La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







lunes, 30 de noviembre de 2009

Crónica n° 57: Ficciones (noviembre 2009)

Un candidato obtiene miles de votos en una elección. Al día siguiente, proclama exultante que la mayoría de los electores ha respaldado de manera contundente sus propuestas de gobierno. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta las mil y un razones que llevan a los ciudadanos a decidir su voto, algunas de ellas insustanciales y otras, incluso, contradictorias entre sí. Prefiere ampararse en una ficción: la de afirmar que todos quienes lo eligieron constituyen una masa homogénea que piensa igual que él y que, por ende, se encolumna sin matices detrás de sus ideas en forma incondicional.

Una mujer cuarentona tiene la certeza de que su marido no la ama. Tampoco ella siente ya nada especial por él. Los unen, apenas, las formas y la costumbre. Pero hay demasiadas cosas por perder, principalmente un estilo de vida al que ella se ha acostumbrado y que le resulta muy cómodo. Entonces sigue adelante con esa relación tan insatisfactoria casi por inercia. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que se está condenando a la frustracion perpetua. Prefiere ampararse en una ficción: la de pensar que, al fin y al cabo, pasado cierto tiempo a todas las parejas les sucede lo mismo y que, por lo tanto, ellos constituyen un matrimonio
absolutamente normal.

Una docente de escuela secundaria se jacta de haber logrado que sus alumnos escriban emotivos textos en los que defienden y rescatan valores cardinales como la honestidad, el esfuerzo y la solidaridad. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que esos adolescentes, siguiendo el ejemplo de sus mayores, ya han aprendido el sutil arte del doble discurso y se limitan a reproducir de buena fe lo que se supone deben decir para quedar bien, aunque en el fondo no crean demasiado en ello. Prefiere ampararse en una ficción: la de pensar que sus alumnos realmente han internalizado los valores que la escuela intenta inculcarles.

Un contribuyente se indigna por la mala atención que, a su criterio, le están dispensando en una oficina pública. Se planta entonces frente al empleado y, delante de todos los presentes, le inflige una enérgica perorata de naturaleza pedagógica. "Vamos a ver ahora si ese tipo le vuelve a faltar el respeto a alguien", comentará esa noche el hombre en rueda de amigos, orgulloso, con ínfulas de paladín de la justicia. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que seguramente el empleado le habrá dedicado un insulto mental y que, apenas él se retiró de la oficina, habrá olvidado el incidente por completo, sin acusar recibo de la supuesta enseñanza impartida. Prefiere ampararse en una ficción: la de pensar que su comportamiento le sirve a otros de sanción ejemplificadora.

Un hombre vuelve del trabajo, enciende el televisor y mira un programa en el que un famoso periodista se explaya brindando un concluyente análisis acerca de la actualidad nacional. Al otro día, el hombre repite ante sucesivos interlocutores lo que ha escuchado y lo expone como si fuese un dogma. No tiene en cuenta, o no quiere tener en cuenta que esa mirada sobre la realidad de la cual se ha apropiado responde a la línea editorial del canal, y que es muy probable que esa línea editorial esté marcada por fuertes intereses económicos y políticos que la vuelven sospechosamente parcial. Prefiere ampararse en una ficción: la de creer que él es un ciudadano bien informado, que tiene convicciones propias, y que esas convicciones son las correctas.

Ficciones, ficciones, ficciones. Lo que llamamos realidad suele ser un tejido inextricable de ficciones que se entrecruzan sin cesar ocultando la incómoda desnudez de la verdad. Ficciones. No sólo las creamos y protegemos, sino que además las exportamos a los otros. Más aún, nuestro éxito, nuestra seguridad, nuestra autoconfianza depende en buena medida de nuestra capacidad de vender esas ficciones a los demás. Mientras más gente quede convencida de la veracidad de nuestros discursos de oro con pies de barro, menos amenazados estaremos por los peligros de afrontar verdades brutales.

Nadie está exento de incurrir en este vicio, claro; está demasiado arraigado en la naturaleza humana. Lo que nos diferencia es la forma en que lo sobrellevamos. Porque hay quienes se mueven con absoluta soltura en estos territorios de humo y enarbolan sus ficciones con impune ampulosidad. Pero estamos también aquellos a los que el humo nos incomoda y nos lesiona la ética, los que intentamos resistir a la propagación de tan lamentable hábito. Los que nos negamos a tragar ciertas píldoras, por más doradas que nos las ofrezcan. Los que no podemos ni queremos consumir visiones predigeridas del mundo. Los que, sin poder evitarlo, vemos siempre la sombra del hilo que mueve a la marioneta, el fleco escondido bajo la pomposa vestimenta, el cable que le suministra corriente a ciertas estrellas fugaces de ostentosa luminosidad. Los que vemos al emperador en calzoncillos y reconocemos a las monas vestidas de seda. Los que sabemos que la realidad tiene demasiadas aristas como para poder encerrarla en simplificaciones falaces. Los que desconfiamos, no de lo mismo de lo que desconfían casi todos, sino precisamente de aquello en que casi todos confían.

Desconfiamos, sí. Desconfiamos casi siempre. No por deporte ni por cinismo, sino porque nos resulta evidente la ridiculez de algunas pretendidas certezas. Desconfiamos pero no nos resulta gracioso hacerlo, porque la verdad es que nos encantaría que no hubiera doble fondo en las galeras de los magos ni en el corazón de las personas, que las etiquetas describieran con exactitud lo que trae el envase, y que las palabras no excediesen a los actos que intentan reflejar. Desconfiamos hasta (o sobre todo) de nosotros mismos. Intentamos escapar a los discursos autocomplacientes, a las justificaciones instintivas, a la creación involuntaria de interpretaciones distorsionadas de la realidad, elaboradas a la medida de nuestra conveniencia. Nos parece impúdico creerse más de lo que uno es, sobrevalorar lo que uno hace o da, ofrecerse en el mercado haciendo trampa en el peso u ocultando los defectos del producto.

Lo intentamos, sí. Pero no es fácil. Quizás también nosotros nos estemos amparando en una ficción: la de pensar que nuestra lucidez nos va a salvar de crear, sin querer, nuestras propias ficciones.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Crónica n° 56: Prohibido decir adiós (noviembre 2009)

La peña terminó hace un rato y, lentamente, La Urdimbre se va deshojando de público. Son casi las 6 de la mañana del domingo, y el sueño se me instala en la cara como un par de anteojos de pesados cristales. Pero cuesta irse. Cuesta animarse a disolver la borra de una noche en la que hubo charla, música, cerveza y amigos arriba y abajo del escenario. Cuesta aceptar que el reggae que escuchamos media hora atrás fue el último tema, pero el último de veras, porque pronto este será un salón vacío y mudo, un paisaje deshabitado a la espera de vaya a saber qué nuevas historias que lo pueblen. Cuesta, más que nada, recordar que mañana a la siesta habrá que volver para desarmar todo y empezar con la mudanza provisoria, esa que nos dejará suspendidos en una especie de Purgatorio hasta que se defina un nuevo lugar donde podamos seguir adelante con los proyectos de El Puente. Cuesta y duele saber que habrá que deshacer lo que con tanto amor y esfuerzo se logró construir. Y cómo no va a costar, si aún sobrevuela el recuerdo de tres años atrás, el de aquel sábado épico en que, a sólo cuatro horas de la inauguración, el lugar todavía parecía una obra en construcción, pero una cuadrilla improvisada de catorce o quince voluntarios trabajamos contra reloj, atornillando, clavando, conectando, limpiando, baldeando, acomodando, decorando, hasta conseguir lo que a las seis de la tarde parecía imposible: que todo quedara prolijo y presentable, listo para recibir al público justo cuando el público empezaba a llegar.

Cuesta irse, claro que sí. Y me viene a la memoria "El largo adiós", de Raymond Chandler, con aquello de "Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final". No cabe decir adiós, entonces. Porque es triste irse de acá, por supuesto, pero la gente que colmó la sala para estar en la peña de despedida demostró que de ninguna manera es solitario. En cuanto a lo de final, sabemos que, más tarde o más temprano, aparecerá un nuevo lugar y entonces proseguiremos, tercos y felices, nuestra tarea de militancia cultural. "Lo mejor está por venir", decían los viejos animadores de televisión. Me río de la muletilla, tan gastada, pero no puedo dejar de reconocerle esa dosis de razón que tienen todos los lugares comunes.

