La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







lunes, 20 de abril de 2009

Crónica nº 49: Pizza, birra y poesía (abril 2009)

Es viernes, son las diez y media de la noche y ya no quedan mesas disponibles pero la gente sigue entrando. Hay alrededor de cien personas en el lugar, repartidas entre el salón de la planta baja y el entrepiso con forma de herradura situado de frente al escenario. El acontecimiento que las convoca es la realización de un nuevo "Bar Literario", el primero del año.

Muchos de los presentes ya conocen en qué consiste la propuesta; algunos de ellos, incluso, son seguidores del ciclo desde sus inicios y hasta pueden ostentar un impecable historial de asistencia perfecta. Otros, en cambio, concurren por primera vez, atraídos seguramente por la eficaz publicidad del comentario boca a boca. Unos y otros, fieles y novatos, han venido a buscar lo mismo: un ambiente distendido e informal en el cual disfrutar de la literatura y de la charla con amigos, subrayados ambos placeres por el sabor de unas cervezas.

Hablar de cien personas movilizadas por una actividad literaria un viernes a la noche ya sería, de por sí, suficiente motivo para asombrarse y alegrarse. Sin embargo, lo verdaderamente destacable en este caso es que, salvo escasísimas excepciones para las que sobran los dedos de una mano, todos los presentes tienen entre 18 y 25 años. Se trata de una movida eminentemente juvenil, no sólo por la edad de los asistentes sino por la de quienes la organizan: una de las responsables del prodigio tiene 23 años; la otra, sólo 20.

Cada uno de los Bares Literarios se estructura en base a un eje temático determinado de antemano -que bien puede ser la poesía en lenguas extranjeras, el erotismo, los blogs literarios, o la literatura hecha por y sobre mujeres a lo largo de la historia- y sobre ese tema preseleccionado versan los textos (propios o ajenos) que los escritores invitados comparten con el público en las sucesivas rondas de lectura. Pero los Bares Literarios son bastante más que una desacartonada excursión por el mundo de las letras. Hay también proyección de cortos cinematográficos, muestras de plástica o fotografía, y nunca falta la música en vivo, instancia ésta en la que si bien el rock no es el género excluyente, lleva sin duda la delantera a la hora del protagonismo. Se concreta así una saludable multiplicidad de disciplinas en la que -valga la recurrencia- casi siempre los artistas involucrados son también veinteañeros.

Lo interesante no sólo sucede sobre el escenario. Si uno se pasea entre las mesas con el oído atento, descubrirá animadas conversaciones que giran en torno a temas como la narrativa de García Márquez, el teatro de Lorca o la poética de Huidobro. También llaman la atención ciertas reacciones que se registran en la penumbra del salón mientras transcurren las rondas de lectura. Puede ocurrir, por ejemplo, que un murmullo de aprobación y hasta un amago de aplauso surjan, espontáneos, cuando se anuncia la lectura de un texto de Alejandra Pizarnik. O puede ocurrir también que una señorita no pueda contener un suspiro y exclame "¡Ay, Oliverio!", al escuchar el comienzo de un poema de Girondo.

¿Relato fantástico? ¿Descripción de una utopía? ¿Postal imaginaria de un país deseable? Nada de eso. Todo lo hasta aquí narrado es estrictamente verídico, y viene sucediendo en la ciudad de Santa Fe desde abril del 2008. Este espacio creado por y para jóvenes que celebran la poesía es una realidad concreta y, frente a tantas desazones cotidianas, viene muy bien saber de su existencia.

Ya es sábado, son casi las dos de la mañana y las mesas van quedando despobladas. El público se retira satisfecho. Unos y otros, fieles y novatos, preguntan cuándo es el próximo Bar. Y prometen volver.

sábado, 4 de abril de 2009

Crónica nº 48: Crónica ignorante (marzo 2009)

"Majestad", dicen que dijo aquel bibliotecario a Luis XIV, "me pagan por lo que sé; si tuvieran que pagarme por todo lo que no sé, no alcanzarían las arcas de vuestro reino para hacerlo". Se desconoce si al Rey Sol le agradó o no esta ingeniosa respuesta a sus frustrados requerimientos, pero es innegable que su autor estaba en lo cierto: hay una descomunal desproproción entre lo escasísimo que sabemos y la casi infinita vastedad de lo que ignoramos.

