La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 5 de junio de 2008

Crónica nº 40: Veinticuatro minutos de silencio (mayo 2008)

"Un cortado", contesto y, apenas el mozo se aleja, vuelvo a abstraerme del bullicio del bar en el que me he refugiado huyendo de la lluvia. Me concentro de nuevo en el paisaje de la calle, en el vaivén nervioso de los transeúntes que, enmarcados fugazmente por los enormes ventanales, realizan apresuradas maniobras para evitar los efectos del súbito temporal que ha agrisado la mañana.

El estrépito de una taza al romperse contra el suelo en el otro extremo del salón me lleva a desviar la mirada por unos segundos hacia el interior del bar. Al hacerlo, mis ojos chocan en forma imprevista contra una pareja que está sentada en una mesa cercana a la mía. Me asombra verla, o más bien comprobar con tardía lucidez que ya estaba allí cuando llegué. Mis ojos miopes me tienen acostumbrado a jugarretas sensoriales de este tipo; sin embargo, intuyo de inmediato que aquí hay algo más, algo que excede mis dificultades visuales. Porque si bien es cierto que no había visto a la pareja, no menos cierto es que tampoco la había escuchado. Sí, esa es la cuestión: no los he escuchado hablar. Por reflejo, miro mi reloj. Calculo que debe hacer unos cinco minutos que estoy aquí. Cinco minutos durante los cuales ese hombre y esa mujer no han emitido un sólo sonido.

El mozo me trae el café. Le echo azúcar, lo revuelvo, bebo un sorbo. Miro de nuevo hacia la calle pero no logro desentenderme de mis vecinos. Me pongo entonces a observarlos con discreción. Él está recostado levemente en el respaldo de su asiento. Ella, en cambio está apenas inclinada hacia adelante, las manos sobre la mesa, a ambos lados de su taza. Los dos están mirando hacia afuera, a través del ventanal. Tienen toda la apariencia de esas parejas que salen los sábados por la mañana a pasear por el centro. Treintañeros, estimo.

Termino mi café y miro la hora: siete minutos. No hay caso; la pareja no pronuncia siquiera monosílabos. Me viene a la memoria una película argentina con Pepe Soriano que vi en mi adolescencia, más concretamente una escena terrible en la que el matrimonio está cenando en medio de un silencio tan exasperante que se vuelve casi una presencia más en la mesa. Recuerdo haberme quedado azorado, preguntándome cómo una pareja podía llegar a semejante grado de descomposición. Pienso también en un cuento mío (que al final nunca terminé de escribir) en el que la protagonista decide separarse la noche que va a cenar con su marido y descubre que, si no conversan entre ellos como lo hacen las otras parejas que están en el restaurante, es sencillamente porque ya no tienen nada que decirse. Abandono las digresiones cinematográfico-literarias y regreso al ahora: doce minutos.

Trato de imaginar el porqué de ese silencio tan desolador. Podría pensarse que los abruma un problema tremendo; quizás la existencia de un familiar enfermo, o la noticia reciente de una tragedia que los golpeó muy cerca. Pero no. No es preocupación ni tristeza lo que emana de esos rostros. Tampoco dolor. Podría pensarse entonces que están peleados. Tal vez discutieron un rato antes de que yo me sentara a dos metros de ellos. O tal vez se están reencontrando después de una discusión para reconciliarse y han descubierto que no podrán hacerlo. Pero no, tampoco es enojo lo que revelan esas facciones imperturbables. Es tedio, un profundísimo, insondable tedio.

Quince minutos. Entiendo que no tienen ninguna obligación de hablar (no soy yo precisamente la persona más indicada para cuestionar la escasa locuacidad ajena). Pero se nota que están desinteresados el uno del otro, que no disfrutan de su mutua compañía. No se toman las manos, nI se sonríen. Su silencio, entonces, no queda redimido por el goce callado de ver llover juntos.

Diecisiete minutos. Recuerdo un caso similar del que también me tocó ser testigo involuntario. Era otro bar, otra ciudad, y era de noche. En la mesa contigua había una pareja que casi no hablaba. El hombre estaba entretenido mirando un teléfono celular presumiblemente nuevo y se limitaba a hacer cada tanto algún comentario sobre las virtudes del aparato. La mujer le contestaba con desgano, ostensiblemente aburrida. Recuerdo que, en un momento dado, ella levantó los ojos y se encontró con los míos. Debió haber adivinado que me parecía atractiva, porque desde ese mismo instante empezó a desplegar los gestos propios del coqueteo inconsciente: juguetear entre los dedos con el colgante que adornaba su garganta, retorcerse la punta de los cabellos como al descuido, acomodarse la melena con un movimiento suave de la cabeza. Cada tanto se volvía con disimulo hacia mí; era evidente que clamaba por una mirada masculina que la devolviera a su condición de mujer deseable. No parece, sin embargo, el caso de la pareja que tengo ahora cerca de mí. No se miran entre ellos, pero tampoco miran a nadie.

Diecinueve minutos. Conozco parejas que, de tan sociables, dan la impresión de no querer estar a solas el uno con el otro. Es como si necesitaran imperiosamente la presencia de los demás para no hastiarse, para no tener que afrontar el riesgo de un encuentro sin máscaras. Me pregunto si será ésta una de ellas, y la verdad es que me cuesta imaginarlos charlando animadamente con alguien, o riéndose a carcajadas en medio de un grupo de amigos. Hay un aura de inocultable fastidio con la vida o consigo mismos que ronda sobre sus cuerpos inmóviles.

Veintidós minutos. La lluvia ha cesado. Los paraguas se cierran y la peatonal recobra el aspecto que presentaba media hora atrás. Llamo al mozo. La pareja, no. ¿Entonces no entraron, como yo, para guarecerse del diluvio? El tomar algo en un bar, ¿formará también parte de sus salidas? Parecen estar allí sin la más mínima convicción, sin saber muy bien el motivo. Quizás sea esta su rutina de todos los sábados por la mañana pero, en ese caso, ¿por qué la reiteran? ¿Qué invisible pero inflexible mandato los obliga a cumplirla, si es evidente que no la disfrutan?

Pago. El mozo comenta risueño algo acerca del clima y se va. Miro mi reloj: han pasado veinticuatro minutos. Espío por última vez a mis vecinos. Por un momento, especulo con la caprichosa posibilidad de esgrimir una excusa endeble sólo para hablarles y poder oir sus voces. El pudor me obliga a desechar la idea de inmediato. Me pongo de pie, paso junto a ellos. Salgo.

Frente a la puerta del bar, un hombre cruza la calle de manera imprudente y el conductor que casi lo atropella le dedica una reprimenda soez. El peatón retruca el insulto y sigue su camino como si nada.

Comienzo a remontar la peatonal, sintiendo que me sumerjo lentamente en un mar surcado por otras, muchas, infinitas, irreparables variantes de la incomunicación.

Crónica nº 39: Juan y Mayra miran fotos viejas (abril 2008)

Desde que a principios del 2002 se fueron a vivir a España, Juan y Mayra no habían vuelto a la Argentina. Tenerlos de visita en mi casa, entonces, no sólo constituye un verdadero acontecimiento, sino que me enfrenta a uno de esos consabidos conflictos cronológico-emocionales en los que me cuesta aceptar que las personas que tengo ante mí son las mismas que dejé de ver hace tanto tiempo. Claro que aquí esa disociación se profundiza en virtud de las edades que cargan los personajes involucrados: Juan tiene 15 años; Mayra 8. Y a ello hay que añadirle, todavía, la extrañeza colateral que causa escucharlos decir "vale" y hablar con acento español.

Juan es ahora un adolescente pelilargo al que le gusta mirar noticieros y estar informado. Dice que quiere ser periodista o reportero gráfico. Escucha rock pesado y sigue siendo hincha de Colón, pero ha sumado a sus afectos futboleros la afición por el Real Madrid. A Mayra le encantan las pastas y los animales. Se muestra reservada con los adultos, pero es fácil intuir que, detrás de esa timidez inicial, se esconde una gran charlatana. Según sus palabras, le gustaría "ser guardia en el zoo".

Juan tiene recuerdos de la Argentina; Mayra no. Cabe inferir, por lo tanto, que este fugaz regreso al país no guarda idéntico significado para ambos. La gira vertiginosa que han emprendido con su madre por casas de familiares y amigos representa para Juan la posibilidad de revivir la primera mitad de su infancia. Para Mayra, en cambio, equivale a conocer aquello de lo que tanto le han hablado, transformar ese territorio fantasmal en un sitio poblado por seres de carne y hueso, por lugares con olores y colores concretos. Para Juan, el viaje es un reencuentro; para Mayra, todo un descubrimiento.

Ahora estamos sentados en torno a la mesa, mirando fotos viejas. Ahí está Mayra con dos añitos, cómicamente instalada en un fuentón lleno de agua. Ahí está Juan, gateando. Ahí está mi hijo, chiquito, llevando a Juan de la mano, ayudándolo a dar sus primeros pasos. Ahí está Mayra, invisible, abultando el vientre de su mamá. Ahí estamos todos, adultos y niños, brindando sonrientes durante un asado en Rincón...

Juan y Mayra revisan las fotos con genuina curiosidad. Es natural: se trata de fragmentos de su propia historia, retazos dispersos de un pasado que el océano partió en dos. Examino sus reacciones ante tal o cual imagen y, melancólicamente, siento que esas fotos los ayudan a reconstruir el rompecabezas siempre complejo de la identidad exiliada. Lo sé, es imposible saber en realidad cómo habrán de procesar ellos la experiencia del viaje, es imposible adivinar qué cosas se acomodarán en sus cabecitas y cuáles habrán de desajustarse. La mía es, por ende, una especulación estrictamente adulta. O tal vez sea sólo una expresión de deseos.

"Mira, ese es mi padre", exclama Mayra de pronto, maravillada ante la visión de un joven veinteañero y melenudo que sonríe a cámara. "Pues yo soy más guapo", se burla Juan. Se ríen. Se ríen los dos. Nos reímos todos.

Sí, pienso, algo bueno está sucediendo aquí.

Algo bueno y necesario.
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Crónivca nº 38: Nada nos deja más en soledad (marzo 2008)

"¿Viste que se murió Guinzburg?", me dijeron. "¿Quién?", pregunté por reflejo, como si no hubiese entendido bien, como si en verdad no supiera de quién me estaban hablando. "Guinzburg, Jorge Guinzburg", me confirmaron, derribando así mi incredulidad inicial. "¿Y cómo?", me descubrí balbuceando estúpidamente. Escuché entonces un comentario algo impreciso acerca de una probable afección pulmonar. No era la respuesta adecuada, claro. Mi inquietud no iba dirigida a una cuestión de causas; era una petición de lógica, una búsqueda de sentido. Lo que yo había querido preguntar, en realidad, era cómo podía ser que esa persona se hubiera muerto.

