempo a todas las parejas les sucede lo mismo y que, por lo tanto, ellos constituyen un matrimonio
absolutamente normal.

Una docente de escuela secundaria se jacta de haber logrado que sus alumnos escriban emotivos textos en los que defienden y rescatan valores cardinales como la honestidad, el esfuerzo y la solidaridad. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que esos adolescentes, siguiendo el ejemplo de sus mayores, ya han aprendido el sutil arte del doble discurso y se limitan a reproducir de buena fe lo que se supone deben decir para quedar bien, aunque en el fondo no crean demasiado en ello. Prefiere ampararse en una ficción: la de pensar que sus alumnos realmente han internalizado los valores que la escuela intenta inculcarles.

Un contribuyente se indigna por la mala atención que, a su criterio, le están dispensando en una oficina pública. Se planta entonces frente al empleado y, delante de todos los presentes, le inflige una enérgica perorata de naturaleza pedagógica. "Vamos a ver ahora si ese tipo le vuelve a faltar el respeto a alguien", comentará esa noche el hombre en rueda de amigos, orgulloso, con ínfulas de paladín de la justicia. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que seguramente el empleado le habrá dedicado un insulto mental y que, apenas él se retiró de la oficina, habrá olvidado el incidente por completo, sin acusar recibo de la supuesta enseñanza impartida. Prefiere ampararse en una ficción: la de pensar que su comportamiento le sirve a otros de sanción ejemplificadora.

Un hombre vuelve del trabajo, enciende el televisor y mira un programa en el que un famoso periodista se explaya brindando un concluyente análisis acerca de la actualidad nacional. Al otro día, el hombre repite ante sucesivos interlocutores lo que ha escuchado y lo expone como si fuese un dogma. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que esa mirada sobre la realidad de la cual se ha apropiado responde a la línea editorial del canal, y que es muy probable que esa línea editorial esté marcada por fuertes intereses económicos y políticos que la vuelven sospechosamente parcial. Prefiere ampararse en una ficción: la de creer que él es un ciudadano bien informado, que tiene convicciones propias, y que esas convicciones son las correctas.

Ficciones, ficciones, ficciones. Lo que llamamos realidad suele ser un tejido inextricable de ficciones que se entrecruzan sin cesar ocultando la incómoda desnudez de la verdad. Ficciones. No sólo las creamos y protegemos, sino que además las exportamos a los otros. Más aún, nuestro éxito, nuestra seguridad, nuestra autoconfianza depende en buena medida de nuestra capacidad de vender esas ficciones a los demás. Mientras más gente quede convencida de la veracidad de nuestros discursos de oro con pies de barro, menos amenazados estaremos por los peligros de afrontar verdades brutales.

Nadie está exento de incurrir en este vicio, claro; está demasiado arraigado en la naturaleza humana. Lo que nos diferencia es la forma en que lo sobrellevamos. Porque hay quienes se mueven con absoluta soltura en estos territorios de humo y enarbolan sus ficciones con impune ampulosidad. Pero estamos también aquellos a los que el humo nos incomoda y nos lesiona la ética, los que intentamos resistir a la propagación de tan lamentable hábito. Los que nos negamos a tragar ciertas píldoras, por más doradas que nos las ofrezcan. Los que no podemos ni queremos consumir visiones predigeridas del mundo. Los que, sin poder evitarlo, vemos siempre la sombra del hilo que mueve a la marioneta, el fleco escondido bajo la pomposa vestimenta, el cable que le suministra corriente a ciertas estrellas fugaces de ostentosa luminosidad. Los que vemos al emperador en calzoncillos y reconocemos a las monas vestidas de seda. Los que sabemos que la realidad tiene demasiadas aristas como para poder encerrarla en simplificaciones falaces. Los que desconfiamos, no de lo mismo de lo que desconfían casi todos, sino precisamente de aquello en que casi todos confían.