Me pongo de pie y saludo a los que están más cerca. Resisto la tentación de darme vuelta para ver nuestro centro cultural vivo por última vez. Tengo demasiadas postales hermosas de La Urdimbre en la memoria como para permitir que la última, justo la última opaque a las anteriores con una pincelada de melancolía que sería inevitable. "No le digo adiós", insiste Philip Marlowe en mi cabeza, y me incita a atravesar la puerta de una buena vez. Me recibe la claridad atenuada de un amanecer sucio de nubes. Empiezo a caminar sin apuro, silbando "La canción de la ciudad".

viernes, 23 de octubre de 2009

Crónica n° 55: El largo viaje de "La Generación de la Bidú" (octubre 2009)

A comienzos de 1984, influído por el entusiasmo generalizado que despertaba el flamante renacimiento de la democracia en el país, decidí comprar un ejemplar de la revista Humor. Nunca en mi despolitizada adolescencia, vivida en pleno Proceso, había tenido uno entre mis manos, pero a pesar de ello conocía por comentarios ajenos el prestigio que esa publicación había sabido ganarse durante la dictadura militar a fuerza de talento y coraje. Así que una mañana me encaminé muy resuelto al kiosco de don Levy y, cuando salí de allí con la revista en mi poder, sentí que estaba empezando a saldar una de mis tantas deudas con la historia cultural argentina más reciente. Eran tiempos de descubrir a Anacrusa y de volver a escuchar a Víctor Heredia. Tiempos de conocer "Quebracho" y "La Patagonia rebelde". Tiempos de construirse como ciudadano por fuera de los márgenes pautados en los libros de Formación Cívica.

Por aquel entonces, la revista traía una sección llamada "Humor Interior", cuyas ocho páginas se distinguían por la infrecuente concepción federal que las animaba: ninguno de los periodistas, columnistas y dibujantes que participaban en ellas era porteño. Todos pertenecían a esa vasta entelequia geográfica que suele denominarse "el interior del país".

De aquel primer encuentro con "Humor Interior" recuerdo que su Correo de Lectores ("Llorando la carta", creo que se llamaba) estaba monopolizado por la notable repercusión que había tenido una nota publicada en el número anterior, escrita por la periodista cordobesa María Rosa Grotti con el título de "La Generación de la Bidú". El tenor de las cartas resultaba muy útil para comprender de qué hablaba el artículo en cuestión. Todo indicaba que "La Generación de la Bidú" era un acertado retrato colectivo de aquella "juventud maravillosa" que, llegada a la treintena, evocaba ahora la década anterior y contemplaba, con horror y melancolía, los restos del sueño naufragado. Era evidente que la autora había hecho blanco en zonas muy sensibles, despertando en los lectores ecos emocionales muy profundos que habían permanecido reprimidos durante demasiado tiempo.

La onda expansiva provocada por el artículo se prolongó todavía durante varios números más y lo transformó casi en un texto de culto para los seguidores de "Humor Interior". Motivo más que suficiente para potenciar mi frustración por no haberlo leído.

* * *
Mi entusiasmo juvenil de entonces -por no decir mi inconsciencia- me llevó a mandar un escrito de mi autoría a "Humor Interior" con la esperanza de que me lo publicaran. Si bien eso no ocurrió (afortunadamente, porque el artículo era bastante malo), los integrantes de la redacción me obsequiaron con un acuse de recibo que salió publicado en el Correo de Lectores del número siguiente, y en el cual me instaban a seguir insistiendo. Creo que literalmente salté de la alegría al descubrirlo. Ahora puede sonar pueril pero a mis 19 años no era común ver mi nombre impreso, y menos en una revista de circulación nacional. El sólo hecho de estar mencionado allí me parecía todo un logro que me auguraba un futuro auspicioso. Por supuesto, aquel ejemplar de Humor fue debidamente guardado en mi archivo como un tesoro.

Si aún conservo aquella página entre mis papeles, inexorablemente amarilleada por el correr de los años, no es tanto por las razones ya apuntadas, sino más bien porque la vida vino a otorgarle, con retroactividad, una significación inesperada. Sucede que, inmediatamente a continuación del acuse de recibo de mi nota, había otro referido a una carta en la que un tal Horacio Rossi, también santafesino, derramaba halagos sobre la autora de "La Generación de la Bidú". La facilidad para retener nombres que me caracteriza me permitió registrar sin problemas el de aquel conciudadano desconocido que, por obra del azar, se había transformado en vecino ocasional de mis quince milímetros de fama.

Tuvieron que pasar tres años para que ese nombre se uniera a una persona de carne y hueso y yo descubriera que el tal Horacio Rossi era poeta. Y debieron pasar todavía dos años más para llegar a tener trato directo con él. Después -las vueltas de la vida, suele decir la gente- el tiempo hizo su trabajo de tejedor artesanal y terminamos siendo amigos. Compañeros de ruta en esto de la escritura y la difusión cultural, compartí con él numerosos encuentros, de los artísticos y de los que fluyen serenos alrededor de una botella de vino. Alguna vez le referí el episodio de los acuses de recibo contiguos en "Humor Interior" y hablamos sobre el dichoso artículo de la Grotti. Sabedor de que Horacio era de acumular infinidad de papeles en su biblioteca, le pregunté como al descuido si por casualidad no había conservado aquella revista. Me contestó que no y acabó así con mis modestas esperanzas al respecto.

* * *
Hace unos meses, mi amigo Mario recibió un mail enviado desde la ciudad de Rafaela por un remitente desconocido: el Taller "Leer porque sí". Vano sería, por supuesto, tratar de entender cómo fue que la dirección electrónica de Mario quedó integrada a la lista de destinatarios de aquel mensaje; Internet, ya se sabe, está atravesada por sorpresas de este tipo. Lo cierto es que, apenas comprobó que se trataba de una cuestión literaria, Mario me reenvió el mail. Lo hizo, claro, sin poder siquiera sospechar la puntada de excitación que habría de alojarse en la boca de mi estómago cuando, al revisar mi correo, encontré en mi bandeja de entrada un mail cuyo asunto rezaba, ni más ni menos: "La Generación del Bidú". Me quedé petrificado frente al monitor mientras en mi cabeza, a pesar de la vocal ausente, repicaba la pregunta obvia: ¿sería ese mail lo que estaba pensando?
Era.


* * *
Fue una sensación extraña la de leer el artículo después de tanto tiempo. Es indudable que no ha perdido su vigencia -lo cual habla bien de su valor testimonial y muy mal de nosotros como sociedad- pero también es innegable, abrumadoramente innegable que el contexto histórico y personal reinante en 1984 poco tiene que ver con el actual. Humor ya no existe, Horacio se murió, los perfumes primaverales de la democracia se marchitaron, la creencia masiva en un futuro inmediato mejor ya no flota en el ambiente y mi adolescencia es una costa que se divisa lejana ahora que navego mar adentro las aguas de la adultez. Resulta imposible, entonces, no ceder a cierta impresión de desajuste temporal, como si uno encontrara en la calle, volviendo del trabajo, la figurita difícil que nunca pudo conseguir en la infancia.

Han pasado veinticinco años, claro. Que en la existencia de cualquier mortal es como decir la eternidad. Sin embargo, rescatado del silencio vaya uno a saber cómo y por quién, "La generación de la Bidú" se resiste a desvanecerse en el olvido y sale en busca de nuevos lectores, incluso de algunos tardíos como yo. Y son tantos los recuerdos que remueve su irrupción extemporánea, que me resulta fascinante la reconstrucción de su larga travesía, el juego de imaginar la intrincada trama de causas y azares que debieron confabularse para que yo pudiera llegar a leerlo.

El Taller "Leer porque sí" me tiene ahora entre los receptores habituales de sus envíos. María Rosa me ha confesado que la hice emocionar contándole esta historia. Yo he redactado una crónica hablando sobre ellos. El tiempo sigue labrando sus urdimbres secretas.