Toda muerte inesperada de un famoso causa conmoción, pero cuando quien muere es alguien que nos hacía reír, lo imprevisto de la noticia parece golpear mucho más hondo. La muerte temprana de un humorista presenta un matiz obsceno del que otras muertes carecen. Y es que, por naturaleza, la risa excluye a la muerte. La combate, la empuja, la aleja. No puede cancelarla, es cierto, pero logra el formidable prodigio de mantenerla oculta por un rato. La hace desaparecer de nuestro horizonte y nos obsequia, por lo tanto, una breve ilusión de eternidad. Tal vez sea por eso que, inconscientemente, uno tiende a incurrir en la errónea impresión de que quien nos hace reír no se puede morir nunca. Y hasta nos sorprende que un buen día nos contradiga haciéndolo.

Decía Pitigrilli que "el humorista es un niño que silba al atravesar las habitaciones oscuras para esconderse a sí mismo su propio miedo". A esta aguda observación faltaría agregarle que nosotros vamos caminando a su lado, llevando a cuestas nuestro propio temor, y que son justamente sus gracias y ocurrencias las que nos alivian el trayecto.

"Nada nos deja más en soledad que la alegría si se va", canta Fito Páez, y tiene razón. Así como el año pasado nos quedamos sin Fontanarrosa, ahora lo perdimos a Guinzburg. Ya no disfrutaremos de su humor inteligente, de su implacable ironía, de sus réplicas demoledoras.

El problema es que la habitación sigue a oscuras y nosotros continuamos pasando a través de ella. ¿Quién habrá de silbar, entonces, para sacarnos el susto?

Crónica nº 37: Internet y el cajón falso de la cocina (febrero 2008)

La cocina del departamento donde transcurrió mi infancia tenía una mesada de mármol, debajo de la cual había una estructura de madera compuesta por tres puertas y dos cajones. Tal falta de equivalencia numérica tenía su explicación: la tercera puerta quedaba justo debajo de la bacha, por lo que la hipotética presencia de un cajón entre ambas hubiese resultado inviable. Sin embargo, sea por estética o por neurótica compulsión hacia las simetrías, el encargado de diseñar la cocina había colocado en el lugar un cajón falso. Es decir, una apariencia de cajón allí donde en realidad no lo había. Uno observaba, sí, un rectángulo que tenía las mismas dimensiones de los otros dos que estaban a su izquierda, pintado con el mismo color verde loro y hasta con idéntica protuberancia esférica y rugosa en el centro, pero era sólo una fachada ilusoria.

Vaya a saber por qué peregrina razón, en algún momento de mi niñez pergeñé la fantasiosa teoría de que a aquel cajón sellado iban a parar todos los objetos que se nos perdían (sí, yo era un niño raro; solía tener pensamientos de esta naturaleza). Básicamente, especulaba con la idea de que allí estuviese guardada una pelota de plástico a rayas que el viento había alejado de mí años atrás llevándola irremediablemente hacia las aguas de la Laguna Setúbal.

Obviamente -¿hace falta aclararlo?- es imposible abrir un cajón que no existe, de modo que mis propósitos reivindicatorios jamás pudieron ser cumplidos.

***

Cuando yo tenía 10 u 11 años, se puso de moda una canción en inglés que se llamaba "Lady in blue" ("La dama de azul"). A mí me gustaba. No era mi favorita, pero me resultaba placentero escucharla. Me recuerdo claramente frente a la vidriera de una disquería de la peatonal, contemplando el afiche desde el cual un hombre rubio y sonriente promocionaba el disco. Recuerdo también que, vaya uno a saber por qué peregrina razón, en ese momento me pregunté si cuando yo creciera me seguiría gustando esa canción, si ese hombre rubio seguiría siendo famoso, y hasta me imaginé consultándole a mi hijo qué le parecía la música que yo escuchaba a su edad (sí, yo era un niño raro; solia tener pensamientos de esta naturaleza).

El incansable andar del tiempo hizo que me olvidara de la melodía y, cosa extraña en mí, hasta del nombre de aquel cantante que -¿hace falta aclararlo?- no quedó instalado en la memoria colectiva de los argentinos.

***
Nunca en los siete años que llevo como navegante del ciberespacio me llamó la atención el difundido hábito de bajar música de Internet. No sé, supongo que quedó martillando en mi cabeza el comentario de alguien que me advirtió sobre la extrema lentitud que puede implicar el proceso para quien -como en mi caso- carece de banda ancha (dato suficiente este de la lentitud para ahuyentar a un sujeto ansioso como yo). O tal vez, me ganó el prejuicio de suponer que la música a la que se podía tener acceso era la misma que uno puede escuchar en las radios, es decir, la que se pone de moda, la que responde a las leyes del mercado.
Hace unos meses, sin embargo, mi hijo me hizo una elocuente demostración práctica de todas las maravillas de jazz, blues y bossa que había conseguido almacenar en su computadora gracias a Internet, y mi visión del asunto cambió por completo. Es más, la revelación me impactó de tal modo que, al día siguiente, ya había descargado en mi propia PC el programa necesario, dispuesto a ponerme manos a la obra cuanto antes.
***
Soy un tipo que mira mucho hacia el pasado. Quizás por ser un individuo extremadamente memorioso, siento que cargo con él como si fuera una parte viva más de mi presente. Hasta diría incluso que soy posesivo con mi pasado. No colecciono objetos en forma indiscriminada (de hecho, destilo bastante indiferencia hacia la mayoría de ellos) pero tengo, sí, una marcada inclinación a conservar determinados testimonios que considero representativos de diferentes etapas de mi vida. Supongo que su tenencia me brinda una especie de seguridad simbólica, la impresión de que soy capaz de impedir que los días que voy viviendo se me escurran así nomás. Impresión, claro está -¿hace falta aclararlo?- que se hace añicos apenas uno se pone los anteojos cínicos de la racionalidad para ver las cosas de este mundo.
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No soy ingenuo; me conozco demasiado. Sabía que no iba a ser fácil encauzar mis afanes de melómano virtual en un esquema preestablecido. Hubo, sí, un plan inicial de rastrillaje cibernético que cumplí con admirable prolijidad, y que me permitió completar sucesivamente un compilado de temas de la Bersuit, otro de Divididos y un tercero de Los Piojos. Sin embargo, tanto rigor no tardó en resquebrajarse y, previsiblemente, mis búsquedas terminaron adquiriendo muy pronto un errático matiz de arqueología musical.
Al principio tímida, casi pudorosamente; luego con insaciable voracidad, me lancé a rastrear canciones ligadas a los años '70, intentando bosquejar con ellas un impreciso mapa emocional de mi infancia. Mi exploración tuvo resultados altamente satisfactorios: reencontré la música de series entrañables -"Baretta", "Dos tipos audaces", "El hombre nuclear"-, volví a escuchar a Donna Summer cantando el tema de la película "Abismo", me conmoví otra vez con el italiano de "Albatros" que clama desesperado "¡Sandraaaaaaa, ti amooooo!" en el final de "Vuelo AZ 504", y compartí el lamento de Los Brincos porque "Eva María se fue / buscando el sol en la playa".
Una noche, vaya a saber por qué peregrina razón, me acordé de "Lady in blue". Me vino a la memoria el remoto episodio de la vidriera y sentí que estaba ante un desafío mayúsculo. ¿Sería posible hallarla? ¿Habría alguien en algún ignorado punto del planeta que tuviera justamente esa canción guardada en su computadora? Sin querer ilusionarme demasiado, escribí las palabras mágicas en el buscador y, para mi gran asombro, en cuestión de segundos no sólo apareció en la pantalla el título de la canción requerida, sino también el nombre olvidado de su intérprete: Joe Dolan. Me pareció estar rozando los límites de lo verosímil. Por supuesto, inicié la descarga de inmediato y, al cabo de unos minutos de exasperante espera, volví a escuchar, después de más de treinta años, aquella melodía pegadiza y la voz algo chillona que la entonaba.
Quedé fascinado. No con la canción en sí (que, como suele suceder en estos casos, ahora no me parece tan bonita), sino por el prodigio de haber podido rescatarla de la nada. Y aunque sé que todo retorno al pasado es fatalmente imperfecto e incompleto, aunque sé que los paraísos perdidos no se recuperan jamás, aunque bien sé que mi pelota de plastico a rayas se extravió para siempre en las aguas de la laguna, en ese momento sentí que, en cierta forma, yo acababa de abrir al fin aquel cajón falso de la cocina.
Y sí, soy un adulto raro; suelo tener pensamientos de esta naturaleza.

Crónica nº 36: La memoria en los dedos (febrero 2008)

"El cuerpo tiene más memoria que el cerebro".
(Philip Roth)

