La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







viernes, 16 de julio de 2010

Crónica n° 63: Gloria (julio 2010)

Ahí va Andrés Iniesta, remontando su alegría contra la noche sudafricana. Acaba de clavar en el arco holandés el derechazo cruzado que le permitirá a la selección española ganar el primer campeonato mundial de su historia. Corre, Iniesta, y se quita la camiseta, y la enarbola como bandera de victoria. Llega hasta la esquina izquierda del campo de juego y se deja caer de rodillas, echa el torso hacia atrás con los brazos extendidos en cruz y la boca bien abierta, como si quisiera abrazar al cosmos y absorber con cada poro de su cuerpo la esencia de ése, el momento excelso de su vida. De cara al cielo, pronuncia vaya a saber qué palabras viscerales y después desaparece de nuestra vista, oculto por sus compañeros de equipo que, zambulléndose sobre él, erigen una montaña humana cual efímero monumento al triunfo.

Aunque la felicidad exhibida en la pantalla me es ajena, la escena resulta igualmente emocionante. Lo que Andrés Iniesta ha logrado es, ni más ni menos, volver real la fantasía acunada desde la infancia por todos aquellos que alguna vez pateamos una pelota de fútbol: hacer el gol del triunfo en la final de un Mundial. ¿Cómo no vislumbrar, entonces, una dimensión épica en la proeza consumada? Asistir al momento exacto en que un simple mortal accede a las infrecuentes caricias de la gloria constituye un espectáculo cargado de resonancias míticas. Uno está presenciando la consagración del héroe como tal. su irrupción en la historia para conquistar, tras supremo esfuerzo, uno de esos honores superlativos que están reservados a unos pocos elegidos.

No puedo evitarlo: cada vez que me es dado contemplar hazañas deportivas de esta magnitud, me pongo a filosofar acerca del destino. Me pregunto por qué estas cosas les ocurren a algunos individuos y no a otros, qué es lo que ellos tienen de especial para atraer hacia sí los veleidosos designios de la fortuna. Y, la verdad, toda argumentación simplista me parece insuficiente. Porque a pesar de lo que suelen sugerir las publicidades de ropa deportiva, no es cuestión de talento, ni de fuerza, ni de coraje, ni de fortaleza anímica, ni de convicción. Tales virtudes -quién puede dudarlo- favorecen la consecución del objetivo. Pero no la aseguran. Setecientos treinta y seis futbolistas de treinta y dos países fueron convocados para disputar el Mundial. Apenas cuarenta y seis accedieron al partido final. De ellos, sólo veintiocho llegaron a jugarlo y sólo uno pudo convertir el gol decisivo. ¿Es Iniesta el mejor de todos, el que más méritos acumuló? Probablemente no. Entonces, ¿por qué le tocó a él? Supongo que por la misma inasequible razón por la que algunos se quedan dormidos y no alcanzan a tomar el avión que luego habrá de estrellarse, mientras que otros se ponen a esperar el colectivo justo debajo de la maceta que va a caer del balcón. Mucho me temo que lo verdaderamente gravitante en estas cuestiones es un elemento que excede a todo intento de dominio voluntario. Y poco importa aquí si las acciones humanas están regidas por el azar y la libertad o si, por el contrario, están ya prefiguradas en una trama de desarrollo irreversible. Da igual: ni una ni otra hipótesis explica por qué la ceguera de la providencia o el capricho de los dioses elige a un individuo y no a otro.

"Nunca perseguí la gloria", reza el famoso verso de Machado. Viniendo tal frase de un escritor, mucho no le creo, pero no está mal tomar su afirmación como consejo. A causa de la arbitrariedad que gobierna esta materia, la persecución de la gloria no parece ser un propósito demasiado recomendable. Semejante pretensión nos coloca a casi todos ante la penosa perspectiva de un casi seguro fracaso. Hay que tener en cuenta, además, que la gloria no sólo es esquiva; también es fatalmente pasajera y de alcances limitados. ¿Quién recuerda el nombre de los gladiadores romanos que fueron vivados en el Coliseo? ¿Y el del sultán otomano que conquistó Constantinopla? ¿Y el del primer atleta que resultó vencedor en los juegos olímpicos de la antigua Atenas? Sin ir tan lejos, ¿cuántos chicos argentinos de la era Facebook saben con precisión lo que hizo Mario Kempes el 25 de junio de 1978?

