La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







viernes, 28 de junio de 2013

¡ Llega el libro de las Crónicas !





“Las 4 Estaciones de la Palabra” es un emprendimiento conjunto de Editorial Palabrava y Diario El Litoral. El mismo consiste en la publicación anual de cuatro libros de autores santafesinos (al inicio de cada una de las estaciones del año) y su distribución masiva junto con el diario mediante la modalidad de “venta opcional”, a un precio accesible.
 
El n° 6 de esta Colección (correspondiente al invierno 2013) será “Crónicas del Hombre Alto”, de Alfredo Di Bernardo, y saldrá a la venta el próximo martes 2 de julio.

El costo del libro será de $ 24,90 (si se lo adquiere con el cupón que se publica en el diario) o de $ 50 (sin el cupón).

 

 

lunes, 22 de abril de 2013

Crónica n° 86: ¿Quién mató a la princesa Alexandra? (abril 2013)


     A principios de los años ‘70, en la casa de mi abuelo materno, sobre una mesa resguardada por una cubierta de felpa color vino tinto que olía a décadas pretéritas, había una pila de revistas viejas. Cuando digo viejas, me refiero a revistas de 1968 y 1969. En realidad, había muchas otras cosas sobre esa mesa, pero para mí insaciable sed de lector precoz ese material poseía un atractivo inconmensurable, y era lo que más llamaba mi atención. Había, sobre todo, ejemplares de Gente y Siete Días, pero también algunos de Primera Plana, Así y Vosotras. Vaya uno a saber por qué razón permanecían ahí después de tres o cuatro años. Mi abuelo era –para beneplácito de mi exacerbada curiosidad- una persona que gustaba de acumular objetos y papeles; de manera que es muy probable que incluso él mismo hubiese olvidado ya el propósito perseguido al decidir conservarlas.

       Son muchos los artículos e imágenes que recuerdo de aquellas apasionantes lecturas. Gracias a una cobertura especial incluída en un ejemplar de Siete Días, por ejemplo, supe lo que había sido el Cordobazo (al menos, en su versión de crónica policial). De una revista Gente me quedó grabada una ilustración de El Eternauta (en la versión dibujada por Breccia), más específicamente la escena de las naves invasoras sobrevolando el estadio de River. A través de otra revista Gente, dedicada al casamiento de Jacqueline Bouvier con Onassis, conocí la historia del asesinato de John Kennedy y se instaló en mí para siempre una de las imágenes que más me ha impactado en la vida: no la foto en que JFK ya ha recibido el disparo, sino la otra, la más terrible, esa en que se lo ve saludando sonriente a la multitud con la inocencia escalofriante de quien ignora que está a segundos de morir.

       Pues bien, en una de esas revistas –estoy casi seguro de que era una Vosotras- me topé con un relato de intrigas palaciegas llamado “¿Quién mató a la princesa Alexandra?”. Para ser más preciso, me topé sólo con un capítulo del mismo, ya que se trataba de una historia por entregas. Lo que tenía de particular aquel relato era que su publicación estaba enmarcada en un concurso organizado por la revista. En efecto, los lectores debían deducir quién era el asesino y enviar por carta un cupón con la respuesta. Luego de la última entrega, se sortearía un premio entre los sagaces participantes que hubiesen descifrado el enigma. De más está decir que me hubiese encantado poder desentrañar el misterio que encerraba la historia, aun cuando mi intervención en el concurso no fuera ya posible. Sucedió, sin embargo, que mis ansias naufragaron en una insalvable limitación: por más que busqué y rebusqué en aquel montón de revistas, no pude hallar ningún capítulo previo o posterior al que había leído y, por lo tanto, mi carrera de investigador privado quedó trunca antes de nacer.