La única decisión que mi abuela paterna tomó respecto del destino final de sus pertenencias fue la de legarme el piano. Un piano vertical alemán sexagenario. El mismo con el que le había dado clases a cientos de niños santafesinos que pasaron por el Conservatorio Di Bernardo.en las décadas del '20 y del '30. El mismo en el que mi tía había estudiado metódicamente hasta obtener su título de profesora. El mismo en el que mi papá se las ingeniaba para sacar canciones usando solamente su dedo índice.
Para cuando mi abuela manifestó su voluntad respecto del piano, yo tenía veinte años y hacía rato que había dejado atrás mis precoces logros musicales. Tocaba de oído, con mucho entusiasmo pero escasa técnica. Sin embargo, aún con mis limitaciones a cuestas, a ella le gustaba que yo hiciera sonar el piano cuando iba a visitarla. No sé, supongo que, acostumbrada como estaba a vivir rodeada de música, le habrá parecido un pecado imperdonable que un instrumento permaneciera mudo.
Cuando mi abuela murió, el piano recaló en mi casa, tal cual ella lo había dispuesto. Desde entonces, sentarme a tocar en él se transformó en una costumbre casi cotidiana a la que dedicaba gustoso aunque más no fuera unos minutos. No hablo de estudiar, ni de practicar, ni de esforzarme por progresar. Hablo de tocar; simplemente tocar. Me resultaba casi terapéutico hacerlo. En esos momentos, mi mente lograba desembarazarse de las preocupaciones diarias y de las existenciales. La música interrumpía ese vicio mío de pensar demasiado y me concedía un espacio de paz interior que, fuera de esa circunstancia, se volvía inalcanzable.
Continué con tan saludable hábito por unos años, hasta que mis sucesivas mudanzas me fueron llevando a viviendas cuyas características edilicias tornaban poco recomendable incluir un piano en el mobiliario.
El 1º de enero pasado, después de los brindis de Año Nuevo en casa de mis padres, me dejé llevar por el impulso de levantar la tapa del "Rachals" y garabatear algunos sonidos en su entrañable mixtura de madera y marfil. No estaba tan desafinado como esperaba, pero algunas de sus teclas evidenciaban signos de una considerable disfonía. Me senté en el viejo taburete giratorio y me puse a tocar. Llevaba realmente mucho tiempo sin hacerlo, y cierta enojosa insistencia de mis dedos en desobedecer mis órdenes mentales se encargó de recordármelo con suma franqueza. Seguramente, el continuado de boleros y música de películas antiguas al que recurrí para darle el gusto al auditorio presente se escuchó esta vez un tanto deslucido, pero nadie de entre los oyentes me lo reprochó.
De pronto, en medio del concierto, mientras decidía qué tocar a continuación, mis manos se desentendieron de mi voluntad y se deslizaron por su cuenta hacia el dibujo de una melodía dulzona que al principio no logré identificar con precisión. Tardé varios segundos en reconocerla: era el valsecito que había compuesto para mi abuela y que solia tocar en aquellas visitas que le hacía. Me pareció asombroso, ya que, como mínimo, yo no había siquiera tarareado esa melodía en los últimos diez años. Y sin embargo, ahí andaban mis dedos, jugando caprichosos con aquella sucesión de notas que había permanecido sumergida en mi subconsciente durante tanto tiempo, demostrándome que eran capaces de recordarla sin mi ayuda.
Fue como abrir la compuerta de un dique. En cuestión de segundos, me vinieron a la cabeza numerosas escenas familiares en las que, invariablemente, el piano ocupaba el centro de la anécdota evocada. Pensé en mi otra abuela, la materna, que también tocaba, y eso me llevó a volcar mi repertorio hacia ciertos tangos y valses con los que ella acostumbraba satisfacer mis requerimientos infantiles: "Adiós muchachos", "Lágrtmas y sonrisas", "Santiago del Estero"...
Me puse contento. Acaso antojadizamente, sentí que estaba homenajeando a mis abuelos. Y no quisiera incurrir en sentimentalismos baratos, pero mientras tocaba imaginé que ellos andaban por ahí cerca, escuchando con alegría, aprobando reconfortados que su nieto los recordara de esa forma.
Algo cansado, interrumpí mi recital por unos minutos y pedí que me acercaran algo fresco para reponerme del calor. Mientras bebía, caí en la cuenta de algo en lo que nunca había reparado hasta ese momento, y es que mis dedos guardan una herencia familiar intangible pero invaluable, atesoran una historia poblada por remotos paisajes sonoros de los cuales provengo, y que han contribuído a hacer de mí lo que soy.
Tuve la certeza de que iba a escribir algo al respecto. Vislumbré un pantallazo general de lo que iba a ser el texto, y hasta supe cómo iba a titularlo. Hubiera podido permanecer suspendido en esa fantasía creadora durante un buen rato pero, apenas advertí que -una vez más- estaba pensando demasiado, detuve mi maquinaria mental de inmediato.
Mis abuelos me estaban pidiendo un bis, y no era justo hacerlos esperar. Así que me acomodé de nuevo frente al teclado y me puse a tocar "Gricel".

Crónica nº 35: ¿Y vos quién sos? (noviembre 2007)

"¿Y vos quién sos?". El azoramiento de algunos se despliega en la noche con absoluta franqueza. Otros, en cambio, tal vez para no herir la susceptibilidad de quien acaba de saludarlos tan efuslvamente, disimulan su perplejidad y postergan su exteriorización por un rato, hasta que pueden preguntarle en confianza a algún conocido: "Che, ¿y aquél quién es?". En uno u otro caso, cuando surge al fin la respuesta clarificadora, el apellido o el apodo que diluyen la incertidumbre, es el momento de la palmada en la propia frente, de las exclamaciones jubilosas, de las risotadas de recobrada complicidad. Pero es tanto el bullicio y tanto el movimiento, son tantos los exalumnos de distintas promociones que, al igual que nosotros, circulan y se encuentran, y se reconocen (o no) a medida que van llegando a la cena, que cuando uno se está acomodando a la respuesta recibida, enseguida florecen nuevos saludos, nuevos abrazos y, con ellos, más asombros, ya sea por desconocimiento transitorio del otro, o precisamente por la razón opuesta.

Reencontrarse con los compañeros de la secundaria después de veinticinco años constituye una experiencia que tiende a resultar conmocionante. Aún después de aclaradas las respectivas identidades, es difícil sustraerse a cierta impresión de irrealidad. La visión parece empeñarse en seguir desenfocada; cuesta tomar la imagen de esos tipos calvos, gordos, canosos o de lentes que uno tiene enfrente y ajustarla al recuerdo que uno guarda desde su adolescencia asociado a esos mismos apodos y apellidos.

"¿Y vos quién sos?". No es descabellada la pregunta, habiendo pasado tanto tiempo sin saber nada del otro. Pero es incontestable. A lo sumo, uno puede ensayar una apretada síntesis de datos que cree significativos, pero es imposible pasar de allí. Alguien habla de la hija que está por cumplir 15 años, alguien menciona que estuvo viviendo en el extranjero, alguien cuenta que su hijo también viene a este colegio, alguien nombra como al pasar su lugar de trabajo, y hay que conformarse con mirar desde la orilla esas existencias que ignoramos, imaginarlas a partir de esos pocos indicios, sabiendo de sobra que son insuficientes. Y es claro que esa estrechez obligada de nuestras biografías, ese laconismo de diccionario que estamos forzados a practicar nos aleja de lo que en verdad han sido y son nuestras vidas, pero ¿cómo resumir veinticinco años de otro modo? No hay alternativa; menos aún siendo tantas las voces que habría que escuchar, y el tiempo casi nulo con que contamos esta noche para concretar tamaña empresa.

La charla navega por canales serenos y amables: anécdotas risueñas de nuestro lejano pasado común, historias de profesores y preceptores, intercambio de información sobre el paradero de los compañeros que no vinieron. Nadie delatará aquí sus íntimos naufragios, ni trazará en público el mapa minucioso de sus felicidades cotidianas. No es ese, al fin y al cabo, el propósito de la reunión. La realidad, entonces, sólo se cuela en las conversaciones casi por descuido, entra en el festejo sólo a cuentagotas. De alguna manera, la cena funciona como una burbuja a prueba de desencantos. Por una noche, el transcurrir de la vida queda cancelado. Por una noche, estamos suspendidos en una especie de limbo temporal donde ya no somos exactamente los que éramos (y lo sabemos) pero tampoco quedan expuestos en detalle los contornos de nuestra versión actual. Por una noche, hacemos a un lado nuestras posibles diferencias y recostamos nuestra identidad sobre aquello que nos une -la pertenencia al colegio, el sabernos parte de la promoción '82- felices de haber sacado del placard un perfume existencial que hacía mucho no nos poníamos.

"¿Y vos quién sos?". Quizás nos hayamos perdido para siempre y ya no podamos reconocernos. No lograremos saberlo con certeza; al menos, no esta noche. Nos iremos de aquí siendo casi extraños. Pero lo haremos pensando tranquilizadoramente que todavía nos conocemos.

He allí la limitación fundamental de estos reencuentros.

He allí, tal vez, su atractivo principal.

Crónica nº 34: Muebles viejos (noviembre 2007)

Debo confesar que conozco poco y nada acerca de muebles antiguos. Ya de por sí, me resulta engorroso diferenciar con precisión un aparador, un baiut y un bargueño, de modo que mal podría entonces discernir estilos, apreciar la calidad intrínseca de tal o cual madera, o evaluar apropiadamente el estado de conservación de algún armario.

Lo antedicho puede tal vez llevar a pensar que estoy inhabilitado para disfrutar de una visita a un local comercial dedicado específicamente a la compraventa de muebles usados. Nada más erróneo. No es, por supuesto, mi pasatiempo favorito, pero tampoco implica un aburrimiento intolerable. Es sólo que, ante tamaña falta de ciencia mobiliaria, esos paseos despiertan en mí un interés bastante alejado de las razones puntuales que suelen llevar a la gente a esos lugares.

En este momento, por ejemplo, me encuentro recorriendo con Gabriela uno de esos negocios, un extenso salón al que hemos acudido sin mayores esperanzas en busca de alguna ganga irresistible. Y dado que no puedo, como ella, matizar nuestro andar con comentarios admirativos hacia la taracea de aquel ropero o el señorial gobelino de este juego de sillas, me dejo llevar por esa doble percepción sensorial vista-olfato que me conduce irremediable, melancólicamente hacia tiempos idos, hacia casas familiares que dejé de transitar hace mucho, mucho tiempo.

En uno de los tantos recovecos del laberíntico depósito, Gabriela descubre dos veladores con caireles, ubicados sobre sendas mesitas de luz. Me los señala, remarcando la delicadeza de su diseño. Los miro de cerca y compruebo que son iguales a los que mi mamá compró para su dormitorio cuando yo tenía siete años. Se lo comento y, casi sin pensarlo, agrego: "Mirá si fuesen los mismos".

Previsiblemente, en menos de un segundo mi irreflexiva afirmación se torna especulación literaria: ¿y si realmente fuesen los mismos veladores?

Me conozco lo suficiente como para saber que ya no podré sustraerme al juego. Las cosas que voy viendo adquieren entonces una dimensión casi fantasmagórica, como si presintiera que en cualquier momento, en algún punto incierto de nuestro trayecto, va a surgir ante mí un mueble ligado, en mayor o menor medida, a mi historia personal. ¿No será, acaso, aquel toilette, el mismo en el que mi abuela paterna colocaba sus potes de "Angel Face"? ¿No será aquella cómoda de herrajes dorados la misma bajo la cual pretendí, torpemente, ocultar el cuerpo del delito la vez que recorté mi flequillo para evitar que me llevaran a la peluquería? ¿Y no será aquélla la mesa cuadrada sobre la cual descubrí un tesoro compuesto por revistas de los años '60 que mi abuelo materno acumulaba en el garage sin justificativo aparente?

Sé que se trata de una hipótesis poco razonable, pero no es imposible. Y es justamente ese margen de probabilidades favorables lo que la vuelve inquietante. Toco algunos de esos muebles, paso mis dedos sobre su piel de madera buscando hallar tal vez una mínima vibración que confirme mis sospechas. ¿Y si los muebles tuvieran un alma? ¿Y si, al igual que los cachorros perdidos, tuvieran un instinto que les permite reconocer a sus antiguos dueños a pesar del tiempo transcurrido? ¿Y si en este preciso instante alguno de los cientos de muebles amontonados en este salón estuviese enviándome un mensaje imperioso, con la desesperación de quien quiere gritar y no tiene voz?

Llegamos al final del recorrido. La ganga irresistible, por supuesto, no ha aparecido. Saludamos a la dueña del depósito y volvemos a la calle sin que ningún acontecimiento extraordinario haya alterado el normal transcurrir de la mañana.