La gloria es una señorita demasiado voluble como para enamorarse de ella. Y sin embargo, muy en el fondo de nuestros corazones, todos anhelamos el dulce privilegio de ser convidados a su lecho. Es muy probable que ese banquete no nos esté destinado. Nos quedará entonces el consuelo de conformarnos con algunas glorias devaluadas, menos masivas y espectaculares. Glorias de cabotaje, glorias de entrecasa, glorias familiares. Glorias de segunda marca. Glorias de saldo y liquidación. El tío al que le publican una carta en el correo de lectores del diario, el vecino al que Susana lo llama por teléfono o el veterano del club que gana un torneo de bochas también pueden sentir, con derecho, que la gloria ha rozado sus vidas. Pero no es lo mismo; decididamente no es lo mismo.

Qué quieren que les diga, yo preferiría salir a la calle y ser aclamado por una multitud rugiente que festejara con vuvuzelas la lectura gozosa de cada uno de mis libros.

jueves, 10 de junio de 2010

Crónica n° 62: Nosotros, los intolerantes (junio 2010)

El lugar donde nacemos y crecemos, la composición de nuestra familia, el tipo de educación que recibimos, nuestra pertenencia a un grupo social, nuestra adhesión o no a una religión, los contratiempos que atravesamos a lo largo de la vida y hasta el equipo de fútbol del que nos hacemos hinchas van moldeando en cada uno de nosotros una singular manera de ver el mundo e interpretar la realidad. Tan complejas y diversas son las combinaciones de estos factores, que bien puede decirse que hay tantas miradas posibles sobre el mundo como sujetos que lo miran. Sin embargo, paradójicamente, tendemos a comportarnos como si tamaña diversidad de perspectivas no existiera. Muy por el contrario, nos pasamos la mayor parte de nuestra vida encallados en la indiscutida creencia de que las cosas son tal como nosotros las vemos, sin cuestionar jamás esa mirada.

¿De dónde nace esta soberbia de pensar que la única manera válida de ver la realidad es la nuestra? Supongo que del miedo. El miedo inconsciente a que nuestra visión del mundo no resista una evidencia en contrario y entonces las certezas que tenemos se derrumben. El miedo a la duda esencial y a la inseguridad que ésta trae aparejada. El miedo a vivir a tientas, pisando sobre arenas movedizas. El miedo a la incomodidad de asumir que, en realidad, es muy poco lo que sabemos y entendemos.

Lo cierto es que de esta soberbia surge una dinámica perversa en nuestra relación con "el otro", es decir, con aquel que manifiesta poseer una visión del mundo que se contrapone a la nuestra. La irrupción del disenso nos irrita y, casi por instinto, buscamos cancelarlo. Para ser intolerante, al fin de cuentas, no se necesita transformarse en genocida, ni enrolarse en el Ku Kux Klan, ni actuar como barrabravas descontrolados. La intolerancia se cuela en nuestros pequeños actos cotidianos, mimetizada con la naturalidad de la costumbre. Menospreciamos esas otras miradas posibles, las descalificamos con indignacion. "¡Pero este tipo está loco!", "¡Qué manga de ignorantes!", "¡Es que los mata el resentimiento!", "¡Y qué querés si es un facho!". No importa cuál sea el rótulo al que apelemos, la cosa se resuelve siempre igual: los que opinan diferente a nosotros están equivocados. Hay en ellos, nuestros oponntes, una carencia, un defecto de origen que invalida su postura ante ese tema. Un vicio intrínseco distorsiona su mirada y deslegitima su interpretación de la realidad, impregnándola de una subjetividad enfermiza o malintencionada que la vuelve sospechosa y nos permite descartarla de plano. He aquí una segunda manifestación de soberbia, quizás más profunda que la anterior. Porque nada obsta a que nuestros oponentes sean, efectivamente, locos, ignorantes, resentidos o fachos, pero ¿de dónde sacamos que nuestra visión del mundo es inmaculada y no está distorsionada a su vez por nuestros propios prejuicios, limitaciones y mezquindades? A menos que podamos acreditar los beneficios de una improbable iluminación de origen divino, nuestra mirada sobre el mundo está tan teñida de subjetividad como la de cualquiera. Aun cuando creamos -y sea cierto- que estamos siendo lo más objetivos posible.