        ¿Por qué recuerdo tanto todo esto? Porque la lectura de ese relato policial provocó la primera reflexión de mi vida sobre el arte de escribir. La cosa fue así: en un momento determinado, el detective increpa a un personaje llamado Sartoris (creo que era el jardinero), lo derriba de un puñetazo, se arroja sobre él y, tomándolo del cuello con rudeza, le formula amenazante su exigencia: “Dime quién mató a la princesa Alexandra”. Y ahí nomás, el autor (o la autora) dejaba asentada una frase formidable:

    -Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el nombre pedido.

     Me sentí indignado y perplejo. Supongo que retrocedí un renglón para releerla. “Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el nombre pedido”. Era increíble; uno de los personajes acababa de revelarle al otro el secreto esencial de la historia delante de mis narices y yo no había podido enterarme de nada. En ese momento no lo supe, pero otros misterios, no menos fascinantes, comenzaban a develarse frente a mí con esa frase: los de la creación literaria. Fue una iluminación que no anuló mi contrariedad infantil pero contribuyó a redimirla con una dosis de asombro. De forma más emotiva que intelectual, por supuesto, caí en la cuenta de que un texto literario no era sólo una acumulación interesante de palabras, sino que había alguien detrás que movía, como un titiritero, los hilos de la trama para cautivar al lector. Tenía 7 u 8 años y era la primera vez que reparaba en la sombra de esa mano detrás de las palabras. “Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el nombre pedido”. Estaba claro: al igual que los prestidigitadores, también los escritores sabían ocultar cosas. Los escritores utilizaban trucos y yo acababa de detectar uno de ellos.

      El tiempo disolvió el rastro de aquella revista y, salvo contadísimas excepciones, también el de todos los otros objetos y papeles que había en la casa de mi abuelo. He consultado Internet en busca de un improbable reencuentro con aquel histórico fragmento pero no he tenido éxito. Quizás sea mejor así, para evitar las decepciones que la mirada adulta suele inocularle a las sensaciones de la infancia. Aunque eso me condene a  ignorar para siempre quién mató a la princesa Alexandra.

 

miércoles, 3 de abril de 2013

Crónica n° 85: La buena gente (marzo 2013)


Tengo amigos que se emocionaron hasta las lágrimas cuando se conoció la identidad del nuevo Papa. Tengo amigos que, la semana anterior, se entristecieron profundamente al conocer la noticia de la muerte de Hugo Chávez. Tengo amigos que no soportan a la Presidenta ni a nada que huela a kirchnerismo. Tengo amigos que concurren a los actos del oficialismo, orgullosos de festejar por las calles cada logro del gobierno nacional. Tengo amigos que practican el cristianismo con sincera devoción y colaboran en forma activa con su parroquia. Tengo amigos recalcitrantemente ateos que son, además, furibundos anticlericales. Tengo amigos que simpatizan con valores tradicionalmente identificados con la derecha. Tengo amigos que militan en partidos y agrupaciones de izquierda. Puedo tener con cada uno de ellos mayor o menor afinidad ideológica, puedo –por exceso o por defecto- no compartir algunos o varios de sus puntos de vista, puede ocurrir (y de hecho, ocurre con frecuencia) que cuando se manifiestan en la calle o en las urnas los grandes temas del país y de la condición humana estemos parados en veredas opuestas. Sin embargo, estas discordancias no impiden que a todos ellos los considere buena gente (lo cual es lógico, porque sino no podrían ser mis amigos). ¿En qué sentido digo buena gente? En el sentido de que, aun con sus defectos a cuestas, todos ellos son básicamente honrados,  trabajadores, responsables. Uno nunca los va a encontrar metidos en chanchullos o asuntos vidriosos. Son gente dispuesta a dar una mano y a hacer favores sin pedir nada a cambio, gente que no usa a los otros, gente que elige a diario no complicarle la vida a los demás. Son personas confiables: puedo darles la espalda sin temer la cuchillada artera o la maledicencia. Que no parezca poco todo esto en los días que corren.