Desconfiamos, sí. Desconfiamos casi siempre. No por deporte ni por cinismo, sino porque nos resulta evidente la ridiculez de algunas pretendidas certezas. Desconfiamos pero no nos resulta gracioso hacerlo, porque la verdad es que nos encantaría que no hubiera doble fondo en las galeras de los magos ni en el corazón de las personas, que las etiquetas describieran con exactitud lo que trae el envase, y que las palabras no excediesen a los actos que intentan reflejar. Desconfiamos hasta (o sobre todo) de nosotros mismos. Intentamos escapar a los discursos autocomplacientes, a las justificaciones instintivas, a la creación involuntaria de interpretaciones distorsionadas de la realidad, elaboradas a la medida de nuestra conveniencia. Nos parece impúdico creerse más de lo que uno es, sobrevalorar lo que uno hace o da, ofrecerse en el mercado haciendo trampa en el peso u ocultando los defectos del producto.

Lo intentamos, sí. Pero no es fácil. Quizás también nosotros nos estemos amparando en una ficción: la de pensar que nuestra lucidez nos va a salvar de crear, sin querer, nuestras propias ficciones.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Crónica n° 56: Prohibido decir adiós (noviembre 2009)

La peña terminó hace un rato y, lentamente, La Urdimbre se va deshojando de público. Son casi las 6 de la mañana del domingo, y el sueño se me instala en la cara como un par de anteojos de pesados cristales. Pero cuesta irse. Cuesta animarse a disolver la borra de una noche en la que hubo charla, música, cerveza y amigos arriba y abajo del escenario. Cuesta aceptar que el reggae que escuchamos media hora atrás fue el último tema, pero el último de veras, porque pronto este será un salón vacío y mudo, un paisaje deshabitado a la espera de vaya a saber qué nuevas historias que lo pueblen. Cuesta, más que nada, recordar que mañana a la siesta habrá que volver para desarmar todo y empezar con la mudanza provisoria, esa que nos dejará suspendidos en una especie de Purgatorio hasta que se defina un nuevo lugar donde podamos seguir adelante con los proyectos de El Puente. Cuesta y duele saber que habrá que deshacer lo que con tanto amor y esfuerzo se logró construir. Y cómo no va a costar, si aún sobrevuela el recuerdo de tres años atrás, el de aquel sábado épico en que, a sólo cuatro horas de la inauguración, el lugar todavía parecía una obra en construcción, pero una cuadrilla improvisada de catorce o quince voluntarios trabajamos contra reloj, atornillando, clavando, conectando, limpiando, baldeando, acomodando, decorando, hasta conseguir lo que a las seis de la tarde parecía imposible: que todo quedara prolijo y presentable, listo para recibir al público justo cuando el público empezaba a llegar.

Cuesta irse, claro que sí. Y me viene a la memoria "El largo adiós", de Raymond Chandler, con aquello de "Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final". No cabe decir adiós, entonces. Porque es triste irse de acá, por supuesto, pero la gente que colmó la sala para estar en la peña de despedida demostró que de ninguna manera es solitario. En cuanto a lo de final, sabemos que, más tarde o más temprano, aparecerá un nuevo lugar y entonces proseguiremos, tercos y felices, nuestra tarea de militancia cultural. "Lo mejor está por venir", decían los viejos animadores de televisión. Me río de la muletilla, tan gastada, pero no puedo dejar de reconocerle esa dosis de razón que tienen todos los lugares comunes.

Me pongo de pie y saludo a los que están más cerca. Resisto la tentación de darme vuelta para ver nuestro centro cultural vivo por última vez. Tengo demasiadas postales hermosas de La Urdimbre en la memoria como para permitir que la última, justo la última opaque a las anteriores con una pincelada de melancolía que sería inevitable. "No le digo adiós", insiste Philip Marlowe en mi cabeza, y me incita a atravesar la puerta de una buena vez. Me recibe la claridad atenuada de un amanecer sucio de nubes. Empiezo a caminar sin apuro, silbando "La canción de la ciudad".