Sé que es absurdo, pero no puedo evitar que mi ánimo se vea enturbiado por cierto incómodo desasosiego, la culpa irreparable de quien no ha sido capaz de descifrar una señal de auxilio que sólo a él le estaba destinada.

Crónica nº 33: El almanaque me hace bromas (agosto 2007)

Habrá que comenzar esta crónica ilustrando a los lectores desprevenidos y contar que, durante buena parte de la década del '90, existió en la ciudad de Santa Fe un grupo musical llamado Paralelo 31. Será sin dudas apropiado informar también que la banda en cuestión llevaba adelante una propuesta difícil de encasillar, apostando a un repertorio compuesto esencialmente por temas propios, en el que convivían ritmos diversos sin prejuicios ni pudores. Convendrá aclarar asimismo que, a excepción de una histórica jornada en la que fue grupo telonero de León Gieco, Paralelo 31 nunca obtuvo los beneficios del éxito masivo.

Habrá que consignar, finalmente, que el tecladista de Paralelo 31 era yo.

A pesar de haber tenido algunas actuaciones pagas, nunca llegamos a ser profesionales. Éramos, básicamente, un grupo de amigos que se juntaba para sacarse el gusto de hacer un poco de música. Priorizábamos la calidez humana por sobre las virtudes técnicas o artísticas. Sonar maravillosamente bien no habría representado nada para nosotros, si el precio de tal logro hubiese sido llevarnos mal. Ensayábamos mucho más de lo que tocábamos en publico (de hecho, sólo dimos 22 recitales en 8 años), pero esta realidad adversa no lograba quitarnos el entusiasmo. Los ensayos eran instancias felices en las que dejábamos afuera las complicaciones cotidianas y nos dedicábamos a armar, desarmar y rearmar los temas del repertorio. Claro que también nos delirábamos, a veces, haciendo versiones caseras de canciones tan alejadas de nuestro estilo habitual como "Sultanes del ritmo" o alguna de los Beatles. Y, por supuesto, practicábamos ese inigualable juego colectivo de ponernos a improvisar, construyendo sobre el aire efímeros diálogos musicales que, por lo general, se desvanecían para siempre apenas sonaba la última nota, pues rara vez nos tomábamos el trabajo de dejarlos registrados.

Eran épocas de frecuentes reuniones festivas, aquellas. Épocas de asados cuyas sobremesas se prolongaban durante horas y solían concluir en interpretaciones levemente alcoholizadas de "Seminare", "Buscando guayaba" o "Menta y limón", mientras nuestros hijos, después de haber correteado entre cables e instrumentos hasta quedar agotados, terminaban dormidos sobre un sofá o sobre los sufridos regazos de sus madres.

Es imposible no evocar aquellos tiempos en esta fría noche de agosto. Sucede que, después de ocho años y medio sin hacerlo, Paralelo 31 ha vuelto a juntarse para actuar en público. No hay, por supuesto, millonarios auspiciantes sosteniendo el retorno, ni tampoco contratos fabulosos con algún sello discográfico para grabar en vivo un testimonio del regreso. Nos ha reunido la excusa de participar en la Peña con la que decidí festejar el quinto aniversario de "El Regalador". Los gustos, suele decirse, hay que dárselos en vida.
Ahí andan, entonces, el Guille, Mario, Silvio, Fernando, Javier, recobrando -cada uno a su manera- un fragmento significativo de aquel pasado común. Algunos con más kilos encima, otros con más canas, pero todos exhibiendo idéntica alegría ante la demorada reincidencia.

Hay algo hermoso y profundo flotando en el ambiente. No sé bien cómo definirlo. Es una conjunción ambigua de felicidad y extrañeza. En una primera instancia, atino a especular con una posible sobredosis de nostalgia, pero lo descarto de inmediato. La nostalgia es mentirosa, siempre viene a uno vestida con apariencia seductora, pero basta que se le corra un poco el maquillaje para que su mueca de tristeza irrevocable quede al descubierto. Y aquí, en cambio. estamos en medio de una verdadera celebración que excluye toda angustia. Tal vez porque no es el pasado lo que estamos celebrando, sino el presente.

Ahí andan, también, nuestros hijos, irremediablemente crecidos, exhibiendo sus propios talentos musicales. En este momento, por ejemplo, Aldo, Juan Andrés y Solano, en improvisado trío de saxo, piano y batería, se han dedicado a satisfacer el eufórico pedido de Silvio: "¡funky a rabiar!". Y si hace unas horas fue conmovedor escuchar cantar por primera vez a Juan Diego, y si resultó simpático tenerlo a Jerónimo con sus ocho años pegándole a la batería en uno de nuestros temas, verlos a ellos tres haciendo música juntos, impresiona. No son amigos entre sí, se ven sólo muy de vez en cuando y, sin embargo, ahí están, disfrutando del mismo rito compartido del que solíamos gozar sus padres. Y aunque es inevitable sentir que algo bueno debemos haber hecho para estar recibiendo tamaño regalo, la satisfacción paterna tampoco alcanza para explicar lo que está sucediendo.

Debe ser por el cansancio, pienso. O tal vez por el vino que estoy tomando casi sin haber comido. Lo cierto es que son las cuatro de la mañana, la peña está terminando y no encuentro las palabras que precisen el fenómeno con justeza. Intuyo que excede lo puramente emocional, pero no puedo apresar su esencia. De algún modo, confusamente, sé que tiene que ver con el tiempo. O, mejor dicho, con ciertas percepciones paradojales del tiempo, con esta sensación vertiginosa de que hay dos realidades cronológicas distintas coexistiendo en un mismo punto. Es como si todos los que estamos aquí reunidos esta noche hubiésemos sido imperceptiblemente atraídos hacia un atajo prodigioso que conecta y superpone el pasado con el presente hasta disolverlos en una sola escena. "¡Aguante Paralelo 31 Junior!", grita alguien, y yo siento que, como decía aquella vieja canción del grupo Posdata, el almanaque me hace bromas.

Afuera se ha puesto a llover. Pero el afuera queda tan lejos esta madrugada, que a nadie le importa saber que a la salida nos vamos a mojar. Estamos contentos. Todos. Y se nota. Decididamente, hay algo hermoso y profundo flotando en el ambiente. Es cierto, no sé bien cómo explicarlo, pero poco interesan ahora mis tropiezos conceptuales. Lo que cuenta es esta alegría serena y unánime que nos abraza. Lo que cuenta es esta necesidad de eternizarla de algún modo, aunque sólo sea con palabras.

miércoles, 4 de junio de 2008

Crónica nº 32: Recordando a Michel Serrault (agosto 2007)

En esta semana de duelo para los cinéfilos, en la que fallecieron dos directores de culto como Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, se produjo también otra muerte ligada al ambiente cinematográfico que, quizás por su cercanía temporal con las otras dos, no tuvo idéntica repercusión mediática: la de Michel Serrault.

No soy crítico de cine, de modo que no me propongo mensurar aquí las cualidades tecnicas de este prestigioso actor francés, ni tampoco evaluar los méritos artísticos de las películas en las que intervino. Escribo estas líneas sólo como espectador, dejándome llevar por el impulso de evocar la profunda impresión que dejó en mí la primera y definitiva vez que lo vi actuar.

Debo remontarme para ello a 1984, a una noche calurosa de noviembre en la que fui al cine con el propósito primordial de reencontrar en la pantalla a la bellísima Isabelle Adjani, actriz cuya potencia expresiva y sugerente hermosura constituían para mí, en aquel entonces, un descubrimiento reciente que me había cautivado por completo. Era sábado, y en el Chaplin daban "Una mujer inquietante", título levemente ramplón con que se conoció en la Argentina a "Mortelle randonnée", oscuro, negrísimo drama policial dirigido por Claude Miller. Es curioso; si tuviera que improvisar una lista con mis películas favoritas, probablemente ésta no aparecería en los primeros lugares. Pero así como hay libros que permanecen en nuestro recuerdo a causa de una sola de sus páginas, también hay películas en las que un puñado de escenas, un clima, un diálogo o un personaje son suficiente razón para concederles un lugar especial en nuestra memoria. En mi caso, "Una mujer inquietante" es una de ellas.

Michel Serrault encarna allí a Beauvoir, un detective apodado "El Ojo" que, a pesar de los años transcurridos, anda por la vida sin haber podido reponerse de la desaparición de su pequeña hija. Isabelle Adjani compone a Catherine, una asesina del tipo "viuda negra" cuyos crímenes parecen más ligados al intento de llenar su vacío afectivo que al placer de alzarse con fortunas ajenas. Beauvoir se lanza tras los pasos de Catherine y la película muestra las alternativas de esa persecución. Sin embargo, no es el suspenso propio de los thrillers lo que resulta fascinante, sino la tensión que se establece entre ambos personajes. Porque el detective empieza a desarrollar la ¿infundada? sospecha de que esa joven tan peligrosa como escurridiza es su hija perdida. La sospecha deviene esperanza y luego, obsesión. Beauvoir queda así enfrentado al dilema moral y emocional de optar entre cumplir con su deber de capturar a la asesina y su deseo acaso irracional de protegerla. La trama policial pasa a ser apenas una excusa, el marco necesario para mostrar la historia terrible de dos seres desamparados que a duras penas pueden consigo mismos. Beauvoir necesita imperiosamente a su hija; Catherine busca a ciegas el cariño del padre ausente.

Imposible permanecer indiferente ante tanta desolación, menos aún si uno carga -como yo en aquellos días- con una irresistible atracción hacia los personajes atormentados. En la pantalla se juega un ajedrez profundo y apasionante, merced a un notable duelo actoral que atrapa, conmueve y lastima. Y yo estoy ahí, en la penumbra de la butaca, contemplándolo hechizado, mientras mis 19 años se enamoran definitivamente de Isabelle Adjani y tienden puentes de infinita compasión hacia ese hombre desesperado que está a punto de desbarrancarse en la locura.

La película termina con una voz en off que pronuncia una frase demoledora (tal vez la mejor frase final de todas las películas que he visto en mi vida), una metáfora cuya terrible belleza no sólo gobernó mis pensamientos esa noche durante la solitaria caminata de regreso hacia mi casa, sino que aún hoy, más de dos décadas después, mantiene su capacidad de conmocionarme cada vez que pienso en ella.

Michel Serrault participó en 135 películas a lo largo de su extensa trayectoria. El beneplácito de la crítica lo rescatará tal vez por títulos como "Ciudadano bajo vigilancia" o "El placer de estar contigo". El gran público lo recordará seguramente por su divertida actuación en "La jaula de las locas". A mí, en cambio, la sola mención de su nombre habrá de remitirme, inevitablemente, a aquel detective atribulado que me emocionó en el cine Chaplin.