Las visiones diferentes a la nuestra deberían complementarnos, enriquecernos, ensanchar nuestro horizonte. En lugar de ello, las percibimos como una amenaza que debe ser neutralizada. No nos interesa analizar las razones que el otro tiene para sustentar su punto de vista. No sabemos de qué otro modo reaccionar ante la multiplicidad de versiones existentes sobre la realidad y entonces tratamos de imponer la nuestra. Movidos por un impulso de naturaleza colonialista, pretendemos transformar en verdad absoluta y universal algo que es apenas particular y relativo. Y como el resto del mundo es tan díscolo que no se digna a coincidir con nuestra versión, andamos por la vida despotricando contra los tarados que no se emocionan con una película que a nosotros nos parece conmovedora, contra los descerebrados que votan a un candidato que a nosotros nos resulta nefasto, o contra los imbéciles que se fanatizan con un cantante que nosotros tildamos de mediocre. Lo hacemos, claro, sin tener en cuenta que tal actitud nos involucra en un descomunal juego de espejos puesto que, ante los ojos de aquellos a quienes cuestionamos, los tarados, descerebrados e imbéciles somos nosotros, precisamente a causa de las elecciones éticas, estéticas o ideológicas que tanto nos enorgullecen.

Cuando el General Viola visitó Santa Fe en 1981 siendo presidente de facto, un periodista le preguntó si consideraba que en la Argentina estaban dadas las condiciones para el disenso. "Usted querrá decir para el consenso", lo corrigió Viola. "No, para el disenso", insistió el periodista. Viola se mostró perplejo, dijo que no entendía la pregunta y no contestó. La anécdota resulta muy ilustrativa para demostrar que en la estructura mental de los dictadores no hay espacio para la noción de disenso. Pero en la nuestra, supuestamente tan democrática, ¿sí lo hay? Día tras día, tomamos partido, apoyamos causas que sentimos valiosas y repudiamos otras que nos parecen deplorables. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar pacíficamente la coexistencia de miradas divergentes sobre determinados asuntos? Invocamos argumentos morales, políticos, filosóficos. religiososo o sentimentales para justificar nuestras apologías y rechazos, pero defenestramos los argumentos de idéntica naturaleza que esgrimen quienes no concuerdan con nosotros. Consideramos inteligentes a los que expresan una opinión similar a la nuestra y obtusos a quienes nos llevan la contra. Nos parece gracioso burlarnos de ciertas figuras públicas pero esas mismas chanzas aplicadas a figuras que admiramos y respetamos nos revuelven la sangre. Alzamos indignados nuestra voz de protesta cuando nos sentimos censurados pero no nos parece tan objetable que se acalle a aquellos que suelen decir cosas que no nos gusta escuchar. Condenamos la intolerancia cuando estamos incluidos entre sus víctimas pero nos cuesta reconocerla cuando somos nosotros los que la ejercemos. Medimos con distinta vara y no nos damos cuenta porque, con entera buena fe, creemos siempre tener la razón de nuestro lado.

Si esa buena fe no nos encegueciera de tal forma, podríamos percibir los motivos profundos que los otros tienen para pensar como piensan y actuar como actúan. Seguramente, no abandonaríamos por ello nuestras propias convicciones. Pero tal vez descubriríamos asombrados qué parecidas a nosotros son todas esas personas que ahora nos parecen tan distintas.

lunes, 26 de abril de 2010

Crónica n° 61: Instantánea con fondo de lluvia (abril 2010)

Ella entra al dormitorio recién bañada, envuelta en un toallón color turquesa, descalza, el cabello ceñido a la altura de la nuca con un elástico negro. No me mira. Abstraída vaya a saber en qué pensamientos propios de un día cansador que se termina, no advierte que yo sí la estoy mirando, que sigo desde la cama cada uno de sus movimientos.

Afuera, marzo se deshace sobre la ciudad en un aguacero noctámbulo y el viento balbucea palabras ininteligibles junto a la ventana. Adentro, sólo los pasos leves de ella y el zumbido del ventilador vulneran el silencio de la casa.