Las vueltas de la vida, suele decir la gente.


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APOSTILLA TRISTE
(Crónica -casi inverosímil- de la crónica anterior)

Apenas terminé de leer el artículo de María Rosa, y viendo que por suerte la gente de Rafaela había tenido la buena idea de incluir en el mismo su dirección electrónica, sentí que era necesario ponerla en conocimiento de lo que había pasado y le escribí un mail contándole esta historia. Me lo contestó al día siguiente, confesándome que se había emocionado, que le parecía increíble que un texto suyo escrito hace tanto pudiera seguir generando interés. Me dijo también que hasta le daban ganas de escribir un cuento sobre el tema. "Dale", la animé, "vos escribí el cuento, yo escribo una crónica y despúés intercambiamos figuritas".

Empecé a escribir "El largo viaje..." a mediados de septiembre. En líneas generales, la crónica estuvo lista con bastante rapidez. Sin embargo, para gran ansiedad, decepción y hasta enojo de mi parte, no podía cerrarla. Tenía decidida la última frase, pero no conseguía hacerla coordinar con el párrafo anterior. Había algo en la parte donde menciono a María Rosa que hacía ruido y desentonaba, algo que fallaba y no sabía por qué.

El lunes 19 pasé en limpio lo que había garabateado el fin de semana y no quedé muy conforme. Para escapar de la sensación de estar empantanado sin remedio, decidí leer el artículo de nuevo. Al rastrearlo en Google, descubrí con un asombro descomunal que ese mismo día lo habían publicado en el diario "La Mañana" de Córdoba. La cosa violentaba toda lógica: ¿cómo podía ser que publicaran un artículo escrito veinticinco años atrás el mismo día que yo estaba terminando una crónica que hablaba justamente sobre ese mismo artículo? Le escribí un mail a María Rosa contándoselo para comparir con ella mi incredulidad. No me contestó. Tuve un mal presentimiento. Volví a meterme en el Google al día siguiente y entonces apareció, en un diario del domingo 18, la noticia que no quería leer: "Falleció ayer la periodista María Rosa Grotti".

Por lo general, soy de buscar señales en lo cotidiano, mensajes que el universo podría estar poniendo a nuestro alcance para decirnos algo. Es probable que a veces exagere con esas búsquedas y las cosas sean así de simples, así de frágiles. Pero en ocasiones como ésta la palabra "coincidencia" me resulta de una estrechez inaceptable. "El largo viaje..." habla del destino, especula sobre la aparente inevitabilidad de ciertos acontecimientos y encuentros. ¿Cómo no preguntarse, entonces, por qué escribí esta crónica ahora y no en agosto? ¿Cómo no dudar acerca de las verdaderas causas por las que no podía terminarla?

Ahora mi crónica encontró un final. Lástima. Es el que menos me gusta. Hubiera preferido uno en el que María Rosa se volvía a emocionar.

Las vueltas de la vida, suele decir la gente.


martes, 15 de septiembre de 2009

Crónica n° 54: Amigas (septiembre 2009)

Por alguna curiosa razón cuya escurridiza esencia jamás termino de apresar, las mujeres suelen desnudar su alma frente a mí sin que se advierta en ellas el menor atisbo de pudor o incomodidad al hacerlo. Solteras, casadas, viudas, divorciadas, veinteañeras, sesentonas o señoras de las cuatro décadas, da igual. Poco influyen la edad o el estado civil en este ejercicio descarnado de sinceridad del que me hacen partícipe. Problemas de pareja, amores contrariados, insatisfacciones personales, anhelos inconfesables, todo me es referido con una naturalidad pasmosa, dejándome transformado en depositario de intimidades que el imaginario masculino (¿o el imaginario machista?) supone reservadas al ámbito de las conversaciones femeninas.

¿Por qué lo hacen? Sinceramente, no lo sé. Dudo que estén buscando una opinión masculina para cotejar puntos de vista. Dudo también que esperen recibir consejos. Me parece que si me eligen como receptor de sus desahogos es porque, de algún modo, intuyen que mi atención al escucharlas no es fingida, que no habré de violar el secreto de confesión, que no voy a usar esas confidencias en su contra, que no voy a escandalizarme o a juzgarlas por lo que me cuentan. Todo eso, claro, les brinda la contención necesaria para soltarse; nadie baja la guardia ante quien le inspira recelo. ¿Cómo no sentirme agradecido, entonces, frente a semejantes muestras de confianza?

Sin embargo, el acostumbramento que he desarrollado hacia el hecho de verme envuelto en episodios de esta naturaleza no ha logrado atenuar cierta inquietud que la reiteración de los mismos me provoca. Porque convengamos que la mía es una situación bastante atípica. La experiencia propia y la observación de comportamientos ajenos me indican con claridad que a la mayoría de los hombres -al menos, a los heterosexuales- estas cosas no les suceden (es más, a veces tengo la impresión algo paranoica de ser el único al que le pasan). Pero lo extraño de mi caso no se agota en ser el coprotagonista reiterado de estas sesiones personalizadas de terapia. Muy por el contrario, hay otra instancia aún más insólita pero igualmente recurrente: mi participación como espectador exclusivo en charlas "de mujeres". Porque no es tan infrecuente que me toque ser el único varón en reuniones de dos, tres, cuatro y hasta cinco mujeres que, lejos de amilanarse o sentirse cohibidas por mi presencia, se despachan a gusto, como si yo no estuviera allí, o como si fuera una más de ellas. La vivencia, por cierto, resulta adrenalínica. Porque las reuniones "de mujeres solas", indudablemente, no son como las "de hombres solos". Los hombres, se sabe, no somos muy de andar compartiendo intimidades entre nosotros. Se habla de fútbol, de política, de temas de actualidad, del trabajo o de alguna afición que nos es común. También de mujeres, claro, pero siempre al amparo de un humor socarrón de cuño machista que poco ayuda a ahondar en el tema. Además, si uno es un caballero, esta muy mal visto andar develando la identidad de tal o cual señorita o señora con la que uno haya andado haciendo ciertas cosas. Con las mujeres, en cambio, sucede lo opuesto. No sólo tiran sobre la mesa los nombres concretos de los caballeros aludidos, sus peculiaridades anatómicas y un exhaustivo perfil psicosocial de los individuos en cuestión, sino que proceden a viviseccionarlos con una crudeza que asusta. En realidad, lo que asusta no es la saña en sí, sino la naturalidad con la que ésta es ejercida, como si no tuviera nada de objetable que un grupo de amigas cometa un homicidio mientras comparte una ronda de mate o prepara unas ensaladas.

Disculpen la analogía, pero vivir una situación así es como si le permitieran a un pato (vivo) asistir a una cena de cazadores. En el fondo, todo hombre teme a la mirada enjuiciadora de la mujer, por lo menos en lo que respecta a ciertas cuestiones atinentes a la masculinidad ortodoxa, empezando por lo sexual, siguiendo por lo sexual y terminando por lo sexual (recién después, en un cómodo cuarto lugar, entran a tallar los otros aspectos que teóricamente deberían distinguirnos). Pues bien, muchachos, me veo en el penoso deber de informarles que la peor de las pesadillas masculinas no sólo es real, sino que es mucho más terrorífica de lo que imaginamos y está allí nomás, a la vuelta de la esquina. Y ojo que no hablo de una asamblea de feministas recalcitrantes, de esas a las que la sola mención de la palabra "hombre" les provoca alergia. No; hablo de mujeres que pueden ser nuestras novias, nuestras esposas o nuestras amantes. Una reunión de mujeres solas en las que se habla de hombres es un genocidio de egos viriles. Asistir a esas masacres me ha llevado a conjeturar a veces que si los hombres realmente llegaran a saber la opinión que las mujeres tienen de ellos (no en abstracto, sino bien en concreto), se produciría un notable repliegue mundial de la masculinidad tradicional. No sería descabellado, incluso, pensar en una súbita epidemia de homosexualidad ginecofóbica a escala planetaria.