Gracias por esa noche y hasta siempre, monsieur Serrault.

Crónica nº 31: Acerca de una carta a Fontanarrosa que jamás será escrita (julio 2007)

(En agosto de 2001, Fontanarrosa vino a Santa Fe, a presentar en la Feria del Libro la antología "Cuentos de fútbol argentino". Haciendo uso de esa veta cholula y caradura que me caracteriza muy de tanto en tanto (cuando me parece que la situación lo amerita), me uní al malón que lo rodeaba, lo saludé, le extendí una hoja para que me dibujara un Mendieta autografiado, y aproveché la ocasión para endilgarle una fotocopia de un cuento mío de fútbol ("Penal"), con la esperanza de que lo leyera. Una semana después, para mi gran asombro y alegría, me llegó desde Rosario una nota suya en la que me daba su impresión sobre mi cuento. Valoré tanto ese gesto, que decidí escribirle para agradecérselo, y salió esta carta muy poco convencional que hoy quiero compartir con ustedes, en homenaje a quien seguramente debe ser el tipo que más carcajadas me regaló en la vida).

Santa Fe, agosto de 2001.-
Acerca de una carta a Fontanarrosa que jamás será escrita
(Desgrabación parcial de mi última sesión con el analista)
(...)
-Pero mire usted qué interesante. Así que ahora el problema que no lo deja dormir es una carta.

-Y bueno, doctor, qué se le va a hacer. Para mí no es nada fácil esto; tengo que escribirle a Fontanarrosa y no sé bien qué ponerle.

-Siempre es difícil hallar las palabras necesarias para dirigirse a una mujer. Por lo pronto, me parece que usted debería dejar de imponer en el trato esa distancia tan horrible. Parece un empleado del IAPOS llamando a la gente: "Fontana, Rosa", "Pérez, Roque".

-¿Una mujer? No, doctor, no es una mujer. Fontanarrosa es un apellido. Al que tengo que escribirle es al dibujante, al humorista, al escritor. Al "Negro" Fontanarrosa. ¿Lo conoce?

-Sí, sí, cómo no. Yo siempre leo la página de chistes del Clarín. Me encanta el Loco Chávez y mucho más el Mago FaFa. Pero bueno, en fin, acá estamos para que usted me cuente su problema. Lo escucho.

-Le explico. Resulta que la semana pasada, Fontanarrosa estuvo en la Feria del Libro y yo tuve la ocurrencia de darle un cuento mío para que lo leyera. Yo pensé: "en una de ésas le gusta y me escribe". Pues bien, el otro día anduve por el Correo, y encontré dos cartas en mi casilla. Agarré la que estaba arriba y casi me muero. Me bastó la primera ojeada para reconocer esa "F" de inmediato. Le juro que me quedé sin aliento.

-La "F" de Fontanarrosa, obviamente.

-No, la "F" de "Financiera". Yo sabía que en cualquier momento me iban a intimar. Hace tres meses que no pago el crédito.

-Bueno, pero la otra carta era de él, ¿no?

-Sí, sí, claro. ¿Se da cuenta? No sólo le gustó mi cuento, sino que encima tuvo la gentileza de hacérmelo saber. Es una hermosa actitud. Por eso, me pareció que tenía que hacer algo para retribuir aunque sea mínimamente su gesto. Así que le escribí una carta extensísima, muy sentida, pletórica de gratitud.

-Me parece muy justo y muy sano.

-El problema es que cuando la terminé, me puse a releerla y me pareció que limitarse a decir "gracias" ante un gesto como el que tuvo es incurrir en una cortedad imperdonable. Esa palabra no abarca todo lo que quiero expresarle.

-¿Y qué hizo con la carta?

-La rompí.

-¿Cómo que la rompió?

-Y sí, la rompí. Pero le escribí otra.

-Ah, bueno. ¿Y sobre qué le escribió esta vez?

-Le dije que yo admiro profundamente a las personas con talento y a las personas con inteligencia. Le dije que cuando esas dos cualidades se dan juntas en una misma persona, la admiro todavía mucho más. Y le dije que si además van de la mano con el humor, entonces siento una admiración al cubo. Ante un Dolina, un Quino, un Les Luthiers, un Woody Allen, no puedo menos que sacarme el sombrero.

-Claro, y me imagino que a Fontanarrosa lo habrá incluido en esa lista.

-¡Por supuesto! ¡Usted no sabe la cantidad de carcajadas que me ha provocado este hombre! Nunca he podido entender cómo hace para que no se le agote la creatividad.

-Hace bien en no reprimir sus sentimientos.

-Exacto. Me gasté en elogios. Cuatrocientos treinta y siete adjetivos connotativos, tenía la carta. Qué digo carta; eso no era una carta. Era un encomio, una loa, un panegírico.

-Dios mío, desde que descubrió en la computadora el diccionario de sinónimos está insufrible. ¿Y qué hizo al final con su carta?

-La rompí.

-¿Cómo que la rompió?

-Y sí, la rompí.

-¿Por qué no la mandó?

-¿Está loco? ¡A ver si todavía Fontanarrosa piensa que soy un cholulo obsecuente! Debe estar podrido de los pesados que le dicen "genio", "ídolo", "maestro".

-¿Le parece? Mire que a los artistas les encanta que los halaguen.

-Sí, pero hay que hacerlo con cierto sentido de la ubicación. Y sobre todo con originalidad. Si uno va a robarle parte de su valioso tiempo a un artista, que por lo menos implique un esfuerzo creativo.

-Ajá. ¿Entonces?

-Y...se me ocurrió homenajearlo de un modo más sutil y simpático.

-¿Cuál?

-Mandándole mi agradecimiento con un dibujito humorístico.

-Así que un dibujito humorístico a Fontanarrosa. Pero mire usted qué apropiado. ¿Por qué no le manda una canción a Serrat, ya que estamos?

-No se burle, doctor.

-Es que ya se lo he explicado una docena de veces. Eso se llama "neurosis de fracaso". El sujeto vive buscando metas inalcanzables sólo para sentirse frustrado. ¿Se acuerda de cuando quiso seducir a Martina Navratilova?

-No sea injusto. Yo soy muy consciente de mis limitaciones. Sé perfectamente que el mayor aporte al arte que puedo hacer con un lápiz en la mano es prestárselo a un dibujante. Esto buscaba ser simplemente un acto simbólico.

-¿Y qué dibujó?

-Lo pensé bastante, pero finalmente me decidí por un Mendieta.

-Amarrete. Seguro que lo eligió porque lleva menos tinta que dibujar a la Eulogia.

-No me cargue, doctor. Usted no sabe lo que me costó. Me pasé seis horas trabajando. Rompí catorce hojas canson, y seis plumines. Gasté un frasco entero de tinta china y arruiné dos manteles. Cuando lo terminé, fui corriendo entusiasmado a mostrárselo a mi señora y me dijo: "¡Ay, qué lindo! ¡Te salió igualito, Rin Tin Tin!". Se imaginará mi frustración.

-Quizás su esposa sufre de "síndrome de distorsión canina", una derivación de la paranoia que produce en el sujeto notables confusiones en la percepción de estos animales. Pero no se preocupe; hay casos peores. Yo tenía un paciente que invariablemente confundía las camisetas de los equipos de fútbol.

-Pero eso no parece tan grave

-No se vaya a creer. El año pasado se fue de vacaciones a Río, quiso congraciarse con unos muchachones que jugaban un picado en la playa y, viendo los colores de los gorros que llevaban puestos, les gritó "¡Pra frente Vasco Da Gama!"

-¿Y qué pasó?

-Eran del Flamengo. Una lástima; lo cargaron en el bondinho que sube al Pan de Açucar y lo arrojaron a la Bahía de Guanabara. Pero bueno, ¿en qué estábamos?

-Estábamos en que rompí el dibujo.

-Ah, sí. ¿Y qué hizo entonces?

-Decidí intentar una nueva carta, pero esta vez fui mechando, entre frase y frase, referencias puntuales a la obra de Fontanarrosa. Como guiños de complicidad, ¿entiende?

-No, no entiendo.

-Claro, yo le escribí para agradecerle, y testimoniarle mi admiración, etc., etc., pero cada dos renglones le iba metiendo bocadillos tipo "mal pero acostumbrao", o "ahijuna con la lobuna". Le hablé de "El Cairo", le mencioné como al pasar a Boogie, a Jota Jota Serenelli. Como para que el tipo se dé cuenta de que uno ha seguido su trayectoria, ¿vio?

-No está nada mal. ¿La terminó?

-Sí, la terminé. Dieciséis carillas. Con noventa y tres citas textuales, notas al pie, índice, posfacio y bibliografía consultada. Una joyita.

-Tengo miedo de preguntar qué hizo con su joyita.

-La rompí, doctor.

-Me lo imaginaba. Seré curioso, ¿por qué la rompió esta vez?

-Porque es un recurso de lo más bajo, doctor. Demagogia barata. Cholulismo sofisticado.

-Pero si no me equivoco su intención es lograr que este hombre se sienta bien al leer su carta, ¿verdad? Entonces es válido que le hable de cosas que para él sean importantes afectivamente.

-Justamente, ése fue el leit-motiv de mi quinto intento. Le escribí una carta con un lenguaje futbolero, plagado de referencias a Rosario Central. La idea era crear un texto emotivo, conmovedor. Entonces le tiré como al pasar formaciones del pasado, le mencioné a Landucci, a Mesiano, a Bóveda, a Gramajo. ¡A Aldo Pedro Poy! ¿Se imagina? El tipo lee ese nombre y se le pianta un lagrimón. Hasta le conté que la primera revista "El Gráfico" que me compró mi viejo (año '70) lo traía a Poy en la tapa.

-Mi notable perspicacia me indica que también rompió esa carta.

-Por supuesto, doctor. Era un recurso todavía más bajo que el anterior. El tipo iba a pensar que me estaba haciendo pasar por hincha de Central para caerle simpático.

-Eso es altamente improbable. Cualquier aficionado al fútbol que lea un cuento suyo se da cuenta de que esa melancolía que campea en sus relatos sólo puede haberse desarrollado siendo hincha de Colón.

-Será como usted dice, doctor, pero lo cierto es que estoy desorientado. ¿Qué hago, entonces? ¿Qué le escribo?

-Lo siento mucho, pero se terminó su hora. Lo espero el próximo jueves.
-No me deje así, doctor, déme un consejo.