Ella acomoda el toallón húmedo sobre la baranda que rodea el entrepiso y se pone la remera con la que habrá de dormir (una remera que le queda grande porque es mía). Al hacerlo, un mechón ondulado escapa de la prisión de tela que lo retenía y queda suspendido junto a su mejilla izquierda, como un estilizado signo de pregunta que rebota graciosamente en el aire.

A pesar de su simpleza, el hecho logra captar mi atención más profunda y no entiendo por qué la imagen de ese rizo lánguido que se balancea rozándole la cara me conmueve de tal forma. Soy el espectador solitario de un acontecimiento mínimo, sutil, cuyo fugaz fulgor se abre paso entre los pliegues de lo cotidiano y viene a subrayar en mi interior la certeza de que amo a esa mujer.

Ajena por completo a esta epifanía doméstica, ella se sienta en el borde de la cama, programa el despertador, se quita la tira elastica y le devuelve a su pelo la libertad transitoriamente cercenada. Después, se acuesta, apaga la luz y se acurruca junto a mí, tomando mi hombro por almohada.

"Escuchá cómo llueve", murmura, y nos quedamos así, abrazados en silencio, atentos al soliloquio monocorde que la noche derrama sobre las calles y las casas.

lunes, 5 de abril de 2010

Crónica n° 60: La temida hora de las cuentas pendientes (abril 2010)

Lamentablemente, no soy de esas personas que gozan del inmenso privilegio de desmayarse en la cama apenas apoyan la cabeza sobre la almohada y siguen roncando aunque les monten un show de fuegos artificiales en pleno dormitorio. Salvo felices excepciones, disfrutar de un buen sueño nocturno constituye para mí un objetivo no muy fácil de alcanzar

Rara vez puedo dormir toda la noche de un tirón. Si tengo suerte, reacomodo mi cuerpo casi sin abrir los ojos y vuelvo a hundirme en el sueño de inmediato. Otras veces,en cambio, tengo previamente que levantarme y hacer escala en el baño o tomar un trago de jugo para recobrar el descanso perdido. Pero en ocasiones -con mayor asiduidad de la que desearía- el intervalo que separa ambas etapas del sueño se prolonga demasiado. Me remuevo entre las sábanas, ensayo diversas posiciones corporales, y cada intento infructuoso me conduce a una creciente frustración. Mi cabeza empieza a disociarse de mi voluntad, cobra vida propia con suma rapidez y entro en zona de riesgo: el desvelo amenaza con durar horas.

Para que pueda comprenderse la real dimensión del problema, debo aclarar algunas cuestiones básicas. Primero: por temor a generarme una posible dependencia psicológica, soy reacio a solucionar mis insomnios con pastillas. Segundo: mis insomnios son un drama solitario. Razones de índole ética me impiden incurrir en la despreciable conducta de despertar a mi compañera para involucrarla en él. Tercero: cuando tengo insomnio carezco por completo de predisposición anímica para el disfrute estético o las tareas creativas, de modo que ni enciendo la radio, ni escucho música, ni miro televisión; tampoco leo y, mucho menos, intento ponerme a escribir. Mi único anhelo en esos momentos es dormirme de nuevo.

El gran dilema a resolver, entonces, es cómo desactivar mi cabeza. Existen procedimientos que, al parecer, son muy eficaces en otras personas, pero que a mí no me sirven de nada. Contar ovejas, por ejemplo, me resulta exasperante y sólo espolea mi impaciencia. Efectuar un conteo regresivo tal como enseñan en los cursos de control mental tampoco es solución. Sucede que, lejos de relajarme, cada número me arrastra hacia infinidad de asociaciones (fechas, direcciones, teléfonos) que, en tales circunstancias, se vuelven contraproducentes.