Pese al azoramiento que me provocan estos involuntarios viajes por un territorio tan subyugante como el de la femineidad, creo que en cierta forma soy un privilegiado. A los ojos de los varones, el universo femenino se presenta como una zona nebulosa y compleja, plagada de delicados recovecos que lo transforman en un terreno resbaladizo, poco apto para hacer pie firme en él. Pues bien, esta inusual visa que las mujeres me otorgan para que lo visite me ha permitido ir bosquejando a lo largo de los años un mapa bastante detallado del mismo, útil para circular en él con cierta orientación. Adviértase que digo "con cierta orientación" porque aquí no hay garantías que valgan. Lejos estoy de parecerme al personaje de Mel Gibson en "Lo que ellas quieren". Aun con mapa y todo, nada lo libra a uno de pegarse unas buenas patinadas por la banquina y terminar estampado contra una columna.

Es posible que algunos lectores -en especial aquellos enrolados entre los hombres a los que estas cosas no les pasan- consideren que el extraño fenómeno que me involucra está sustentado en una explicación muy simple: que todas las amigas que tengo son... muy particulares, por decirlo de una forma políticamente correcta. Puede ser. Conozco bien a mis amigas; me une a ellas un vínculo sutil de complicidades y entendimiento. Las he visto reírse a carcajadas y llorar sin pudores, a veces en el transcurso de la misma charla y con un intervalo de pocos minutos entre una y otra reacción. Las he visto disfrutar de su rol de madres y sufrir con su rol de hijas, y viceversa. Las he escuchado divagar sobrias y ser implacablemente lúcidas bajo los efectos del alcohol. Las conozco bien, sí. Alocadas o serenas, cerebrales o previsiblemente imprevisibles, siempre nobles, siempre inteligentes, todas ellas poseen alguna característica que las vuelve, efectivamente... muy particulares. Pero a pesar de los sobresaltos que me causan sus confesiones individuales o grupales, yo celebro que me tengan en cuenta.

Qué se le va a hacer. Algo habré hecho para merecerlas.

lunes, 20 de julio de 2009

Crónica nº 53: Croniquita con pajarito (julio 2009)

De pie junto a la ventana de la cocina, Gabriela mira hacia afuera, concentrada en algún punto de la galería que no puedo descifrar. El sol invernal que la mañana vierte sesgadamente sobre la casa le ilumina los cabellos y esparce tibieza en la expresion atenta de su cara. Al advertir mi proximidad, me convoca en voz baja y me invita a compartir el espectáculo del que está disfrutando. "Ahí, en el asador", me orienta, y entonces descubro al pajarito. Pequeño, de plumaje gris; un pajarito común y corriente, sin más atractivos que esa simpatía genérica que suelen despertar todos los pájaros, aun los más comunes y corrientes.

Sobre el listón de algarrobo que corona el asador hay dos botellas vacías, una de oporto "Taylor's" y otra de aguardiente "Velho Barreiro", llegadas a la casa desde remotas latitudes. Botellas cuyo contenido fue oportunamente diezmado en sendas rondas de amigos y que hoy son testimonio de aquellas madrugadas felices. Es justo sobre ese travesaño de madera que se ha posado el pajarito y su elección no parece casual. Ha detectado su propia imagen reflejada en el cristal oscuro de la botella de oporto y la ha confundido con un pájaro real. Trata de establecer contacto con el supuesto camarada pero su intento se agota en un picoteo inútil, casi inaudible sobre el vidrio indiferente. El pajarito no se rinde; rodea las botellas con saltitos ligeros,y explora detrás de las mismas, obviamente sin éxito. Vuelve entonces a la posición original y reitera la secuencia. Porfiado, lo hace una vez más, y otra, y otra, y uno no sabe si reírse de su ingenuidad o admirar su constancia.Después del sexto fracaso, el pajarito parece cansarse y se va volando hacia territorios donde ya no logramos verlo

No ha acontecido en la galería ningún prodigio, ningún suceso extraordinario. Sin embargo, aquí estamos Gabriela y yo, sonrientes junto a la ventana, sintiendo que la vida ha quedado gozosamente suspendida, que los rumores malsanos del mundo se han diluido por completo, como si no importaran, como si no existieran.

Quizás. me digo entonces, la maravilla radique exactamente en ese punto: en conservar todavía, a pesar de todo, esta facultad de prestar atención a cosas así, tan mínimas, tan sin valor de mercado, tan profundamene redentoras.

lunes, 6 de julio de 2009

Crónica nº 52: De generaciones (julio 2009)

El técnico veinteañero que iba a actualizar mi computadora me preguntó si la necesitaba de vuelta con urgencia. Contesté que sí y justifiqué mi apuro con una humorada: "no sé por qué, pero la Olivetti no me deja mandar mails". El muchacho se sonrió, pero yo advertí que no había entendido el chiste y al instante comprendí por qué: jamás en su vida había usado una máquina de escribir.

Un amigo de mi hijo hablaba con entusiasmo acerca de iPhones, iPods y otras maravillas tecnológicas por el estilo. Irónicamente, le pregunté si los reproductores de mp3 eran compatibles con un Winco. Mi interlocutor se rió con gran diplomacia, pero yo advertí que no había entendido el chiste y al instante comprendí por qué: jamás en su vida había visto un tocadiscos.

Informé a mis alumnos de secundaria que debian redactar un texto utilizando solamente palabras que empezaran con la letra H. Protestaron, alegando que se trataba de una consigna de cumplimiento imposible. "Escriban tipo telegrama y van a ver que se puede", aconsejé, pero la suficiencia de mi comentario quedó anulada apenas uno de ellos formuló la pregunta que todos estaban rumiando: "Profe, ¿qué es un telegrama?". Comprendí al instante por qué: jamás en su vida habían enviado o recibido uno.

En una clase posterior, con la intención de relacionar la literatura con esas escasas porciones de la realidad que a los adolescentes les resultan reconocibles, pronuncié una maravillosa reflexión de neto corte rockero para introducirlos en el tema del día y anoté sobre el pizarrón el nombre de su autor: Kurt Cobain. Para mi gran asombro, sólo uno de ellos sabía quién era. El resto no tenía demasiada idea de la existencia de un grupo llamado Nirvana.

Seamos francos. Verse involucrado en cuatro episodios de esta naturaleza en el curso de dos meses, sólo puede conducir a la poderosa sospecha de que uno se ha vuelto viejo. ¿A qué otra conclusión se puede arribar después de advertir que hay gente 20 o 30 años más joven que ya no entiende algunos de los términos que uno emplea con naturalidad al hablar? ¿No es esa, acaso, la dinámica de las diferencias generacionales? Un buen día nos levantamos y resulta que estamos del otro lado del mostrador. Ayer nomás éramos hijos cuestionadores; hoy somos padres cuestionados. Ayer nomás éramos alumnos oprimidos y hoy somos docentes opresores. Ayer éramos la novedad, la vanguardia; hoy representamos el retraso. No tendría nada de extraño, entonces, descubrir que hemos empezado a padecer los desfasajes generacionales desde el otro lado.

Permítanme, sin embargo, atenuar la depresión que provocan estas melancólicas reflexiones aventurando una conjetura acaso carente de imparcialidad. El fenómeno no se agota en una explicación tan simplista como la del mero transcurso del tiempo, sino que hay que analizarlo en función del modo particular en que cada generación afronta la brecha que la separa de las anteriores. Porque convengamos que hay una diferencia notable entre aquella etapa en que el joven era yo y esta otra en que los roles juveniles son ajenos. Una diferencia que se me antoja esencial. A mí también, alguna vez, me resultaron extrañas ciertas expresiones pasadas de moda que usaban mis mayores. Confieso también haber perpetrado insolentes sonrisas burlonas ante ciertos hábitos y actitudes que allá por los '70 olían a cosa apolillada. No obstante, para los que hoy andamos transitando la cuarentena, lo "anterior" (aun cuando fuera objeto de nuestros cuestionamientos) guardaba una significación. Cultural o afectiva, pero significación al fin. Había una línea imaginaria que atravesaba los años y nos unía con nuestros mayores. Las cosas -los objetos, los hábitos, las palabras- duraban más, permanecían en el tiempo y esa continuidad nos brindaba (nos incomodara o no) una sensación de pertenencia. De allí veníamos, y saberlo nos ayudaba a reconocernos, a construir nuestra identidad. El pasado era pasado, sí, pero de algún modo mantenía su vigencia. El pasado tenía también una arista de presente. O mejor dicho; nuestro presente estaba formado también por retazos importantes del pasado de los otros. Yo veía televisión, claro, pero entendía lo que habían representado para mis mayores el "Glostora Tango Club" o "Los Pérez García". Yo veía jugar al Beto Alonso y al Loco Gatti, pero sabía quiénes habían sido Labruna y Boyé. Las películas de vaqueros, las épicas de romanos, las de Fred Astaire y Ginger Rogers formaron parte de mi infancia, a pesar de haberlas visto treinta años después de su estreno.