-Mire, qué quiere que le diga; ya me tiene podrido con esta cuestión. Acabemos de una vez con "la gansada". Para mí, Fontanarrosa "ha vivido equivocado". Le digo más, yo lo prefiero a Sendra. "No sé si he sido claro".

martes, 3 de junio de 2008

Crónica nº 30: ¿Para quién canto yo, entonces? (mayo 2007)

En su libro "Homo videns (la sociedad teledirigida)", Giovanni Sartori expone una teoría alarmante: el "homo sapiens", caracterizado por su capacidad de desarrollar una inteligencia abstracta mediante el complejo aprendizaje de un lenguaje simbólico (el de la palabra escrita), estaría siendo reemplazado por un "homo videns", individuo que, al ser formado desde niño bajo el imperio de la imagen, no logra desarrollar su inteligencia abstracta y, por lo tanto, llega a la adultez sin poder comprender conceptos, transformado en un ser pasivo y acrítico que mira sin ver, y ve sin entender.

Por supuesto, resulta imposible aventurar desde la mirada inevitablemente miope de la contemporaneidad si las conclusiones a las que arriba Sartori son sólo una exageración apocalíptica o si, por el contrario, estamos en presencia de una notable muestra de lucidez respecto del futuro que nos aguarda como especie. Sin embargo, aún si se estimara que su pronóstico es descabellado, parece innegable que su diagnóstico sobre el presente no lo es. Cualquier docente que se haya parado al frente de un aula en los últimos tiempos puede dar fe de algunos de los síntomas preocupantes descriptos en el libro. Y no hace falta recurrir a minuciosos cuadros estadísticos para comprobar cuántas horas diarias dedican los "video-niños" a la televisión y/o a Internet, ni para constatar su escaso apego a la saludable gimnasia de abordar textos escritos.

Es cierto, se ha teorizado hasta el cansancio acerca de las consecuencias perjudiciales que trae aparejada (a los individuos pero también a las sociedades) la ausencia del hábito de la lectura. Pero Sartori va una vuelta de tuerca más allá de lo habitual y lleva la cuestión desde lo sociológico hacia un plano antropológico. Ya no se trataría simplemente de una costumbre que ha caído en desuso, sino de un comportamiento que genera una modificación estructural en el desarrollo intelectual de las personas y, con ella, una manera nueva -y notablemente empobrecida- de percibir la realidad.

¿Exagera Sartori? Puede ser. ¿Es sólo un recurso retórico al que echa mano para llamar la atención sobre el problema, (o sobre sí mismo)? También puede ser. Pero ¿cómo no sentirnos profundamente descorazonados frente a un niño de 12 años que nos pregunta, con pragmático escepticismo, cuál es la gracia de imaginarse cosas? Y es que ahí radica justamente la gravedad del asunto: el problema no es que a la mayoría de los niños y adolescentes actuales no les guste leer; el problema es que, directamente, esa mayoría no consigue ya captar qué sentido tiene el hecho mismo de la lectura. El universo de los libros les resulta antinatural, lo observan con extrañeza pero sin curiosidad. Pueden prescindir perfectamente de él y no sienten culpa o vergüenza alguna por ello.

En un mundo regido por la primacía de lo audiovisual, dedicarse a producir textos suena a despropósito. Sartori no se detiene a explorar esta problemática de los escritores pero, dado el contexto tan adverso que describe, resulta evidente el incómodo lugar al que hemos quedado relegados. "A esta sociedad anestesiada le sobran los escritores", se quejaba cáusticamente Camilo José Cela en su prólogo a "La colmena". Quizás pueda discutirse la falta de matices de tamaña aseveración, pero es imposible desconocer la dosis de verdad que la misma contiene. Convengamos que el mundo no sufriría ningún descalabro si un buen día se decretara un paro general de poetas.

En la Argentina, para que un libro sea considerado un éxito editorial, debe vender unos cincuenta mil ejemplares, fenómeno éste que no constituye, por cierto, el resultado usual alcanzado por la mayoría de los títulos editados en nuestro país (a no ser, claro, que uno haya tenido el buen tino de convertirse en figura mediática y recién después ponerse a escribir). Téngase en cuenta que muchos de estos libros salen a la luz costeados por sus propios autores, en ediciones pequeñas que no superan los 500 ejemplares, los cuales -por añadidura- suelen no encontrar demasiados lectores dispuestos a comprarlos. Y si bien es cierto que cincuenta mil lectores, puestos todos juntos, llenarían la cancha de Boca, la importancia de esa cifra se relativiza si se piensa que, en el mundo de la televisión, cincuenta mil personas equivalen a menos de un punto de rating, y que una audiencia semejante representa un rotundo fracaso comparada con los tres o cuatro millones de entusiastas seguidores con que cuentan los programas más exitosos de la pantalla. Por otra parte, no hay que olvidar que vivimos en un país que tiene cuarenta millones de habitantes; es decir que un libro es considerado un suceso cuando lo compra algo más del 0,12 % de la población nacional, porcentaje éste -dicho sea de paso- con el cual un partido político no lograría jamás colocar un diputado en el Congreso. No se puede reducir el problema a una mera cuestión de cifras, por supuesto, pero éstas vienen bien para comprender dónde estamos parados los que escribimos.

No creo, a pesar de todo, que los escritores seamos una especie en vías de extinción. Sea por idealismo, fatalidad o insensatez, siempre habrá, estimo, quienes nazcan con esta inefable vocación de ordenar y combinar palabras para plasmar con ellas ideas y sentimientos. El problema no está dado por saber si vamos a sobrevivir, sino por dilucidar en qué condiciones vamos a seguir ejerciendo este don que nos ha tocado en suerte. Porque es altamente probable que, en una sociedad de "homo videns", lo que mejor sabemos hacer en la vida termine por no importarle a casi nadie. De ser así, los escritores nos volveremos sujetos irreversiblemente anacrónicos y más antifuncionales que nunca, seremos como expertos en glaciares viviendo en el Sahara o especialistas en filosofía presocrática intentando trabajar en Wall Street. ¿Qué sentido tendrá entonces nuestra tarea? ¿Acabaremos acaso transformados en una secta estrafalaria, con códigos inteligibles sólo para iniciados? ¿Le daremos a nuestra obstinación un matiz de heroísmo romántico que nadie, excepto nosotros mismos y nuestros pocos pares, será capaz de apreciar? ¿Nos aferraremos a la ilusión de ser adalides de una resistencia fantasmal que, en términos globales, pasará completamente inadvertida?

No sabemos, claro, si las profecías de Sartori habrán de cumplirse o no, pero es indudable que ciertas manifestaciones de ese porvenir hipotético laten ya en nuestro presente. Por las dudas, deberíamos empezar hoy mismo a preguntarnos, como en aquella canción de Sui Generis, "¿para quién canto yo, entonces?". Y tratar de contestarnos honestamente, sin apelar a los seductores artilugios de la poesía.

No sea cosa que el futuro nos tome desprevenidos.

Crónica nº 29: La perspectiva escandinava (abril 2007)

¿Cuatro suecos en la Argentina, haciendo samba y bossanova? La propuesta sonaba -como mínimo- extravagante. Sobre todo porque la gacetilla informativa, lejos de contribuir a esclarecer el asunto, potenciaba la incertidumbre. Luego de mencionar que "el grupo aborda la música brasileña en su confluencia con el jazz y la música contemporánea", terminaba agregando un enigmático "...desde una perspectiva escandinava".

Poner rótulos en el arte, se sabe, suele ser una tarea tan resbaladiza como infructuosa. Después de todo, no hay etiqueta, por acertada que sea, capaz de garantizar o invalidar el disfrute de aquello que ha sido etiquetado. No obstante ello, reconozco que la frasecita en cuestión me resultaba irresistible. ¿Qué querría decir exactamente aquello de "la perspectiva escandinava"? A mí, debo confesarlo, me sonaba a título de cuento de Fontanarrosa. Y si dejaba volar la imaginación hacia los rumbos del delirio (ejercicio que me cuesta muy poco llevar adelante, convengamos), concluía mi viaje mental especulando con un improbable "ABBA canta a Jobim", que era a todas luces una idea muy poco seria.

La posibilidad concreta de resolver el misterio esa noche de viernes tenía un indudable atractivo, pero también un costo. Implicaba dejar a un lado el cansancio acumulado a lo largo de la semana, obviar la otoñal puntualidad de un molesto ataque de alergia, e incluso tener que recuperarse con premura de la tensión extrema causada por el partido de Colón que acababa de terminar. A decir verdad, la tentación de quedarme en mi casa y zambullirme gozosamente en un sueño reparador era enorme. Y sin embargo, ahí estaba el aguijón de la curiosidad, mezclado con la intuición de que el espectáculo iba a valer la pena.

Ganó la intuición.

Luego de una breve espera matizada con amigos, charla y algún trago reconstituyente, los músicos aparecieron sobre el escenario. Guitarra, saxo, bajo y batería, tal la formación instrumental del grupo. Tres suecos-suecos y un argentino residente en Suecia desde su infancia, tal la formación humana. Apenas empezaron a tocar, comprobé que la promoción no mentía: lo que se escuchaba tenía las señas particulares de la música de raíces brasileñas, con toda la carga contagiosa de sensualidad rítmica que ello supone, dibujadas con los trazos característicos del siempre energizante jazz latino. Y la delicada mixtura sonaba muy pero muy bien. Con base en un sólido trabajo de conjunto, afortunadamente alejados de la solemnidad tanto como del vicio del virtuosismo vacuo, los cuatro integrantes de "Latin the Mood" fueron entusiasmando al público a fuerza de bossanova, samba y baión.

Con comentarios de tono ameno, el guitarrista se encargó de ir intercalando anécdotas que explicaban el origen de algunos de los temas del repertorio. También habló -haciendo gala de una resignación filosófica bastante argentina, por cierto- de la sucesión de sobresaltos que les había generado la experiencia de toparse de golpe con las delicias del Tercer Mundo, empezando (o terminando) por enterarse, en pleno viaje, de que una de las ciudades donde iban a tocar se estaba inundando.

Así, entre música y palabras, se fue construyendo uno de esos microclimas que cancelan toda preocupación, toda tristeza. ¿Qué importa el resto en ese momento, qué importa la sucesión de injusticias y conflictos que uno ha presenciado o sufrido a lo largo del día, si el milagro de capturar un momento feliz está allí, al alcance del oido? El recital nos consuela, nos redime, nos pasa un brazo por el hombro y nos sonsaca esa sonrisa que, horas atrás, habíamos extraviado en algún minuto impreciso de la jornada laboral.

Si, valió la pena, nomás, el esfuerzo de la trasnochada.

Eso sí, no me pidan que intente definir lo que es "la perspectiva escandinava". Poner rótulos en el arte, se sabe, suele ser una tarea tan resbaladiza como infructuosa.

Nota: El grupo sueco "Latin the Mood" se presentó el viernes 13 de abril en el Centro Cultural La Urdimbre, de la ciudad de Santa Fe.