Suele asociarse a la ignorancia con la falta de esa riqueza indefinible llamada "cultura general". De acuerdo a este enciclopédico criterio, una persona que sabe cuál es la capital de Sri Lanka, o que puede recitar en correcto orden cronológico el listado completo de presidentes argentinos se encontraría situada unos escalones por encima de quien no posee tales conocimientos. Y, en cierta forma, es así; pero sólo en cierta forma. Siempre es preferible, claro, contar con información precisa en abundancia antes que carecer de ella y andar por la vida atribuyendo la autoría de "Para Elisa" a Richard Clayderman, o confundiendo la Torre Eiffel con la de Pisa. Pero las herramientas son una cosa, y el resultado perseguido al usarlas, otra. Así como el pincel no es el cuadro y el horno no es el pan, la mera acumulación de datos no necesariamente equivale a sabiduría. Mal que les pese a unos cuantos, la ignorancia ilustrada existe. Y, por lo general, termina siendo más nociva que la que no lo es.

Los profesores de Filosofía enseñan que hay un saber científico y hay un saber vulgar. Por analogía, entonces, deberíamos concluir que hay también una ignorancia científica, nacida del desconocimiento de cuestiones técnicas que sólo se pueden aprender estudiándolas metódicamente, y una ignorancia vulgar, nacida de la falta de experiencia sobre un tema o asunto concreto. Somos individuos limitados por naturaleza y, por lo tanto, incurrimos a diario en ambas formas de la ignorancia. A lo sumo, podemos dar cátedra sobre tres o cuatro temas que nos conciernen de modo muy directo, pero en lo que respecta al resto de las humanas materias, seguramente no podríamos aprobar ni siquiera el más elemental de los exámenes.

En realidad, la amplitud sideral de nuestra ignorancia no constituye en sí misma un problema. Porque si asumiéramos frente a ella la modesta actitud del bibliotecario de la anécdota, viviríamos en un mundo apacible o, en todo caso, menos contaminado de excusas aptas para dar origen a disputas y conflictos. El problema es que a nadie le gusta reconocerse ignorante, y entonces se nos da por opinar. Opinamos, opinamos, opinamos. Vivimos opinando. Opinamos sobre prácticamente todo. En la cola del banco, en el trabajo, arriba de un taxi, en el trasnoche de un asado o llamando a las radios, nos dedicamos a descerrajar apologías y rechazos con alarmante liviandad, perpetramos fórmulas magistrales para dar solución a los problemas del vecino, del barrio, de la ciudad, del país y del planeta. Y de buena fe -eso es justamente lo peor: la buena fe- creemos estar respaldados por sólidos argumentos para hacerlo, cuando la triste evidencia marca que, si fuésemos estrictamente sinceros, deberíamos reconocer que el noventa por ciento de las cosas que decimos a diario, las decimos sin tener cabal idea de aquello sobre lo cual estamos hablando.

Opinamos, opinamos, opinamos. Opinamos destilando intolerancia hacia las minorías cuando estamos incluídos en la mayoría. Opinamos con furibundo desdén hacia la mayoría cuando la minoría somos nosotros. Opinamos sobre vidas ajenas sin detenermos jamás a legitimar la perspectiva del otro. Opinamos sobre cuestiones sociales, políticas y económicas sin ponernos a considerar la flagrante inviabilidad que caracteriza a nuestras propuestas. Opinamos creyendo que sabemos y resulta que en realidad no sabemos. Y cuando no se opina desde el conocimiento, se opina desde el prejuicio, desde el resentiniento, desde la repeticion irreflexiva de lo que dijo algún famoso en la tele, desde la insostenible creencia egocéntrica de que lo que nos pasó a nosotros es ley universal que se aplica a todos los demás sólo porque nos pasó a nosotros. Opinar así no sirve. Opinar así no ilumina, no construye, no mejora. Sólo constituye, "un aporte más a la confusión general", como rezaba aquel viejo eslogan de "La Noticia Rebelde".

"Lo que probablemente falsea todo en la vida", dijo Sacha Guitry, "es que uno piensa que dice la verdad sólo porque dice lo que piensa". Sería conveniente tener siempre en cuenta esta formidable apreciación. Y aprender a callarnos un poco. Y dedicarnos sólo a esas tres o cuatro cuestiones que realmente conocemos a fondo. Y dejar, de una buena vez, que sobre el resto de los temas sólo hablen los que saben.

Sería conveniente, sí.

Se los digo yo, que me las sé todas.