Lo curioso –y he aquí la gran paradoja que me llena de perplejidad- es que sería totalmente inviable sentarlos juntos a la misma mesa. Hacerlo implicaría abrir las puertas a una feroz balacera dialéctica que dejaría un tendal de ofuscados y ofendidos. Aquello que los diferencia ocuparía el primer plano de la escena y toda posible relación entre ellos naufragaría sin remedio en un océano de antinomias insalvables. Enfocados en mensurar sus  respectivas incompatibilidades, perderían de vista las cualidades humanas que los igualan, lo cual me parece no sólo una injusticia, sino también y sobre todo un auténtico desperdicio. Porque no son las eventuales discusiones el problema (al fin y al cabo, son gente grande y pueden defenderse solos). Lo que en verdad me aflige es que ese reduccionismo sin matices les impediría  reconocerse entre sí como buena gente.  

Seguramente, no faltaría quien, todavía enardecido por el fragor del tiroteo verbal suscitado, afirmara que hay estafadores simpatiquísimos, genocidas que juegan a la pelota con sus nietos, explotadores redivertidos en los asados, mafiosos siempre dispuestos a ayudar a sus sobrinos, y no por eso adquieren el carnet de buena gente frente al resto de los mortales, que no sólo quedan excluidos de su faceta bienhechora sino que, muy por el contrario, sufren las consecuencias perniciosas de sus otros actos. Ya lo sé, pero está claro que, por las razones apuntadas más arriba, casos extremos como estos no pueden aplicarse por analogía a mis amigos. Que no serán héroes inmaculados, pero tampoco son una sartenada de cretinos.

Imagino que tampoco faltarían quienes, con el lanzallamas todavía  humeante, me reprocharían el hecho de considerar buena gente a alguien que apoya tal o cual causa, o a alguien que está en contra de tal o cual otra. A lo cual yo contestaría: ¿y por qué no? Nunca he entendido ni compartido ese criterio dogmático tan arraigado según el cual todos los que enarbolan la misma bandera que uno son necesariamente buenos y los que enarbolan otra son necesariamente malos. Tengo, por supuesto, mis preferencias ideológicas y –como a todos- me disgusta que alguien venga a cuestionarlas. Pero el concepto (o el preconcepto) que me merecen las posturas filosóficas ajenas que no comparto no me inhibe para reconocer la eventual nobleza de quienes las sostienen. Cada persona es una entidad compleja, compuesta de facetas diversas, a veces contradictorias. Nada obsta, me parece, a que en un saludable ejercicio de tolerancia -¿cómo llamarlo: transversalidad ideológica, transideología?- las personas encuentren puntos de contacto sobre los cuales edificar una interacción constructiva o, al menos, armoniosa.

Si a esta altura quedara todavía alguien sentado a la mesa después de la reyerta, probablemente me preguntaría alarmado si acaso estoy insinuando que la ideología de una persona no es tan importante como tendemos a creer (como no lo son, tampoco -o como no deberían serlo- su raza, su nacionalidad o su orientación sexual). Tendría que aclarar entonces que el perfil ideológico sí me parece sumamente relevante pero que no es tan decisivo como su perfil ético. Digámoslo con una alegoría futbolera, a ver si se entiende la idea: el hecho de que un barrabrava de Colón y yo gritemos los goles del mismo equipo no significa que yo sienta, a nivel humano, más empatía con él que con un pacífico hincha de Unión. De este último podría hacerme amigo a pesar de la rivalidad deportiva; del primero no, a pesar de nuestras coincidencias en ese sentido. Bueno, del mismo modo, es mucho más factible que me sienta cómodo tomando un café con alguien honesto que piensa distinto a mí, que con un tránsfuga que circunstancialmente ha votado al mismo candidato que yo. Quizá con el primero no pueda desarrollar una corriente de afecto, es cierto, pero lo voy a respetar. Con el segundo, en cambio, serían tan imposibles el afecto como el respeto.