Crónica nº 28: Los docentes y el zeppelin plateado (abril 2007)

Una de las canciones de Chico Buarque que más me gusta es "Geni y el zeppelin". Se trata de una especie de "fábula sociológica", en la que se cuenta la historia de Geni, una joven de costumbres licenciosas que, por tal razón, es sistemáticamente despreciada por el resto de sus conciudadanos. Un día asoma en el horizonte un enorme zeppelin plateado y se instala amenazante con sus cañones en el cielo de la ciudad, horrorizando a sus habitantes. Su comandante, al ver a Geni, queda prendado de su belleza e impone una condición para no destruir la ciudad: pasar la noche con ella. Todo el mundo, claro, implora a Geni que acepte. A ella le disgustan estos personajes poderosos, pero son tantos y tan sentidos los pedidos, que finalmente accede. A la mañana siguiente, el comandante, saciado, se aleja con su zeppelin y los pobladores respiran aliviados. Y como el peligro ya ha desaparecido, en vez de agradecer a Geni que los haya salvado, vuelven a mostrar hacia ella el mismo desprecio que le han enrostrado siempre. Fin.

Me acordé de esta canción durante estos días de la Santa Fe inundada, al pensar en los docentes. Ellos, que hasta hace diez días, eran considerados por muchos como los malos de la película, los rebeldes sin causa, los aviesos protagonistas de reclamos desproporcionados, integran en buena parte el grupo de personas que, con su esfuerzo solidario, han evitado que el desastre social ocasionado por el diluvio sea aún peor. Como en el 2003, han cubierto con su compromiso personal los errores y omisiones de quienes, desde los ámbitos oficiales específicos, deberían haber previsto un sistema de defensa civil que realmente funcionara. No es descabellado, incluso, pensar que varios de los padres que, diez días atrás, llamaban indignados a las radios despotricando contra ellos, se hayan visto beneficiados directamente en la emergencia por su accionar.

Nadie que se precie de ser justo o razonable osaría ahora cuestionar la actitud y aptitud de los docentes. Esta semana, aun con diferencias, con mayor o menor eficacia, con mayor o menor entrega, los docentes, los padres y las autoridades tiraron todos del mismo carro, teniendo en vistas un objetivo común y urgente. Al parecer, en la sociedad santafesina algunas cosas paradójicamente funcionan sólo cuando la ciudad se inunda.

Me pregunto qué pasará cuando el zeppelin plateado se haya ido.

Crónica nº 27: Pequeña crónica naranja (febrero 2007)

El tipo estaba en el súper, haciendo las compras. Iba caminando como siempre, la mitad de la cabeza prestando atención a los artículos que necesitaba y la otra mitad perdida en plena navegación por los alrededores de Saturno. Cuando pasó ante la góndola de las bebidas, pensó en los 48 grados de sensación térmica del día anterior y recordó que se había quedado sin nada fresco para tomar en la cena (fresco y con sabor, claro; la botella con agua no contaba). Decidió entonces llevar una gaseosa que ya estuviera convenientemente fría. Se detuvo frente a los refrigeradores verticales de puerta transparente y, luego de efectuar un rápido sobrevuelo de reconocimiento, sus ojos fueron a estrellarse contra una botella que, rompiendo la uniformidad del conjunto, erguía con plástico orgullo sus dos litros y cuarto de placer anaranjado.

No es que el tipo volviera a verla después de mucho tiempo. No fue lo mismo que si le hubiese ocurrido el prodigio de reencontrar, digamos, un envase de Pomelo 12 o de Spur Cola (de hecho, él veía botellas iguales a ésta todas las semanas, cada vez que pasaba frente a la góndola de las bebidas). Sucedió, más bien, que de golpe, así porque sí, lo tentó la idea de volver a probar, después de casi treinta años, el sabor de esa gaseosa cuya sola mención lo conducía invariablemente a remotas regiones de su infancia. .

Abrió la puerta y rodeó la botella con su mano. La brusca sensación de
frío en la palma se le mezcló con una duda inquietante. ¿Y si al tomarla descubría que ahora no le gustaba? Podía ocurrir que ya no la hicieran con el mismo sabor de antes. O que la siguieran haciendo igual, si, pero que el paso del tiempo hubiese alterado su paladar de manera imperceptible. "Ningún hombre baña sus labios dos veces en la misma gaseosa", se dijo, e imaginó que ninguna empresa del rubro habría contratado a Heráclito como creativo publicitario. Decidió disolver los temores. Cargó la botella en el canasto y se fue para el sector de las Cajas.

Mientras aguardaba su turno para pagar, pensó que nadie podría acusarlo de ser un consumidor compulsivo, vulnerable a las estrategias de mercado. Y es que esa marca no era tan popular como las otras. No aparecía auspiciando megarrecitales de rock, ningún equipo de fútbol llevaba su logo estampado en la camiseta; ni siquiera se la promocionaba mediante comerciales en la tele. Seguía siendo una especie de cenicienta en el reino de las gaseosas, la eternamente relegada, ésa que los clientes de los bares beben sólo cuando el mozo les informa amablemente que allí no sirven la que ellos acaban de pedir.
El tipo era incurablemente ansioso pero no por ello era un descontrolado. Sabía administrar su ansiedad; no le gustaba que el acoso de lo pendiente condicionara sus pequeños placeres cotidianos. Lo volvían loco las demoras provocadas por el azar o la voluntad ajena, pero encontraba cierto delicioso goce en postergar brevemente la concreción de ciertos deseos. Así que lo primero que hizo al volver a su casa, fue poner la botella en el congelador para desagraviarla del calor infame que la había maltratado en el trayecto. Después, prendió el ventilador, sacó el resto de los productos de las bolsas y se dedicó a acomodarlos sin mayor apuro en sus lugares. Fue al dormitorio, se quitó la ropa transpirada y se puso a ordenar el dinero. Dio un par de vueltas por la casa sin hacer nada en particular, y quiso seguir desviando su atención hacia otros asuntos pero comprobó que era imposible: ya no aguantaba más.

Volvió a la cocina, abrió la heladera y sacó la botella. Estaba realmente helada. La apoyó en la mesa y la destapó con cuidado para evitar que la presión del gas generara un enchastre inoportuno. Respiró hondo y se llevó la botella a los labios. La fue empinando de a poco, hasta que sintió el dulzor anaranjado cosquilléandole en la boca. Y cuando el líquido empezó a circular por su garganta, el pasado se le vino encima como una ola mansa y refrescante: un atardecer soleado y caluroso, el puesto de bebidas en la playa, su papá alcanzándole la botellita de vidrio, él bebiendo su naranja con una pajita, una vaga sensación de alegría perfumando la escena.

Alargó el trago lo más que pudo, como hacía siempre que tenía mucha sed. Lo alargó hasta que sintió que empezaba a ahogarse. Entonces, bajó bruscamente la botella y tomó aire, como quien regresa a la superficie después de haberse sumergido bajo el agua más de lo conveniente.

Algo agitado, contempló el envase con gratitud y sonrio satisfecho.
"Sigue tan rica como siempre, la Mirinda", dijo en voz alta, y se apresuró a guardar la botella de nuevo en la heladera.

Crónica nº 26: Incidentes en la partida de Alfredo Di Bernardo (enero 2007)

Numerosos incidentes enmarcaron este mediodía la partida del prestigioso escritor santafesino rumbo a su residencia ubicada en la localidad de San José del Rincón.

Santa Fe, 17 (Télam). En medio de graves incidentes ocasionados por la incontrolable histeria de sus fans, el reconocido escritor Alfredo Di Bernardo inició este mediodía su período de vacaciones. Numerosos seguidores del autor de "Informe sobre miopes", que viene de protagonizar un fulgurante éxito de ventas en la Campaña "En estas Fiestas regale cultura santafesina", organizada por la Asociación Cultural El Puente, se hicieron presentes este mediodía en la Plaza España, sobre Avenida Rivadavia, aguardando la llegada de su ídolo literario. También lo hizo una gran cantidad de periodistas, un buen número de curiosos y una nutrida variedad de vendedores ambulantes que intentaban hacer su negocio ofreciendo merchandising del escritor.

Cuando casi a las 12 en punto, Di Bernardo arribó al lugar, dispuesto a abordar un remise trucho que lo llevara a su residencia ubicada en la localidad costera de San José del Rincón, sobrevino el primer atisbo de caos, y fue necesario improvisar una conferencia de prensa para calmar los ánimos. Cabe aclarar que, si bien Di Bernardo mostró una notable predisposición para contestar todas las preguntas que se le iban formulando, el desarrollo de la conferencia de prensa no fue nada sencillo, puesto que los alaridos y cánticos emanados de la entusiasta hinchada dificultaban la comunicación entre periodistas y entrevistado. El estribillo más escuchado fue el clásico "Y ya lo ve / y ya lo ve / es para Borges que lo escucha por TV", seguido por "Se va a acabar / se va a acabar / la dictadura de Bucay".

Tampoco ayudaban al normal desenvolvimiento de los acontecimientos los incontables ositos de peluche ni las abundantes piezas de lencería femenina que llovían sobre el escritor mientras éste, en un alarde de paciencia respondía a requerimientos tan diversos como "¿Cúal será su próximo libro?", "¿Es cierto que los dirigentes de Colón le ofrecieron ser el nuevo refuerzo del equipo?", "¿Qué es el Ser Nacional?", "¿Cuál es el sentido de la vida?", "¿Quién mató a Kennedy?", "¿Existió la Atlántida?", "¿Qué pesa más: un kilo de plomo o un kilo de pluma?".

Un nuevo pico de tensión general sobrevino cuando una admiradora trepada a uno de los ventanales del tradicional Café Tokio exclamó enfervorizada: "¡Papito, quiero tener un hijo con vos!", mientras dejaba sus pechos al descubierto. Visiblemente fastidiado, Di Bernardo sólo atinó a decir: "Estoy harto de ser un hombre-objeto; no soy sólo una cara bonita", lo cual provocó una nueva oleada de suspiros y alaridos histéricos por parte del público femenino. Luego de unos segundos, pareció que la entrevista seguiría su curso normal Sin embargo, cuando un movilero del programa "Intrusos del Espectáculo" formuló una pregunta respecto de la presunta relación amorosa que mantendría Di Bernardo con la actriz italiana Maria Grazia Cucinotta, el autor respondió "de mi vida privada no voy a hablar", dio abruptamente por terminada la conferencia de prensa y se dispuso a abordar el remise trucho que, a duras penas, acababa de llegar hasta la parada. Allí comenzó la debacle. Mientras el escritor ascendía dificultosamente al vehiculo, la presión del público superó el vallado dispuesto por las fuerzas de seguridad, y éstas, viéndose desbordadas, respondieron lanzando granadas de gas hilarante. El viento norte hizo el resto: en cuestión de segundos, una imparable carcajada general envolvió por igual a periodistas, policías, fans, vendedores y curiosos, mientras el remise trucho se alejaba rumbo a la localidad de Rincón.