A veces echo mano al dudoso recurso de enredarme en memorizaciones engorrosas: enumerar las sedes de los Juegos Olímpicos por orden cronológico. recitar el inventario de vicepresidentes argentinos, recordar la lista de compañeros de la primaria. Sin embargo, al cabo de unos minutos, cuando -según el caso- llego a Beijing 2008, a Cobos o a Sergio Vila, advierto que el ejercicio ha sido inútil: mi cabeza no sólo no se ha disciplinado, sino que se ha puesto más activa que antes. No he hecho más que alimentar al enemigo. Estoy en el umbral del desastre, a merced de un cerebro alborotado que, con una dispersión propia de la vigilia, me conduce vertiginosamente hacia un territorio caótico en el que bien puedo revivir en detalle una reunión reciente con amigos, visualizar el desarrollo de mi próxima clase, calcular cuántos puntos necesita Colón para clasificar a la Copa Libertadores, evocar con exacerbada nitidez las curvas de la promotora que el día anterior me dio un catálogo de Garbarino en la peatonal, o explayarme con gran soltura acerca de la realidad nacional en una hipotética entrevista televisiva. Mi cuerpo permanece inmóvil; mi pensamiento vaga en irrefrenable desorden.

Las campanadas de la iglesia del Carmen o una ojeada involuntaria a la radio-reloj me revelan brutalmente que ya son las 5. Mi contrariedad se desdobla y duplica; ya no sólo me lamento por el aquí y ahora impregnados de insomnio, sino que lamento por anticipado el cansancio supremo que habré de padecer a la mañana siguiente, el sol asesino que habrá de lastimar mis ojos irritados, el malhumor que potenciará cada mínimo contratiempo que deba afrontar. La sola idea de las largas colas que tendré que soportar en el Banco dentro de unas horas me agobia de antemano. Ya no logro contener la inquietud.

Me levanto. Voy al baño sin necesidad, bebo algo sin tener real sed. Camino en lo oscuro. Camino alrededor de la mesa, absurdamente, sólo por hacer algo, tratando de cansarme más de lo que ya estoy. Y me canso, sí, pero no puedo dejar de pensar. Bostezo. La pesadez de los párpados es abrumadora. Vuelvo a la cama. Lo hago sabiendo que si no consigo dormirme de inmediato me espera la fase más terrible del insomnio. Me acuesto, parece que voy a lograrlo. Pero pasa un auto con el escape roto, o algunos trasnochados que charlan y ríen con imprudencia. Los sonidos propios de la madrugada se amplifican hasta volverse intolerables. Ese grillo remoto parece el primer violín de la Sinfónica, y el taconeo de esa mujer es casi un desfile militar con tanques incluidos.

Es en ese momento cuando ocurre. Algo en mi interior cede, un último bastión se derrumba silenciosamente y me deja sin defensas. De un momento para otro, me descubro pensando en la amplísima lista de cosas que vengo postergando indefinidamente. El universo se erige frente a mí como un fiscal implacable que me apabulla enumerando cada una de mis deudas históricas (las peores, porque no tienen fecha de vencimiento y entonces quedan siempre para un "después" que nunca llega). Y su alegato es tan eficaz, o yo estoy tan débil por el cansancio, que sólo atino a darle la razón en todo, sin presentar excusas que a esa hora suenan huecas. He traspasado el umbral. Como ráfagas huracanadas, por mi cabeza surcan trámites que no he cumplido, amigos a los que no he visitado ni llamado en muchos meses, mails que no he contestado y se van acumulando en mi bandeja de entrada con destino de olvido, cuentos y poemas que alguna gente me ha pasado con expresa o tácita solicitud de evaluación y que ni siquiera he leído por falta de tiempo. Empiezo a sentirme atrapado, asfixiado, como en esos relatos de Patricia Highsmith en que el protagonista se ve involucrado casualmente en una cadena de hechos que lo va envolviendo como una telaraña de la que ya nunca logrará desenbarazarse, o como en el cuento de Cortázar en que el tipo no termina nunca de ponerse el pulóver, Pero esto es distinto, porque al final de la telaraña de la Highsmith está la muerte, y al final del laberinto de lana de Cortázar hay un precipicio. Aquí, en cambio, no hay salida, es como retorcerse en arenas movedizas que nunca terminan de tragar, un pozo sin fin en el que uno cae cae cae.