Permanencia y pertenencia. Esto, obviamente, hoy no sucede. Se ha sacralizado el presente hasta el punto de absolutizarlo, se ha hecho del ahora un tirano omnipotente, creado sólo para vendernos productos. El hiperconsumismo exige novedades constantes, aunque sólo sean ficticias. Lo viejo se tira; lo no tan nuevo también. Todo es efímero, evanescente. Y como el ritmo de nuestra vida se acelera cada vez más, y lo "actual" dura cada vez menos, es cada vez más fácil quedarse atrás, perder el tren, convertirse en nada. Las brechas generacionales han perdido permeabilidad, parecen custodiadas por muros acorazados. Salvo raras excepciones -pienso por ejemplo en fenómenos puntuales como "El Chavo" o los Rolling- los jóvenes del siglo XXI no tienen acceso directo a testimonios del ayer de sus mayores y entonces el pasado se diluye, se vuelve casi inexistente, pierde toda significación posible. Contagiados tal vez por esa cultura de lo descartable, las nuevas generaciones profesan hacia él una manifiesta indiferencia. No lo conocen, no se preocupan por conocerlo y tampoco les molesta su desconocimiento al respecto. El pasado es para ellos una melaza informe en la que la década del '70 resulta tan lejana y carente de sentido como el Precámbrico.

Por supuesto, estas consideraciones son vanas. Aun cuando mi hipótesis resultara correcta, en nada contribuirá su enunciación a corregir el problema. La dinámica de las generaciones, queda dicho, es así. Sería inútil, entonces, tratar de explicarles al técnico veinteañero, al amigo de mi hijo o a mis alumnos de secundaria que a ellos también les va a pasar lo mismo, que algún día hablarán confiadamente acerca de "la Play" o de "postear en el blog" y descubrirán en la mirada de sus jóvenes interlocutores un destello de extrañamiento,. de sarcasmo, de malicia por haber incurrido en un anacronismo imperdonable.

Porque les va a pasar. Seguro les va a pasar.

Lo digo -por supuesto- sin el menor resentimiento hacia esos mocosos de porquería.

jueves, 28 de mayo de 2009

Crónica nº 51: El descubrimiento de las palabras (mayo 2009)

Cuando tenía 3 años, me regalaron un alfabeto de plástico, de esos que traen letras mayúsculas de distintos colores. No sé si fue justamente a causa de esa diversidad cromática, o si sólo fue el reflejo de una predisposición innata; lo cierto es que el abecedario en cuestión resultó ser, para mí, un juguete muy atractivo. Según me han contado, yo me echaba de panza al suelo y me entretenía largo rato manipulando las letras, examinando sus formas y disponiendo de ellas a mi antojo como si fueran autitos, soldados o animales imaginarios.

En algún punto imprecisable de mis juegos solitarios -y sin ser consciente de ello, por supuesto- debo haber descubierto que el uso y combinación de las letras podía no quedar necesariamente limitado a mi capricho y responder, en cambio, a un orden externo cuyo ignorado andamiaje me excedía por completo. Así fue como, mediante el simple recurso de observar y copiar, empecé a armar en el piso mis primeras palabras. La leyenda familiar indica que me especializaba en reproducir vocablos extraídos de etiquetas de productos que había en mi casa. "Vino" y "Odex" fueron algunos de aquellos precoces logros. Huelga decirlo, yo concretaba esta escritura de plástico sin saber leer. Es decir, sin entender el significado de aquello que había construido. Claro que, envuelto como estaba en mi absoluta inocencia, tal falta de comprensión acerca de mi propia obra no constituia, para mí, motivo alguno de preocupación.

Debieron pasar todavía varios meses para que tal conflicto se hiciera palpable. Todo sucedió una tarde de frío en que mi mamá volvió del centro y me regaló unos libritos de cuentos comprados en Casa Tía, de esos que vienen con escaso texto y grandes ilustraciones. No sé cuáles eran y tampoco sé si eran los primeros que me compraba. Lo que sí recuerdo, y con asombrosa nitidez, es la frustración -hasta entonces inédita- que sentí al tomarlos en mis manos y abrirlos. Han pasado cuarenta años pero aún puedo revivir claramente la impotencia descomunal que experimenté en aquel momento, cuando advertí que, debajo de esos dibujos tan coloridos, habia unas manchitas negras, ordenadas en fila como hormigas congeladas, unos signos que no lograba descifrar y cuyo desconocimiento me dejaba afuera de algo que presentía importante, malherido por una decepcionante sensación de estar arañando un cristal sin poder traspasarlo.

No sé si, de algún modo, me las ingenié para exponer explícitamente mis inquietudes al respecto, o si habrá bastado con prestarme atención para que cualquier observador pudiera advertirlas. El asunto es que mi mamá decidió estimular mi curiosidad, compró el mítico libro "Upa" y, tomándolo como guía, me enseñó a leer.

No recuerdo gran cosa acerca del contenido de ese libro, ni tampoco de los sucesivos pasos que conformaron mi proceso de aprendizaje, pero es indudable que, después de atravesar victorioso sus páginas, yo fui otra persona. Mejor dicho, me sentí una persona por primera vez. El dominio del lenguaje escrito operó en mi vida un efecto revolucionario: mamá amasaba la masa, yo amaba a ese oso, y mis 4 años se apoderaban de la llave maestra que abría la puerta para ir a jugar. Habia conseguido la clave mágica, el "Ábrete Sésamo" que me franqueaba el paso hacia el conocimiento deseado.

Habrá quienes se asoman al mundo impactados por los números, las imágenes o los sonidos. A mí, el universo se me revelaba poblado de palabras y me lancé con entusiasmo a apropiarme de ellas.

Previsiblemente, para cuando cumplí 5 años y promediaba mi paso por el Jardín de Infantes, yo no sólo leía con fluidez los libritos de cuentos -que me regalaban cada vez con más frecuencia- sino que abordaba con bastante soltura cuanto texto cayera en mis manos. No había antinomia alguna entre el juego y la lectura; leer era otro modo más de jugar. Como consecuencia lógica, mi vocabulario se fue ensanchando en forma vertiginosa, con la misma naturalidad con que una esponja absorbe el líquido en que la sumergen. Había palabras que me gustaban y otras que no, palabras que hacían reír y otras que daban miedo. Había, también, algunas que resultaban completamente ajenas a mi realidad circundante y, tal vez por eso mismo, llamaban mi atención. En sucesivos libros, un niño hacía trabajos en "rafia", un "milano" amenazaba a unas gallinas, y un señor iba a la playa muy contento con un "quitasol". Una revista mostraba la encantadora foto de una familia de "koalas" y otra, el porte adusto de un "dromedario". Un álbum de figuritas educativas presentaba a Helen Keller como "filántropa". De una historieta de Anteojito que se desarrollaba en la Edad Media aprendí lo que era un "escudero" y por otra que transcurría en la Prehistoria me asusté con un "pterodáctilo". Y en las revistas deportivas... bueno, de ellas es tanto lo que saqué, que bien podría dedicarles una crónica aparte.