Tengo amigos muy diversos entre si y celebró esa diversidad. Estaría bueno que fueran amigos también entre ellos, pero la amistad por carácter transitivo no existe. “El amigo de mi amigo es mi amigo” será una fórmula muy eficaz para recordar cierta regla matemática de las ecuaciones pero resulta inaplicable en la vida práctica. No pretendo tanto. Lo que sí me gustaría es que mis amigos pudiesen verse mutuamente como yo los veo, así, tan buena gente. Sí lo hicieran, se darían cuenta de que -al menos desde cierto punto de vista- estamos todos alineados en el mismo bando. Pero al parecer no pueden, y es una pena. Con tanta mala gente deambulando como plaga por el mundo, es una pena que no puedan. Una verdadera pena.

 

martes, 12 de marzo de 2013

Crónica n° 84: Rodrigo, el regalador (marzo 2013)

Un brindis por el del cumpleaños, che”, propone Anabel. De inmediato, los ocho vasos se elevan con su carga de cerveza y buenos augurios para encontrarse en el aire y homenajear al Rodri por sus flamantes 28 años. Hasta allí, una escena común y corriente: noche fresquita de verano, un bar con mesas en la vereda, un grupo de amigos celebrando. Pero sucede entonces que, inesperadamente, el Rodri se pone de pie y, con tonito admonitorio de maestro ciruela, nos da una orden insólita: “Bueno, ahora todos tienen que cerrar los ojos”. Y para subrayar la idea, remata amenazante: “El que los abre se queda sin regalo, ¿estamos?”.
 
A juzgar por los comentarios de la mayoría, la situación parece no sorprender a casi nadie. A mí, sí. Conozco al Rodri desde hace cinco años, hemos compartido decenas de movidas culturales y cientos de porrones, sé algo de su trabajo y de su militancia, sé bastante de su actividad musical y hasta sé de su gusto por escudriñar las estrellas a través de un telescopio, pero es la primera vez que asisto a uno de sus cumpleaños y todo indica que estoy por descubrir otra faceta de su personalidad, una costumbre –al parecer- tan característica como su incontrolable hábito de batir palmas cada vez que algo le resulta divertido .

 Lo cierto es que unos y otros, iniciados y novatos, obedecemos la consigna con lealtad de alumnitos aplicados y cerramos los ojos o nos tapamos la cara. Mientras los varones del grupo nos ponemos a hilvanar previsibles conjeturas de doble sentido sobre el destino inmediato que nos aguarda, el Rodri va y viene alrededor de la mesa, arrastrando consigo el crujido de una bolsa de nailon recurrentemente revuelta por una mano que entra y sale. Percibo sus movimientos de duende exaltado y trato de adivinar qué es lo que está distribuyendo sobre la mesa con tanto esmero. Pienso en posibles artesanías, en tarjetas humorísticas, obsequios simples y simpáticos que acaso sean de manufactura propia. Imagino, también, que para los demás clientes del bar aquel debe constituir un espectáculo incomprensible, rayano en lo bizarro. “Me siento una nena de nueve años”, dice la July, y tiene razón. El ritual nos retrotrae a la infancia y es justamente eso lo que le otorga al momento su encanto irresistible.

 “Ahora si”, anuncia el Rodri, exultante. “A la una, a las dos y a las…”.

 Abro los ojos y encuentro en la mesa, delante de mí, una caja de chocolates y un CD de jazz. Los tomo en mis manos, los palpo, los doy vuelta, los miro con incredulidad, sin entender. No es un chiste; son reales. A mi izquierda, a mi derecha, frente a mí, los otros incurren en gestos y reacciones similares. A algunos les ha tocado un disco, a otros un libro. Con inocultable satisfacción, el Rodri disfruta viendo nuestras caras traspasadas por la felicidad y el asombro.

