La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







martes, 28 de junio de 2011

Crónica n° 68: Lejos (junio 2011)

La morocha del vestidito negro voltea sensualmente la cabeza hacia la izquierda y, en estudiada actitud de descuido, te mira con expresión insinuante. Clava sus ojos en los tuyos y, al instante, vos sentís en el pecho cómo empiezan a girar las hélices de ese ahogo que sólo la aparición de una mujer inusualmente hermosa puede provocar. En ese momento no querés darte cuenta, claro -preferís la ingenuidad de rendirte ante su encantador truco de ilusionista- pero la cruda realidad indica que la morocha del vestidito negro no te mira porque le resultes interesante; lo hace, simplemente, para verificar que vos la estás mirando. Soberbia desde su belleza deslumbrante, sabedora de la atracción que es capaz de ejercer, ella da por sentado que la están mirando. Y acierta. Porque vos, inevitablemente, la estás saboreando con la mirada. ¿Y cómo no hacerlo? ¿Cómo no arrojarse con imprudente devoción a esa catarata lacia que se derrama a pique sobre sus hombros desnudos? ¿Cómo no presentir con golosa ansiedad las redondeces sugeridas bajo la tela? ¿Cómo no aventurarse por el tajo criminal de la falda y deslizarse luego cuesta abajo por las piernas, hasta quedar enredado entre las tiras de sus sandalias romanas?



El equívoco inicial, sin embargo, se desvanece enseguida. Diosa fatalmente distante, la morocha del vestidito negro traza, con delicada firmeza, una frontera invisible que pone en evidencia tu inferioridad, te fuerza a recordar que ambos pertenecen a universos diferentes, realidades paralelas entre las cuales no existen más vasos comunicantes que ese juego de miradas fugaz e infructuoso. Ella te seduce y se te niega. Te concede el derecho -y la tácita obligación- de rendirle pleitesía, te confiere el derecho -y la tácita obligación- de desearla. Sólo desearla. No se sonrojaría si pudiera leer tus pensamientos; sería incapaz de escandalizarse ante la brutal indecencia de ciertos besos fantaseados. Su objetivo, al fin de cuentas, es justamente ese: generar un anhelo imposible de satisfacer. No es el sueño de poseerla, entonces, lo que está vedado. Lo que está estrictamente prohibido es violentar las barreras que ella impone. Las mitologías suelen referir los desastres que sobrevienen cuando los destinos de humanos y divinidades se entrecruzan más de la cuenta.


Han pasado quince segundos desde que la viste y ya sentís sobre los hombros el peso muerto de la contrariedad, un regusto a frustración en la saliva por esos labios que nunca habrás de besar. Sos el triste propietario de un deseo herido de negación en el momento mismo de su nacimiento. Insignificancia ambulante, rutinario animalito de maletín en la mano y cola en el Banco, perdedor por goleada, hombrecito gris tan sin glamour, no te queda más opción que seguir adelante con tu vida de siempre, consciente de la derrota inapelable.


Con inútil empeño, como si quisieras engañarte y postergar tu desconsuelo unos segundos, o canjearlo por migajas de aire, mirás a la morocha del vestidito negro una vez más y comprobás que ella todavía te está mirando.


Lejana, inalcanzable. Como si se burlara de vos desde el afiche gigante de la zapatería.

martes, 14 de junio de 2011

Crónica n° 67: Del otro lado del mostrador (junio 2011)

Apenas terminada la entrega de premios del certamen literario para adolescentes, la Colo se me acerca y me comenta algo azorada: “¡Qué loco estar de este lado del mostrador!”. Su apreciación no es casual: hace no demasiados años (ayer nomás, podría decirse) ella y Julia estuvieron sentadas entre el público con todo su entusiasmo y su timidez adolescente a cuestas, aguardando ansiosas que las llamaran para subir al escenario a recibir su diploma de ganadoras. Esta noche, en cambio, ambas han conducido el acto conmigo. Les ha tocado, por lo tanto, estar en el escenario, ver al público de frente, llamar a los jóvenes ganadores, entregarles su premio, percibir su ineludible mixtura de entusiasmo y timidez adolescente. “¡Qué loco estar de este lado del mostrador!”, dice la Colo y yo, con filosófica imprudencia, aventuro: “La vida es eso, andar siempre pasándose al otro lado de algún mostrador”.



No sé si la Colo alcanza a escucharme pero la extrema naturalidad con la que he formulado semejante sentencia me deja perplejo. ¿De dónde salió esa frase? La he pronnnciado como si la hubiese escrito antes, como si fuese algo sabido desde siempre. ¿Tan arraigada estaba en mí esa idea y yo no lo sabía? Puede ser. A diferencia del hecho de cumplir 20, 30 o 40 años, que fue relevante para mí sólo por el valor simbólico que cargan las cifras redondas, siempre me han resultado mucho más significativas (y causantes de un vértigo mucho mayor) esas instancias en que uno se descubre cumpliendo el rol exactamente opuesto al ejercido poco tiempo atrás, incurriendo de manera impensada en discursos y actitudes en los que antes incurrían otros, viendo las cosas desde una perspectiva insospechada que enriquece nuestra mirada sobre el mundo pero que, al mismo tiempo, socava sin piedad la validez supuestamente monolitica de nuestra perspectiva anterior.


De concursantes a organizadores de concursos, sí. Pero también de hijos que deben ser provistos y protegidos a padres encargados de proveer y proteger. De alumnos siempre intolerantes con los profesores a docentes recurrentemente quejosos de sus alumnos. De jóvenes con más de una razón para cuestionar el mundo adulto a adultos con más de una razón para cuestionar el mundo juvenil. De adolescentes despreocupados que despotrican contra la vecina que chilla por el volumen de la música a vecinos desvelados que chillan contra los adolescentes de al lado que no los dejan dormir. De empleados recelosos frente a sus patrones a jefes desconfiados de sus subalternos. De incendiarios a bomberos, de controlados a controladores, de debutantes a veteranos, de inexpertos a consejeros. De victimarios a víctimas. Y viceversa.


Mutación favorable o negativa según el caso, signo inequívoco de evolución o decadencia según el ángulo desde el cual se evalúe el asunto, cada una de estas travesías existenciales es un proceso lento y silencioso pero tan irrefrenable como el correr de los días o la llegada de las estaciones. Justamente por eso, lo que en verdad causa vértigo no es la notable permeabilidad que caracteriza a los mostradores, sino darse cuenta de ella, digerir la impactante extrañeza con la que uno se descubre un día del otro lado, obligado a preguntarse “¿en qué momento sucedió todo esto?”. Quizás nunca encontré mejor expresada esta sensación que en una viñeta de Crist en la que un niño pide: “Abuelo, contame tu vida” y el abuelo contesta: “No sé, m’hijo. Yo estaba en el patio de mi casa jugando lo más tranquilo, y de golpe estoy acá”.


Claro que sí, Colo; es muy loco estar de este lado del mostrador. De este y de todos los demás que vas a cruzar. Te lo dice alguien que hace no demasiados años (ayer nomás, podría decirse) todavía no había saltado ninguno y hoy está escribiendo esta crónica.