Pero no, no cabe aquí la sutileza intelectual de referencias literarias. Esto es mucho más visceral y directo. Lo que hay son matones. Matones que me apalean mientraa estoy indefenso sobre la cama. Nunca te decidiste a empezar natación. Cross a la mandíbula. Y todavía no cambiaste el vidrio roto de la puerta del lavadero. Patada en las costillas, Y cuándo pensás acomodar la biblioteca. Codazo en la nuca. Y cuándo pensás pedir turno con el dentista para arreglarte esas muelas. Puño en la boca del estómago. Y cómo se puede esperar algo grandioso de vos si ni siquiera sos capaz de terminar esa miserable crónica. Y yo siento que soy culpable de todos los cargos. No soy buen hijo, ni buen padre, ni buen marido. Soy mediocre en mi trabajo. Mi vida entera es un fraude, una farsa triste que hace agua por todas partes, una tela deshilachada que jamás terminaré de remendar. No puedo, nunca podré saldar mis cuentas pendientes. Y caigo caigo caigo...


Como un sonido proveniente de otro mundo, las voces que salen de la radio-reloj disuelven bruscamente el improbable paisaje serrano por el que andaba transitando. Al hacerlo, me conceden la reconfortante evidencia de que finalmente vencí al insomnio. Quizás sólo haya dormido una hora, pero saberlo me obsequia un modesto consuelo. Me levanto a desgano, muerto de sueño. Lamento por anticipado el cansancio supremo que habré de padecer durante toda la mañana, el sol asesino que habrá de lastimar mis ojos irritados, el malhumor que potenciará cada mínimo contratiempo que deba afrontar. La sola idea de las largas colas que tendré que soportar en el Banco dentro de unas horas me agobia de antemano.

Afortunadamente -al menos hasta el próximo insomnio- sólo eso me agobia.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Crónica n° 59: Teoría de los pararrayos (marzo 2010)

La siguiente no es una hipótesis con pretensiones científicas. Tampoco una especulación meramente literaria. Se trata de un intento acaso descabellado de ordenar en palabras una impresión que me sobreviene de vez en cuando, sólo para buscarle mediante la escritura un sentido posible, una significación -tal vez ilusoria- que la vuelva razonable.

Para plantear la cuestión debo partir de una premisa inquietante pero irrefutable: vivimos acechados constante y sigilosamente por la tragedia. Si se me permite y perdona una metáfora tan elemental, podría decirse que la vida consiste en atravesar un bosque recorriendo un sendero en cuyos márgenes, oculta entre el follaje, mora una criatura impredecible que, a cada rato, puede irrumpir en nuestro camino y arrastrarnos sin previo aviso al territorio del dolor y el espanto. Un ser que no es maligno ni deliberadamente cruel sino tan sólo irreflexivo y ciego, lo cual lo torna sin dudas mucho más temible. Sabemos de su existencia, sí, pero en cierta forma nos comportamos como si no lo supiéramos. Y es entendible que así ocurra: quizás esa negación sea el único medio con que contamos para no quedar paralizados por el miedo en mitad de la travesia. Sabemos también que estamos expuestos a ese peligro en forma inevitable, pero ese saber no suele ocupar nuestros pensamientos cotidianos. Es un saber que opera como un trasfondo imperceptible de nuestros actos, algo que permanece latente, quizás aun más latente que la certeza de nuestra propia finitud. El costado terrible de la vida, la dimensión horrorosa que ésta puede adquirir en cualquier momento, son confinados al rincón más recóndito de nuestra conciencia. Sabemos que la criatura anda suelta pero si no pensamos en ella es como si no existiera. Y si no existe, estamos a salvo.

El recurso es válido y funciona con suma eficacia. Pero un buen día llegan hasta nosotros aciagas noticias y las defensas erigidas manifiestan de golpe toda su endeblez. Un tío sufre un infarto, al hijito del vecino le diagnostican una enfermedad terminal, un amigo tiene un grave accidente con el auto. un compañero de trabajo o de juerga se muere. Primero es la incredulidad, el cómo puede ser si estuve con él la semana pasada; después la consternación, esa presencia opresiva en el pecho que recorta de nuestro vocabulario toda palabra que no esté manoseada por los lugares comunes. Y entonces, experimentamos un fenómeno cargado de ambivalencia. Por un lado, la certeza de que esta vez la bomba estalló muy cerca, más de lo habitual, la atemorizante comprobación de que en la lotería metafísica que rifa desgracias teníamos un número demasiado parecido al que salió sorteado provoca en nosotros -los que seguimos sanos, los que seguimos vivos- el retorno brutal de lo que había sido relegado, la reaparición de nuestro desamparo esencial ante la fragilidad de la condición humana. Y simultáneamente, está el alivio algo culposo de saber que el espanto nos ha rozado sin lastimarnos, la comprobación egoísta y tremenda de que al dolor se lo llevan otros a quienes, por unos días, unos meses o tal vez para siempre, la vida se les pondrá patas para arriba mientras que nosotros continuaremos atravesando el bosque por el sendero como hasta ayer, con normalidad, con la misma aburrida y maravillosa normalidad de todos los días.