 Primera corrección a mis suposiciones previas: no son obsequios “simples y simpáticos”; son auténticos regalos. Segunda corrección: los regalos eluden el facilismo de la uniformidad; todos son personalizados, se nota que la elección de cada uno de ellos ha sido rigurosamente meditada. ¿A quién sino a un devoto de Spinetta como el Tebi podría cuadrarle el disco que Pedro Aznar grabó en homenaje al Flaco? ¿Quién sino un fanático de la música uruguaya como Mario podría disfrutar plenamente de un disco de candombe? ¿Y quién más indicado que yo para devorar con fruición estos bocaditos rellenos con dulce de leche? El caso de Anabel es, por lejos, el más espectacular: cinco minutos antes del brindis me había comentado su frustrado intento de comprar un libro de Marcela Serrano, del cual había desistido al enterarse del precio; ahora lo tiene en sus manos. Lo curioso es que el Rodri no sabía del interés de Anabel por ese libro; sólo supuso que le iba a gustar y dio en el blanco. Adivinó a su amiga, así de simple, así de inverosímil y cierto.

 Hace más de veinte años escribí un cuento en el que un extraño hombrecito viajaba montado en un triciclo regalando colores; no cualquier color, sino exactamente el que cada persona quería o necesitaba. ¿Cómo no ceder a la tentación de imaginar que el Regalador de colores se ha escapado de las páginas del libro y está ahora sentado a esta mesa? El Rodri nos ha obsequiado mucho más que libros, discos y chocolates. Nos ha regalado una sorpresa y su puesta en escena, nos ha regalado una anécdota digna de ser contada y un recuerdo con destino de inolvidable. Nos ha regalado una brisa de alegría bienhechora que, seguramente, habrá de prolongar sus efectos más allá de esta reunión y nos permitirá afrontar la rutina de mañana con otro ánimo.

 Todavía impactado, quiero saber más sobre este rito a contramano que -según me confirman los más experimentados- se renueva, infaltable, cada 26 de febrero. Indago los cómo y el cuándo, y –aunque los intuyo- pregunto también los porqués. El Rodri se ríe y contesta sin dar mayores precisiones históricas. Me consta que no le faltan argumentos teóricos para fundamentar su conducta pero se ve que esta noche prefiere rehuirlos. Simplemente, alza los hombros y explica:

 -¿Qué quieren que les diga? A mí me hace más feliz dar que recibir.

jueves, 7 de febrero de 2013

Crónica n° 83: Crónica andina (febrero 2013)

 

Somos alrededor de veinte los turistas que hemos decidido emprender la aventura –modesta, pero aventura al fin- de hacer una hora de trekking en lo alto del Cerro Catedral. A nuestras espaldas han quedado la estación superior de la aerosilla y la tentadora comodidad de la confitería. A nuestra izquierda, flanqueando el sendero, está la ladera del cerro, pura piedra desnuda de toda vegetación. A la derecha, a unos dos metros de nuestro andar, hay un precipicio no apto para quienes padecen de vértigo y, al mismo tiempo, una vista panorámica digna de un documental de la National Geographic. Adelante –o, para ser más exactos, arriba- está la meta: el mirador del Valle de Rucacó, un lugar conocido como El Filo del Catedral. Si hemos de creer en las promesas formuladas, nos aguarda allí una vista espectacular de la cordillera y -si tenemos suerte- el último bastión de nieve que el inusual calor de enero le ha perdonado a la montaña.

 Marchamos en fila india, siguiendo a Eneas, nuestro coordinador. Lo hacemos en silencio, no tanto por estricta obediencia a los consejos recibidos (permanecer concentrados, no distraernos charlando con los compañeros), sino más bien porque los pulmones se encargan de recordarnos a cada paso que estamos a 2000 metros de altura y conviene dosificar el oxígeno.