Se estima que cuando los agentes del orden terminen de reírse, procederán a efectuar algunas detenciones.

lunes, 2 de junio de 2008

Crónica nº 25: De cuando (aparentemente) Dios decidió involucrarse un poco en el fútbol argentino (diciembre 2006)

Suele decírsele a los niños que Dios todo lo ve y que, si uno se porta mal, Dios lo sabe, se enoja y nos castiga. Semejante advertencia nunca ha resultado muy eficaz para generar comportamientos infantiles irreprochables pero, al menos, sirve para envolver al niño en la protectora creencia de que quien hace algo incorrecto recibe siempre su merecido. Con el tiempo, claro, uno va descubriendo que esto es una falacia. Bienintencionada, pero falacia al fin. Porque sucede con demasiada frecuencia (con desmoralizante frecuencia) que quienes hacen cosas malas logran cumplir exitosamente su cometido sin que -al menos en esta vida- nadie los sancione.

El Torneo Apertura 2006 fue un campeonato plagado de escándalos, hechos de violencia e irregularidades que parecieron confabularse para desmentir aquel dogma maradoniano de que "la pelota no se mancha". Uno de esos lamentables episodios ocurrió cuando, en noviembre, la barra brava de Gimnasia intimidó a sus propios jugadores, exigiéndoles que perdieran su partido frente a Boca. Buscaban, de ese modo, perjudicar directamente a Estudiantes, el clásico rival, en su lucha por obtener el título. Mucho se habló y se escribió sobre dicho partido, antes y después del mismo. Como se sabe, Boca derrotó a Gimnasia con llamativa facilidad y, aunque nadie lo pueda ni quiera probar, todo el mundo opina que los jugadores platenses, fuertemente condicionados, optaron por no desafiar las amenazas recibidas. Y como, al ser citados por la Justicia, los futbolistas de Gimnasia no formularon ninguna denuncia, los violentos se salieron con la suya una vez más, exhibiendo impunemente su alarmante cuota de poder.

A dos fechas del final del torneo, Boca llevaba 4 puntos de ventaja sobre Estudiantes y todos dábamos por sentado que volvería a ser campeón. Nada autorizaba a suponer lo contrario. Su buen juego, su contudencia ofensiva, la arrolladora campaña realizada hasta ese momento, respaldaban ampliamente su condición de favorito. Es cierto que el fútbol, según la ya clásica definición de Dante Panzeri, es la "dinámica de lo impensado", pero convengamos que ni el más fanático de los hinchas de Estudiantes hubiera apostado por el éxito final de su equipo. Una cosa es soñar con que pueda producirse en nuestra vida cierta combinación azarosa de circunstancias favorables; otra muy distinta es confiar en que esa combinación realmente se va a producir.

Ayer a la tarde, sin embargo, Estudiantes derrotó a Boca en el partido-desempate y se consagró campeón, concretando una hazaña histórica, de esas que tienen destino de mito para todos quienes seguimos sintiendo que el fútbol es un juego maravilloso. Sobran los adjetivos para calificar los méritos del flamante campeón, claro. Pero, sinceramente, no hay ningún argumento lógico que suene convincente a la hora de intentar explicar por qué a Boca se le escapó un campeonato que, diez días atrás, tenía metido en el bolsillo. En estos casos, uno se siente tentado de buscar respuestas no convencionales. He escuchado hoy a algunos supersticiosos hablar de maldición. Anda circulando, también, la historia del mentalista de La Plata que cobra sus "trabajos" en dólares, y se comenta con picardía el asunto de la sal que apareció misteriosamente derramada en el vestuario boquense.

A mí, en cambio, me ha dado por recordar a los barrabravas de Gimnasia y su estrategia repudiable. Arrastrado tal vez por mi fantasiosa mente de escritor, no puedo dejar de asociar lo sucedido con aquella advertencia aleccionadora que suele inculcarse a los niños. Porque, a la luz de tan inverosímil desenlace, pareciera que Alguien hubiese decidido intervenir para restaurar cierto orden que la irracionalidad de los hombres había intentado disolver. Alguien que, con sólo ejecutar un par de precisas maniobras, consiguió desactivar mágicamente los artilugios empleados por los villanos de la película, tornándolos inútiles. Alguien que barajó las cartas con un humor sutil, rayano en la ironía, y castigó a los malos de la manera en que seguramente más les duele: forzándolos a soportar exactamente la misma fiesta ajena que habían pretendido evitar usando la violencia.

Ya sé, me dirán que los hoy apenados hinchas de Boca no tenían ninguna culpa que expiar. Me dirán que el verdadero castigo debería haber sido la condena ante un tribunal y no un simple resultado deportivo. Me dirán que involucrar a la justicia divina en el fútbol es una especulación demasiado exagerada, y acaso irrespetuosa. Me dirán que Dios tiene asuntos más importantes que atender. Me dirán que hay en el mundo otras injusticias aún más flagrantes esperando ser reparadas. Me dirán que, a lo sumo, sólo debe verse en lo ocurrido un exquisito gesto de justicia trazado ciegamente por la casualidad o el destino.

Puede ser.

Sucede que, a pesar de tanta evidencia en contrario, a pesar de tanto desencanto acumulado, reconforta pensar que -aunque sea de vez en cuando- Dios se sigue encargando de hacer que los malos reciban su merecido.
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Crónica nº 24: Noviembre del '81 (noviembre 2006)

En noviembre del '81 yo era un adolescente muy flaco, muy miope y muy introvertido. Un solitario de 16 años cuyo rostro aniñado permanecía semioculto detrás de un grueso par de anteojos. Un alumno destacado que veía mucha tele, resolvía crucigramas y encauzaba sus dotes musicales sacando canciones de oído en un órgano "FunMachine".

En noviembre del '81, si bien manejaba una cantidad considerable de datos sobre el mundo, no sabía casi nada de la vida, aunque a veces sentía que sabía casi todo. Poseía más certidumbres que dudas. Creía en Hollywood y en la revista Gente. No entendía hasta qué punto todo discurso implica necesariamente una manipulación de la realidad. Sobre varias cuestiones pensaba que los malos eran los buenos, y viceversa. No imaginaba que, en apenas un par de años, mis opiniones acerca de unos cuantos temas darían un vuelco de 180 grados.

En noviembre del '81 mis proyecciones sobre el futuro eran vagas. Las más concretas llegaban sólo hasta el año siguiente. 1982 iba a traer consigo tres acontecimientos relevantes: el final de mi escuela secundaria, el Mundial de España y el viaje de Quinto a Bariloche. Que, cinco meses después, la Argentina entrara en guerra con el Reino Unido, por supuesto, quedaba fuera de cualquier previsión, incluso para alguien fantasioso como yo.

En noviembre del '81 había empezado ya a formularme algunas inquietudes filosóficas acerca del sentido de mi presencia en este planeta. Pero, más allá de esas primeras reflexiones sobre el ser y la nada, mi gran angustia existencial estaba dada por tener que digerir el reciente descenso de Colón.

En noviembre del '81 no se pasaba rock nacional por las radios y yo le guardaba un inexplicable recelo a la música cantada en castellano. Estaba a años luz de ciertas voces, ritmos y sonidos que, pocos años más tarde, ayudarían a ampliar mis horizontes auditivos para siempre. Escuchaba a Alan Parsons, Supertramp y Queen... pero también a Abba y a Village People.

En noviembre del '81 no había visto ninguna película de Woody Allen, "Brazil", de Terry Gilliam todavía no me había volado la cabeza, y no había experimentado tampoco el nudo en la garganta de cuando la bicicleta de ET levanta vuelo recortada contra la luna. Eso sí, los Superagentes me parecían geniales.

En noviembre del '81 aún no había descubierto la obra de Cortázar. Ni siquiera había perdido todavía mi virginidad mental leyendo "Sobre héroes y tumbas". Agotados hacía tiempo los clásicos infantiles (con el maravilloso Julio Verne a la cabeza), mis lecturas de entonces se concentraban en los ovnis y los fenómenos paranormales. Aún ignoraba que los misterios más apasionantes del universo no se hallan fuera del alma humana, sino precisamente en su interior.

En noviembre del '81, yo no era escritor ni soñaba con serlo. Lejos en el tiempo había quedado mi hábito infantil de garabatear cientos de hojas redactando crónicas de partidos de fútbol, intentando emular el estilo periodístico de la revista "Goles". Atrás también había quedado mi efímera incursión de los 11 años por la ciencia-ficción, plasmada en una novelita llamada "Aventuras en las galaxias", cuya escritura me había proporcionado una apasionante diversión veraniega.

En noviembre del '81, sin ninguna causa específica que lo justificara, sentí el impulso de poner por escrito alguna de las tantas historias imaginarias que solían poblar mi ajetreado mundo interior. E, influído quizás por la reciente lectura de "Los bufones de Dios", de Morris West, tomé un bloc borrador y, empuñando una Sylvapen 78 -que aún conservo como reliquia- me largué a escribir una novela plagada de clichés best-selleristas y lenguaje de serie policial de TV, con espías de la CIA y de la KGB enfrentándose en tierras australianas, pugnando por llegar primeros al inhóspito sitio donde ha caído un satélite que, aparentemente, viola los tratados internacionales sobre armamento nuclear.

No recuerdo cuánto tiempo me llevó escribir tamaño engendro, pero estimo que a fin de año la historia (a la que nunca puse título) estaba terminada. Sí recuerdo, en cambio, que me encantó escribirla. Sí recuerdo, también, que ese verano le comenté muy seriamente a mi amigo Patricio que. en adelante. me pondría a escribir cuentos, "porque escribir una novela cansa mucho".

Nunca, desde entonces, abandoné esta inefable tarea de perseguir infructuosamente fantasmas vestidos con letras. Es cierto, me tomó algunos años descubrir que la de escritor era la condición que mejor definía mi ser esencial, y me tomó algunos más poder asumirlo frente a los otros con naturalidad, pero esto no le quita a noviembre del '81 su categoría histórica de fecha fundacional.

Veinticinco años después, aún sigo ordenando palabras. Y aunque, en cierto modo, extraño ese irrecuperable candor de los inicios, aunque a esta altura ya no creo que alguna de mis obras vaya a alterar la historia universal de la literatura, aunque la distancia entre el escrito imaginado y el pobre resultado obtenido sea casi siempre abismal, cada vez que estoy terminando de corregir un texto vuelvo a experimentar ese cosquilleo, esa ansiedad. Y, una vez más, siento que es en esos momentos cuando soy más yo que nunca.

Razón más que suficiente, me parece, para dedicarle estas líneas a aquel adolescente que, en noviembre del '81, empezó a construir su lugar en el mundo usando tan sólo una birome Sylvapen.