Es en momentos así cuando me sobreviene esa impresión de la que hablaba al principio. La proximidad de ese sismo existencial que sacude la rutina de los otros me conmociona, y no puedo dejar de sentir que esa persona que acaba de ser agredida por la muerte o la enfermedad ha actuado como un pararrayos, atrayendo hacia sí una energía destructiva que andaba circulando en el ambiente y que bien podríamos haber sufrido aquellos que, de un modo u otro, tenemos una conexión con la víctima providencial. Siento que de alguna incomprensible manera, sin ninguna intención, sin vocación de sacrificio, sin la menor predisposición natural al heroísmo, esa persona nos ha salvado. Somos afortunados; nos ha sido concedida una prórroga durante la cual no moriremos, no nos sucederán cosas terribles. Como si hubiera un sistema de cupos para la tragedia, distribuidos vaya a saber con qué antojadizo criterio, y esa desgracia cercana pero ajena hiciera disminuir de manera considerable las probabilidades matemáticas de que, al menos por cierto tiempo, la criatura la emprenda con nosotros.

Es muy posible que estas sean divagaciones sin fundamento, más próximas al pensamiento mágico que al reino de las verdades objetivas. Imposible conocer cómo funcionan realmente estos asuntos. Quizás termine de atravesar el bosque y me muera sin saberlo. O quizás lo comprenda todo, de una vez y para siempre, el día en que me toque a mí ser el pararrayos de otra gente, el garante inconsulto de su salud o su supervivencia.

viernes, 5 de febrero de 2010

Crónica n° 58: El descubrimiento del fútbol (febrero 2010)

Mi fascinación por el fútbol no llegó de la mano de una pelota, sino a través de la lectura. El hecho fundacional -uno de esos acontecimientos que cambian la vida de una persona para siempre- tuvo lugar en diciembre de 1970. Yo tenía 5 años y acababa de terminar mi paso por el Jardín de Infantes. Tal como lo he explicado en una crónica anterior ("El descubrimiento de las palabras"), a pesar de mi corta edad yo ya era, por aquel entonces, un lector empedernido que devoraba cuanto texto tuviera a su alcance. No sé cuánto era lo que entendía ni cómo hacía para entenderlo, pero leer me encantaba. No sólo consumía libritos de cuentos, sino que habían comenzado a comprarme el Anteojito con regularidad, me gustaba hojear también las revistas que circulaban en mi casa o en las de mis abuelos: Gente, Siete Días, Vosotras, Para Ti, y hasta me le animaba a algunas secciones del diario El Litoral. Semanas atrás, mi papá me había formulado una promesa: apenas yo terminara el Jardin, me compraría una revista de fútbol. Así fue como una tarde de sol, haciendo honor a la palabra empeñada, me llevó hasta un kiosco cercano, compró un ejemplar de El Gráfico y lo depositó en mis manos. Ignoro qué significación, real o simbólica, le confirió mi papá a aquel acto. De lo que estoy seguro es de que ni él ni yo supimos esa tarde que, con ese regalo, me estaba obsequiando las llaves de un universo maravilloso.