 No sé, no puedo saber qué impulsa a cada uno de los integrantes del contingente a participar de esta excursión. Tal vez sea el deseo de ver nieve, tal vez la posibilidad de acceder a un paisaje diferente al de las postales más conocidas de Bariloche, tal vez la búsqueda de unas gotitas de adrenalina para condimentar las vacaciones y compensar así, de manera simbólica, tanta rutina anual de escritorios, teclados y expedientes. En cualquiera de los casos, pienso, esto es lo más parecido a una experiencia de montañismo que nuestra condición de bichos urbanos y sedentarios nos permite sobrellevar.

 Llegados a mitad de camino, Eneas nos agrupa para reiterar la advertencia que nos ha anticipado ya un par de veces: a partir de ahora la travesía se volverá más exigente y, una vez iniciado el tramo final, no habrá posibilidad de arrepentirse. Por amor propio o por inconsciencia, nadie renuncia.

 Efectivamente, el sendero se hace más escarpado y el ascenso se torna un tanto engorroso. Hay que prestar más atención al modo y al sitio exacto en que se apoyan los pies para evitar enojosos resbalones a causa de las piedras sueltas. Las pantorrillas empiezan a cuestionar mi decisión de haberlas sacado de su hábitat natural de llanura. Transpiro y me agito. Afortunadamente, la ausencia de sol ayuda a atenuar las incomodidades. Aunque en realidad, decir que está nublado no sería del todo exacto, lo que en verdad sucede es que hay una nube posada en lo alto del cerro y la estamos atravesando.

 Empiezo a preguntarme (supongo que no soy el único) qué estoy haciendo acá, por qué me metí en todo esto. Básicamente, lo que me inquieta es pensar que debo regresar por el mismo camino y no saber cómo haré para no terminar rodando al intentarlo. Calcuio que he llegado a ese punto crítico en que todo deportista siente la tentación de abandonar la competencia y necesita apelar a su fortaleza anímica y mental para continuar adelante. Digo “calculo” porque -¿hace falta aclararlo?- no soy deportista. Sigo.

 “Creo que llegamos”, dice alguien, y parece que habrá que darle la razón, porque una rápida ojeada hacia adelante permite comprobar que el sendero desemboca en el abismo. Llegamos, sí; estamos en el punto culminante del Filo, un promontorio que se asoma al precipicio como un suicida indeciso, una mano de granito que parece rascar la panza del cielo. No hay ni rastro de nieve aquí pero no me importa, no tengo tiempo de que me importe porque inmediatamente aparece ante mí el Valle de Rucacó. Sobrio y espléndido, sereno y majestuoso, acariciado por un tenue resplandor dorado que se filtra oblicuo entre las nubes que lo mantienen en sombras, su visión emociona y abruma. No es simple hermosura de postal; es una belleza honda, de esas que anulan la eficacia de cualquier palabra.

 Es extraño esto de tener la cabeza metida en una nube y ver las montañas desde arriba. Extraño, conmocionante y profundo. Uno se siente partícipe de la mirada de los dioses sobre el mundo. Y claro, vistas las cosas desde esa perspectiva impregnada de parámetros divinos, todo lo humano parece insignificante, ridículo. La soberbia se desvanece por reducción al absurdo, se vuelve insostenible. La cordillera nos devuelve la conciencia de ser tan sólo partículas fugaces, extraviadas en una inmensidad que nos precede, nos excede y perdurará millones de años cuando ya no estemos.

 Después del previsible ritual de fotos, después del rosario de exclamaciones de asombro y comentarios admirativos, Eneas nos invita a hacer silencio y concentrarnos en el paisaje, enfocados en el aquí y el ahora. Le hacemos caso. Por unos minutos, sólo escuchamos el suave zumbido del viento. Confieso que tengo ganas de llorar y que sólo un estúpido pudor frente a las presencias ajenas me impide hacerlo.

 Comenzamos el descenso. Me basta recorrer unos metros para comprender que lo difícil no será afrontar las irregularidades del camino. Lo verdaderamente difícil será conservar esta pureza, evitar que se vaya deshilachando a medida que nuestros pasos nos devuelvan a eso que somos todos los días.