Las palabras me han ayudado a entender mejor los mundos reales y a disfrutar los imaginarios. El correr de los años me ha develado su intrínseca ambivalencia y también su frecuente ineficacia para lograr que nos entendamos unos con otros, pero la atracción que ejercen sobre mí sigue intacta. Aún me divierte jugar con ellas. Ya no me tiro en el suelo, es cierto, pero todavía acomodo letras tratando de reflejar lo que percibo. Y cuando el azar trae hasta mí una frase que me conmueve o me resulta admirable, siento que vuelvo a ingresar a la cueva del tesoro, y que el tesoro sigue ahí, al alcance de mis ojos.

viernes, 8 de mayo de 2009

Crónica nº 50: Bernie Rubens se hace hombre (mayo 2009)

Manny Rubens es un tipo inseguro, de esos que revisan maniáticamente tres veces si cerraron bien la puerta del auto o si la luz quedó apagada. Es también un hombre gris, sin vuelo, opacado desde su infancia por el carisma de su hermano Jimmy, frente al cual no puede dejar de sentirse inferior. Si fuera uruguayo, podría concebírselo escapado de algún cuento de Benedetti, pero es inglés, judío y vive en esa Londres cuyo ritmo cotidiano comienza a verse alterado por el inminente inicio del Mundial de fútbol de 1966.

Manny está casado con Esther y tiene dos hijos: Alvie y Bernie. Alvie es abiertamente el preferido y las expectativas de la familia Rubens están depositadas en él. Bernie, en cambio, no las tiene todas consigo: es miope, usa anteojos, padece asma y siente, con fundamentos, que en su casa nadie le presta atención. A los 12 años, su existencia parece condenada a pasar inadvertida ante los ojos de los otros, deslucida -casi como en un calco de la historia paterna- por la de su hermano mayor.

Hay para Bernie, sin embargo, un motivo de esperanza: se aproxima el momento de su Bar Mitzvah, la ceremonia religiosa en que -tal como le enseña el rabino ciego que lo adoctrina- "un judío se hace hombre". Más concentrado en los festejos que en el costado espiritual del asunto, Bernie piensa que su Bar Mitzvah es la ocasión ideal para reivindicarse y empezar a tener luz propia. Carente de criterio realista, escribe invitaciones destinadas a judíos famosos y fantasea con una fiesta para 250 personas en el mejor salón del barrio.

Dos obstáculos amenazan con arruinar sus planes. Uno de los enemigos es invisihle a sus ojos de niño: la decadente situación económica de su familia. Porque un buen día se instala en el vecindario un gran supermercado y las ventas del negocio de su padre empiezan a derrumbarse estrepitosamente. El otro peligro es el Mundial. Porque la fecha programada para la final del torneo es la misma que la prevista para su Bar Mitzvah, y semejante coincidencia conduce a una conclusión obvia: si Inglaterra logra acceder a esa instancia, nadie querrá ir a la ceremonia para no perderse el gran partido. La crueldad del azar lo deja parado a contramano del patriotismo deportivo generalizado: Bernie será el único inglés que haga fuerza por los equipos que enfrenten a su selección. El problema es que, con el correr de los días, Inglaterra avanza en la Copa con la misma firmeza con que se desploman las finanzas familiares. Puede ocurrir, entonces, que el que iba a ser el mejor día de su vida se transforme en su peor pesadilla.

Con estos elementos tan simples, el cineasta inglés Paul Weiland ha construído una película admirable, una de las más conmovedoras que he visto en los últimos años. Se llama "En el '66" ("Sixty-six", en el original) y podría catalogársela como comedia dramática. Sin grandilocuencias, ajustándose en todo momento a un tono medido que no excluye el humor ni la emoción, apelando a un registro melancólico que oscila entre lo intimista y lo costumbrista, la película es el retrato agridulce de un viaje iniciático, una travesía interior en la que Bernie aprenderá que hacerse hombre trae aparejadas muchas más cosas que una fiesta. Así como el Ernie de "Verano del '42" se asomaba al dolor de la guerra y la muerte a través de su debut sexual, en este complicado verano del '66 Bernie descubrirá las aristas oscuras de la adultez: la decepción, el engaño, el resentimiento, la debilidad, el fracaso.

Historia de segundones -Bernie y Manny lo son o, al menos, así se sienten ellos- la película dibuja con notable agudeza y profunda ternura las dos caras de una misma incomunicación: los esfuerzos estériles de un niño que clama por atención y las tribulaciones de un padre que no sabe llegar a él. Desencuentro que, paradójicamente y merced a un inesperado giro argumental, comenzará tal vez a ser zanjado gracias a ese mismo fútbol que tanto angustia al contrariado Bernie.

Película deliciosa y emotiva, si fuera crítico de cine la calificaría con un "10" o un "excelente". Como no lo soy, me limito a recomendar su visión. Ningún espíritu sensible, me parece, podrá abstraerse a su encanto.

lunes, 20 de abril de 2009

Crónica nº 49: Pizza, birra y poesía (abril 2009)

Es viernes, son las diez y media de la noche y ya no quedan mesas disponibles pero la gente sigue entrando. Hay alrededor de cien personas en el lugar, repartidas entre el salón de la planta baja y el entrepiso con forma de herradura situado de frente al escenario. El acontecimiento que las convoca es la realización de un nuevo "Bar Literario", el primero del año.

Muchos de los presentes ya conocen en qué consiste la propuesta; algunos de ellos, incluso, son seguidores del ciclo desde sus inicios y hasta pueden ostentar un impecable historial de asistencia perfecta. Otros, en cambio, concurren por primera vez, atraídos seguramente por la eficaz publicidad del comentario boca a boca. Unos y otros, fieles y novatos, han venido a buscar lo mismo: un ambiente distendido e informal en el cual disfrutar de la literatura y de la charla con amigos, subrayados ambos placeres por el sabor de unas cervezas.

Hablar de cien personas movilizadas por una actividad literaria un viernes a la noche ya sería, de por sí, suficiente motivo para asombrarse y alegrarse. Sin embargo, lo verdaderamente destacable en este caso es que, salvo escasísimas excepciones para las que sobran los dedos de una mano, todos los presentes tienen entre 18 y 25 años. Se trata de una movida eminentemente juvenil, no sólo por la edad de los asistentes sino por la de quienes la organizan: una de las responsables del prodigio tiene 23 años; la otra, sólo 20.

Cada uno de los Bares Literarios se estructura en base a un eje temático determinado de antemano -que bien puede ser la poesía en lenguas extranjeras, el erotismo, los blogs literarios, o la literatura hecha por y sobre mujeres a lo largo de la historia- y sobre ese tema preseleccionado versan los textos (propios o ajenos) que los escritores invitados comparten con el público en las sucesivas rondas de lectura. Pero los Bares Literarios son bastante más que una desacartonada excursión por el mundo de las letras. Hay también proyección de cortos cinematográficos, muestras de plástica o fotografía, y nunca falta la música en vivo, instancia ésta en la que si bien el rock no es el género excluyente, lleva sin duda la delantera a la hora del protagonismo. Se concreta así una saludable multiplicidad de disciplinas en la que -valga la recurrencia- casi siempre los artistas involucrados son también veinteañeros.

Lo interesante no sólo sucede sobre el escenario. Si uno se pasea entre las mesas con el oído atento, descubrirá animadas conversaciones que giran en torno a temas como la narrativa de García Márquez, el teatro de Lorca o la poética de Huidobro. También llaman la atención ciertas reacciones que se registran en la penumbra del salón mientras transcurren las rondas de lectura. Puede ocurrir, por ejemplo, que un murmullo de aprobación y hasta un amago de aplauso surjan, espontáneos, cuando se anuncia la lectura de un texto de Alejandra Pizarnik. O puede ocurrir también que una señorita no pueda contener un suspiro y exclame "¡Ay, Oliverio!", al escuchar el comienzo de un poema de Girondo.

¿Relato fantástico? ¿Descripción de una utopía? ¿Postal imaginaria de un país deseable? Nada de eso. Todo lo hasta aquí narrado es estrictamente verídico, y viene sucediendo en la ciudad de Santa Fe desde abril del 2008. Este espacio creado por y para jóvenes que celebran la poesía es una realidad concreta y, frente a tantas desazones cotidianas, viene muy bien saber de su existencia.

