La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







miércoles, 3 de octubre de 2012

Crónica n° 80: Bendito disenso, maldito disenso (octubre 2012)


El disenso se halla latente en toda interacción humana. No existe un sólo tema en el que todas las personas estemos completamente de acuerdo, ni existen tampoco dos personas que estén de acuerdo absolutamente en todos los temas. La inevitable multiplicidad de miradas sobre el mundo fulmina desde el vamos toda pretensión de uniformidad.

 
Maravilloso acto de libertad cuando somos nosotros quienes lo ejercemos, el disenso se vuelve irritante cuando son los demás quienes lo ejercen frente a nosotros. El disenso es invariablemente incómodo, no nos deja hacer lo que queremos y encima osa poner en tela de juicio lo que pensamos y sentimos. El disenso es una piedra en el zapato de nuestras convicciones, un obstáculo que limita y evita la concreción indiscriminada de nuestras aspiraciones personales o sectoriales, sean éstas un rosario de mezquindades o un inventario de solidarias utopías. El disenso es la manifestación rotunda de la existencia de un Otro que no piensa como yo, y por más amplios y tolerantes que seamos, a nadie le divierte que lo contradigan.

 

Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? En ámbitos verticalistas, o bien el disenso no se exterioriza (no es que no lo haya), o bien se lo resuelve en base al principio de autoridad y se hace lo que ordena el que manda, aunque los subalternos estén en completo desacuerdo. En ámbitos democráticos, en cambio, el disenso se resuelve apelando a una simple operación aritmética: se hace lo que decide la mayoría. La indudable e irremplazable justicia de este método, sin embargo, no elimina las asperezas de la confrontación. Se trate de las elecciones que definen el destino político de una nación o del debate en una reunión de consorcio sobre la necesidad de pintar el edificio, el hecho de resolver en forma práctica el disenso mediante la decisión de la mayoría no significa superarlo, pues -salvo en muy infrecuentes ocasiones- ningún resultado adverso le quitará a los derrotados la íntima certeza (o al menos, la íntima sensación) de que quienes se han equivocado son los otros. Lo cual es perfectamente posible, ya que una mayoría nunca garantiza por sí sola una decisión acertada, una solución conveniente, un hábito sano, una conducta constructiva (cosa que deberíamos recordar cuando integramos alguna mayoría, no sólo cuando sangramos por la herida de la derrota numérica). Una mayoría no necesariamente es infalible. ¿Por qué habría de serlo, si está formada por individuos, y los individuos somos esencialmente falibles? Además, y pese a que nos resulta más cómodo imaginar lo contrario, las mayorías y las minorías no son bloques homogéneos, conformados por la presencia o ausencia de lucidez y valores, sino que constituyen una compleja trama en la que convergen los más diversos factores, algunos de ellos, incluso, insalvablemente contradictorios. Al fin y al cabo, a la hora del conteo final –tanto en comicios gubernamentales como en reuniones de consorcio- el voto largamente razonado vale igual que el emitido de manera irresponsable, el voto por principios vale igual que el voto interesado y el voto del malandra vale igual que el del honesto. Nada, entonces, salvo el prejuicio, autoriza a suponer que la virtud y el vicio se han alineado en forma automática detrás de la postura mayoritaria o de la otra.

 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? La respuesta políticamente correcta nos conduce hacia los territorios del respeto y la tolerancia, a escapar de la tentación de cancelar el disenso cancelando al disidente (o ninguneándolo, que es una forma simbólica de cancelarlo). Nuestra respuesta fáctica, en cambio, está atravesada por una alarmante ambivalencia. No medimos las cosas con la misma vara, vemos siempre la paja en el ojo ajeno, le asignamos a los hechos diferentes significados según simpaticemos o no con sus protagonistas. Una movilización callejera, por ejemplo, puede parecernos una conmovedora muestra de compromiso cívico o un rejunte de imbéciles, según estemos o no de acuerdo con las banderas que en ella se enarbolen. El golpe que un legislador le propina a otro en el fragor de una sesión del Congreso configura una inaceptable muestra de autoritarismo o un redentor acto de justicia según quién sea el golpeador y quién el golpeado. Festejamos o censuramos discursos de idéntico tono agresivo según compartamos o no los criterios del orador. Nos amparamos en la libertad de expresión para decir lo que pensamos, sin que nos aflija la posibilidad de herir susceptibilidades, pero si alguien, amparado en esa misma libertad, ejerce su derecho a réplica (y sobre todo si al hacerlo hiere nuestra susceptibilidad) sentimos que no nos dejan decir lo que pensamos. En todos los casos, el fundamento de nuestra conducta dual es el mismo: yo tengo derecho a decir o a hacer algo porque tengo razón; vos no tenés derecho a decir o a hacer lo mismo porque el que tiene razón soy yo. Así de arbitraria es la cosa. Está mal, claro que está mal, pero es así como funcionamos.

 
No todos somos energúmenos, es cierto. La existencia de voces discordantes con la nuestra no es algo imposible de sobrellevar. Lo que sucede es que todos, sin excepción, tenemos una “lista negra” de actitudes éticas y posturas ideológicas que no sólo despiertan nuestros reparos, sino que nos resultan directamente indigeribles. Y hay pocas experiencias tan exasperantes como tener que soportar la encendida defensa de esos pareceres en nuestras narices, o su jubilosa celebración. Habrá quienes dejen fuera de su zona de tolerancia a los simpatizantes de tal o cual partido; habrá en cambio quien –generoso para la estrechez- vuelque sus anatemas sobre cuanto grupo político, étnico, cultural, religioso o sexual sea diferente de aquellos a los cuales pertenece. A las fronteras de lo reprobable, claro, las traza cada uno. Pero como el disenso es bilateral, suele pasar que aquellos que integran nuestra “lista negra” nos ponen a su vez a nosotros en las suyas. Se entabla así una proscripción mutua, un juego de espejos donde sólo habrá espacio para vehementes monólogos cruzados pero nunca para un diálogo que ninguno de los contendientes, en su intransigencia, desea tener. Lo paradójico de todo esto es que la sensación que genera la irrupción de las voces indeseadas es idéntica a uno y a otro lado del espejo: el mismo escozor, la misma incomodidad, el mismo remolino de indignación en el pecho, el mismo empecinamiento en no querer escuchar ninguna razón que provenga de “esos” individuos. Aquellas personas cuyas ideas nos provocan un rechazo visceral sienten el mismo rechazo hacia las ideas opuestas que nosotros defendemos. Podríamos pasarnos meses sumidos en una feroz batalla argumentativa; ni ellos ni nosotros cambiaremos de opinión.

 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? “No estoy de acuerdo con lo que piensas, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo“, escribió Voltaire hace dos siglos y medio. Claro, Voltaire no tenía Facebook. Si hubiese leído la catarata de barbaridades que circula por las redes sociales disfrazada de moral bienpensante, no habría dicho lo que dijo. O se hubiese vuelto ermitaño para no hacerse mala sangre.