Cualquier otro (sobre todo en estos tiempos en los que el
autobombo es considerado una virtud) se hubiese plantado frente a ella, la
hubiese mirado a los ojos con una mezcla de indignación y desprecio, y le
hubiese advertido: "Pero flaca, ¿vos tenés idea de quién soy yo? ¿Cómo te
me vas a aparecer así, de esta manera tan absurda?". Y ahí nomás, le
hubiese soltado los blasones a quemarropa, le hubiese echado la historia encima
para amedrentarla. Con justificada inmodestia, le habría enrostrado que él era
el jugador sindicado nada menos que por Maradona como "el mejor que
pisó las canchas argentinas", o le habría relatado en detalle
las proezas memorables protagonizadas por él en aquel partido fantasmagórico
que muchos mienten haber presenciado y del que no quedó ningún registro
fílmico. Y entonces ella, avergonzada
por no haber reconocido que estaba en presencia de un mito, tal vez no se
hubiese animado a actuar con tamaña impertinencia.
Ahora ella se va con la pelota bajo el brazo, creyendo que ganó el partido. No sabe que su penosa intervención solo ha conseguido agigantar
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