Ya es sábado, son casi las dos de la mañana y las mesas van quedando despobladas. El público se retira satisfecho. Unos y otros, fieles y novatos, preguntan cuándo es el próximo Bar. Y prometen volver.

sábado, 4 de abril de 2009

Crónica nº 48: Crónica ignorante (marzo 2009)

"Majestad", dicen que dijo aquel bibliotecario a Luis XIV, "me pagan por lo que sé; si tuvieran que pagarme por todo lo que no sé, no alcanzarían las arcas de vuestro reino para hacerlo". Se desconoce si al Rey Sol le agradó o no esta ingeniosa respuesta a sus frustrados requerimientos, pero es innegable que su autor estaba en lo cierto: hay una descomunal desproproción entre lo escasísimo que sabemos y la casi infinita vastedad de lo que ignoramos.

Suele asociarse a la ignorancia con la falta de esa riqueza indefinible llamada "cultura general". De acuerdo a este enciclopédico criterio, una persona que sabe cuál es la capital de Sri Lanka, o que puede recitar en correcto orden cronológico el listado completo de presidentes argentinos se encontraría situada unos escalones por encima de quien no posee tales conocimientos. Y, en cierta forma, es así; pero sólo en cierta forma. Siempre es preferible, claro, contar con información precisa en abundancia antes que carecer de ella y andar por la vida atribuyendo la autoría de "Para Elisa" a Richard Clayderman, o confundiendo la Torre Eiffel con la de Pisa. Pero las herramientas son una cosa, y el resultado perseguido al usarlas, otra. Así como el pincel no es el cuadro y el horno no es el pan, la mera acumulación de datos no necesariamente equivale a sabiduría. Mal que les pese a unos cuantos, la ignorancia ilustrada existe. Y, por lo general, termina siendo más nociva que la que no lo es.

Los profesores de Filosofía enseñan que hay un saber científico y hay un saber vulgar. Por analogía, entonces, deberíamos concluir que hay también una ignorancia científica, nacida del desconocimiento de cuestiones técnicas que sólo se pueden aprender estudiándolas metódicamente, y una ignorancia vulgar, nacida de la falta de experiencia sobre un tema o asunto concreto. Somos individuos limitados por naturaleza y, por lo tanto, incurrimos a diario en ambas formas de la ignorancia. A lo sumo, podemos dar cátedra sobre tres o cuatro temas que nos conciernen de modo muy directo, pero en lo que respecta al resto de las humanas materias, seguramente no podríamos aprobar ni siquiera el más elemental de los exámenes.

En realidad, la amplitud sideral de nuestra ignorancia no constituye en sí misma un problema. Porque si asumiéramos frente a ella la modesta actitud del bibliotecario de la anécdota, viviríamos en un mundo apacible o, en todo caso, menos contaminado de excusas aptas para dar origen a disputas y conflictos. El problema es que a nadie le gusta reconocerse ignorante, y entonces se nos da por opinar. Opinamos, opinamos, opinamos. Vivimos opinando. Opinamos sobre prácticamente todo. En la cola del banco, en el trabajo, arriba de un taxi, en el trasnoche de un asado o llamando a las radios, nos dedicamos a descerrajar apologías y rechazos con alarmante liviandad, perpetramos fórmulas magistrales para dar solución a los problemas del vecino, del barrio, de la ciudad, del país y del planeta. Y de buena fe -eso es justamente lo peor: la buena fe- creemos estar respaldados por sólidos argumentos para hacerlo, cuando la triste evidencia marca que, si fuésemos estrictamente sinceros, deberíamos reconocer que el noventa por ciento de las cosas que decimos a diario, las decimos sin tener cabal idea de aquello sobre lo cual estamos hablando.

Opinamos, opinamos, opinamos. Opinamos destilando intolerancia hacia las minorías cuando estamos incluídos en la mayoría. Opinamos con furibundo desdén hacia la mayoría cuando la minoría somos nosotros. Opinamos sobre vidas ajenas sin detenermos jamás a legitimar la perspectiva del otro. Opinamos sobre cuestiones sociales, políticas y económicas sin ponernos a considerar la flagrante inviabilidad que caracteriza a nuestras propuestas. Opinamos creyendo que sabemos y resulta que en realidad no sabemos. Y cuando no se opina desde el conocimiento, se opina desde el prejuicio, desde el resentiniento, desde la repeticion irreflexiva de lo que dijo algún famoso en la tele, desde la insostenible creencia egocéntrica de que lo que nos pasó a nosotros es ley universal que se aplica a todos los demás sólo porque nos pasó a nosotros. Opinar así no sirve. Opinar así no ilumina, no construye, no mejora. Sólo constituye, "un aporte más a la confusión general", como rezaba aquel viejo eslogan de "La Noticia Rebelde".

"Lo que probablemente falsea todo en la vida", dijo Sacha Guitry, "es que uno piensa que dice la verdad sólo porque dice lo que piensa". Sería conveniente tener siempre en cuenta esta formidable apreciación. Y aprender a callarnos un poco. Y dedicarnos sólo a esas tres o cuatro cuestiones que realmente conocemos a fondo. Y dejar, de una buena vez, que sobre el resto de los temas sólo hablen los que saben.

Sería conveniente, sí.

Se los digo yo, que me las sé todas.

jueves, 12 de febrero de 2009

Crónica nº 47: Buenas salenas cronopio cronopio (febrero 2009)

Estaba anocheciendo, aquel sábado de febrero. Yo acababa de volver de la cancha, contento porque Colón había ganado, cuando la radio interrumpió de pronto su transmisión deportiva para dar paso a un flash de la División Noticias. Ahí me enteré. "Falleció hoy en París, a la edad de 69 años, el escritor argentino Julio Cortázar", dijo la voz. Eso fue todo. Después, la radio siguió adelante con su previsible rutina de reportajes de vestuario y repetición de goles: Yo, ansioso por sacarme de encima el calor acumulado en la tribuna, me metí en la ducha y no pensé demasiado en el asunto. Eso fue todo, sí. Aquella tarde no supe que Cortázar me había hecho un favor enorme muriéndose antes de que llegara a conocerlo. No supe que su involuntario gesto, tan oportuno, me había evitado la tristeza.

En esos dias, yo andaba poseído por la infinita sed lectora que sólo se puede sentir a los 18 años, pero aún no tenía plena conciencia de lo que significaba la figura de Cortázar, ni de su dimensión gigantesca en el marco de la literatura latinoamericana. A decir verdad, antes de aquella tarde de febrero, sólo registraba en mi memoria dos episodios concretos vinculados a su nombre. Uno era la lectura escolar -en séptimo grado y "Compendio del Alumno" mediante- de un fragmento de "Los venenos", cuyo efecto más perdurable había consistido en revelarme la existencia de la palabra "tilbury". El otro, ya en tiempos de la secundaria, era el comentario tendencioso de un profesor de Formación Cívica que lo había involucrado en esa supuesta "campaña antiargentina en el exterior" que los militares del Proceso enarbolaban por entonces con patriótica paranoia. Fuera de eso, nada. Sabía, sí, que estaba radicado en Francia y que su libro más famoso se llamaba "Rayuela", pero no mucho más.

Fue justamente la catarata de homenajes periodísticos póstumos desatada por su muerte lo que me permitió el primer acercamiento a su vida y a su obra. Poco tiempo después, con la lectura de sus libros, llegaron la admiración, el asombro, la sana envidia, el cariño. Llegó el disfrute inigualable de sus cuentos magistrales. Llegaron el nudo en la garganta al terminar "La autopista del sur", y los ojos humedecidos al final de "Una flor amarilla". Y mi enamoramiento hacia un París ya inexistente que me hacía fantasear con la posibilidad de vivir en una buhardilla cercana al Sena, dedicado solamente a escribir. Y el increíble descubrimiento de que, sólo quince años atrás, una generación entera de jovencitas argentinas había soñado con ser la Maga. Y llegó también la necesidad casi compulsiva de devorar entrevistas para conocer qué pensaba, qué sentía, cómo trabajaba ese grandulón con cara de nene que amaba el jazz y el boxeo. Y las épicas búsquedas de naturaleza casi arqueológica en librerías de Buenos Aires, en pos de tesoros improbables como "Deshoras" u "Octaedro" (por aquel entonces, inhallables). Y la gloriosa felicidad de ese mediodía en que, mientras el cielo se derrumbaba sobre Santa Fe en forma de diluvio bíblico, caminé por la peatonal con un ejemplar de "Los premios" recién comprado bajo el brazo, saboreando por anticipado su inminente lectura en la siesta lluviosa. Y llegó aquel casete que traía su voz grave, y ese estremecimiento que provocaba escucharlo pronunciar "Rocamadour, bebé Rocamadour" con la erre afrancesada. Y la foto inmortal de Sara Facio, el retrato inoxidable del mayor de los cronopios. Y la alegría, claro, la inmensa alegría de haberme cruzado en el camino con ese niño grande fascinado por las palabras que, riéndose de la solemnidad ajena, se dedicó a abrir puertas para ir a jugar, y las encontró.

No tiene sentido, me parece, veinticinco años después, incurrir en la melancolía y experimentar con retroactividad el duelo que no viví. Tampoco me interesan demasiado ya los sesudos análisis académicos acerca de sus aportes técnicos y teóricos a la narrativa contemporánea. Prefiero apoyarme en mi perspectiva de lector y recordarlo con la gratitud que sólo puede despertar quien nos ha obsequiado el placer de páginas inolvidables. El mejor homenaje que se le puede rendir, creo, es seguir leyéndolo. Y, por supuesto, continuar siendo unos cronopios irredimibles, eternamente extranjeros en este mundo armado tan pero tan a la medida de los famas.

miércoles, 14 de enero de 2009

Crónica nº 46: En busca de África (enero 2009)

Mika tiene 6 años; su novia Anna-Lenna, 7. Ambos viven en Langenhagen, una pequeña localidad alemana situada al norte de Hannover. El pasado 1º de enero decidieron fugarse de sus casas con un objetivo muy preciso: viajar a África, casarse y pasar sus días en un clima más benévolo que el frío invierno europeo. Convencieron a la hermanita de Anna-Lenna (que tiene 5 años) para que huyera con ellos y fuese testigo de la boda. Previsores, armaron una pequeña valija en la que cargaron anteojos de sol, trajes de baño y algo de comida ligera. Caminaron un kilómetro hasta la parada más cercana, se subieron a un tranvía y recorrieron unos tres kilómetros más, hasta llegar a la Estación Central de Ferrocarriles de Hannover. Una vez allí, quisieron abordar un transporte que los llevaría al aeropuerto, pero los movimientos del trío llamaron la atención de dos policías. La aventura terminó cuando éstos, hechas las averiguaciones del caso, tomaron a su cargo la penosa misión de informar a los jóvenes viajeros que, sin dinero ni pasajes, es imposible llegar a África.

La anécdota, deliciosa como pocas, dio la vuelta al mundo la semana pasada. Prácticamente, no hubo periódico o noticiero que no le dedicara un espacio. El hechizo irresisitible de su candor apabullante generó sonrisas en las más diversas latitudes y permitió compensar, en parte, tantas deprimentes novedades sobre guerras, masacres y accidentes fatales.

Puestos a bosquejar interpretaciones sobre el asunto, una mirada exitista podría llevarnos a pensar que, al fin y al cabo, el simpático episodio no es más que la crónica de un rotundo fracaso, ya que la fuga quedó trunca y los niños no consiguieron cumplir su cometido. Del mismo modo, una mirada cínica podría llevarnos a especular que el precoz romanticismo de Mika y Anna-Lenna, así como también su espíritu aventurero se irán desvaneciendo a medida que vayan aproximándose a la adultez y la vida los obligue a poner los pies sobre la tierra. Ninguna de estas dos visiones, habrá que reconocerlo, carece de sustento o razonabilidad. Hay, sin embargo, otra lectura posible de los hechos, una mirada que, si bien no excluye la idea de fracaso, al menos redime a la frustrada huída de esa impresión de derrota que parece desteñir sus cálidos colores. Porque, si es cierto que los niños no pudieron alcanzar el destino deseado, no menos cierto es que fue precisamente su intento por alcanzarlo lo que les permitió llegar hasta donde llegaron. Lo cual, teniendo en cuenta su corta edad y la escasez de medios con que contaban, no es poca hazaña.

Vistas así las cosas, su travesura nos involucra a todos, pues se transforma en una tierna, tiernísima metáfora acerca de la condición humana y sus anhelos. Anhelos que muchas veces -o acaso siempre- resultan lo suficientemente ingenuos o desproporcionados como para despertar la compasión de los dioses. Poco importa si el sueño consiste en filmar una película, instalar un bar en la playa o salvar al mundo. La experiencia indica que casi ninguno de nosotros podrá llegar jamás a sus íntimas y personales Áfricas. Salvo afortunadas excepciones, inevitablemente alguien se encargará de detenernos en la estación de trenes e interrumpirá nuestra alegría recordándonos -casi nunca con amabilidad- que no tenemos el pasaje requerido.

Y sin embargo, lejana y cautivante, África sigue existiendo, oculta detrás de nuestro agrisado horizonte cotidiano. Y lo sabemos. Y, contra todo pronóstico y lógica, nos seguimos moviendo con la intención de acercarnos un poco. Obstinadamente, continuamos modelando nuestra travesía. Tal vez en forma oblicua o contradictoria, e incluso sin darnos cuenta, pero es lo que hacemos.

Puede que, buscando llegar a África, sólo consigamos llegar a Hannover. Pero ¿quién habrá de quitarnos lo viajado?

martes, 6 de enero de 2009

Crónica nº 45: Primera persona del singular (noviembre 2008)

"Yo", digo, mientras por reflejo me señalo el pecho con los dedos.

"Yo", te digo, y pretendo que esa escueta afirmación monosilábica alcance para que entiendas de qué estoy hablando.

"Yo", pronuncio, y al hacerlo no revelo casi nada de lo que intento nombrar.

Porque "yo" soy mi abuela que se dejaba ganar a las damas y mi abuelo que me sacaba a pasear en su jeep.

"Yo" soy aquel horizonte hacia el cual corrí ingenuamente para llegar adonde estaba el sol.

"Yo" soy "Los tres chiflados" a las diez de la mañana y "La Pantera Rosa" a las ocho y media de la noche.

"Yo" soy las partituras amarillentas que mis dedos flacos tocaron en el piano.

"Yo" soy las historietas que leí de panza al suelo comiendo galletitas con dulce de leche.

"Yo" soy ese universo paralelo que inventé para refugiarme.

"Yo" soy esa pelota pateada hasta el cansancio con una felicidad tan pura como jamás volví a sentir.

"Yo" soy la timidez irreductible de mi adolescencia.

"Yo" soy los sucesivos pares de anteojos que han decorado mi cara.

"Yo" soy la fascinación incomparable que me obsequiaron ciertos libros.

"Yo" soy los cien mil minutos de fútbol que llevo mirados.

"Yo" soy las ideas de otros que alumbraron mis búsquedas a tientas.

"Yo" soy todos los lugares por donde paseé mis ojos asombrados.

"Yo" soy mi ternura inagotable y mi agotadora ambivalencia.

"Yo" soy mis ideales más nobles y mis más indecentes fantasías.

"Yo" soy los textos por los que me han aplaudido y las palabras que nunca me atreví a pronunciar.

"Yo" soy la gente que me quiere y esta tendencia vocacional a la soledad.

"Yo" soy las mujeres que he abrazado y las que jamás me animé a besar.

"Yo" soy mi golosa inclinación al chocolate y la melancolía.

"Yo" soy esa perpetua sensación de extrañeza que me genera habitar este planeta.

"Yo" soy mi singular forma de interpretar el mundo y mi irónica manera de contárselo a los otros.

"Yo" soy el caos que percibo en el universo y esta ilusión de darle un orden poniéndolo en palabras.

"Yo", decís, mientras por reflejo te señalás el pecho con los dedos.

"Yo", me decís, y pretendés que esa escueta afirmación monosilábica alcance para que entienda de qué estás hablando.