El logo de la revista impreso en amarillo sobre fondo verde. La foto en colores de Aldo Poy en la tapa. La foto en blanco y negro de un gol de Chacarita frente a River, en la que el delantero (¿Marcos?) desliza la pelota con toque elegante por sobre la cabeza del arquero (¿Perico Pérez?). El póster central con el equipo de San Martín de San Juan que estaba disputando el Torneo Nacional. La foto de Laino, arquero de Atlanta, tirado en el césped, vencido por el disparo de un jugador rival (¿Morel, de Racing, o Hijitus Gómez, de Central?). He ahí el acotado e impreciso inventario visual que aún guardo de aquella lectura iniciática. El inventario de nombres, en cambio, es mucho más abultado, pero justamente a causa de su extensión será mejor omitirlo. Baste decir que esa larga lista incluye rarezas tales como Aceituno, Millicay, Legrotaglie o Ataúlfo Sánchez.

El impacto que provocó en mí el encuentro con esa revista fue enorme, revolucionario. Quizás una anécdota sirva para demostrarlo. En la casa de mis abuelos maternos había un pequeño pizarrón y una caja con tizas de colores. Supongo que me los habían comprado con fines didácticos, para que practicara mis primeros manuscritos o para que evidenciara sobre ese rectángulo negro alguna precoz habilidad plástica que -dicho sea de paso- nunca tuve. Y bien, yo usé las tizas y el pizarrón con gran entusiasmo, sí, pero lo hice para aplicar mis incipientes conocimientos sobre el mundo del fútbol. Y mi esfuerzo, por cierto, rindió sus frutos: para cuando llegó marzo y tuve que empezar la escuela primaria, yo no sólo podía dibujar las camisetas de por lo menos veinte equipos diferentes, sino que además era capaz de escribir "River Plate" o "Vélez Sarsfield" sin errores de ortografía. Si eso no es aprendizaje holístico, díganme entonces cómo se llama.

Por supuesto, mi flamante interés por el fútbol, sumado a mi pasión lectora conformó una dupla voraz que necesitó ser bien alimentada. Así fue como a ese primer ejemplar de El Gráfico le siguieron otros, no sólo del mismo semanario, sino también de la revista que terminaría luego siendo mi preferida: la Goles. Yo las leía con devoción y ellas retribuían mi entusiasmo con creces, suministrándome una andanada de información que, dada mi natural curiosidad, me fue transformando casi sin esfuerzo en una pequeña enciclopedia viviente del fútbol. No exagero: ya en segundo grado, ninguno de mis compañeros de curso podía igualarme a la hora de recitar formaciones completas de equipos argentinos o enumerar clubes de otros países.

Leer esas revistas me hacía feliz y eso bastaba para volverlas imprescindibles. Pero ellas me permitieron también obtener dos beneficios colaterales que sólo pude valorar debidamente años después, analizados con ojos de adulto. Para empezar, no tengo pudor en admitir que las revistas deportivas han sido mi primera influencia literaria. Yo escribía crónicas de partidos imaginarios e intentaba imitar en ellas el estilo de las notas que leía. Así, sin darme cuenta, fui absorbiendo conceptos periodísticos básicos, maneras de presentar la información y, sobre todo. formas de narrar los hechos (ya me imagino a algún gracioso diciendo: "se nota... tendrías que haber leído más a Balzac y menos a Osvaldo Ardizzone"). En cuanto al otro beneficio, es algo más profundo, casi de naturaleza filosófica. Porque leyendo esas revistas aprendí que el mundo del fútbol no era un manojo caótico de partidos inconexos, sino que todos respondían a un orden superior, estaban insertos en una estructura gigantesca que todo lo abarcaba, se desplegaba en el espacio (con un ámbito regional, otro nacional y otro internacional) y tenía continuidad en el tiempo. En otras palabras: muchos años antes de las aburridas clases de Metodología de la secundaria, fue el fútbol el primer docente que inoculó en mi cabecita la noción de lo que era un sistema. O. en todo caso, cabría afirmar que el del fútbol fue el primer sistema cuya esencia y funcionamiento logré captar a la perfección. En base a tal circunstancia, hasta me atrevería a aventurar que mi forma adulta de razonar deriva en buena parte de aquella temprana percepción de las cosas.

Es posible que los lectores detecten en lo hasta aquí narrado cierto excesivo grado de abstracción. Es decir: mucha revista, mucha revista, pero poca pelota en movimiento. No debe suponerse por ello, sin embargo, que mi relación infantil con el fútbol se limitó a la lectura. También veía partidos. Y vaya si veia; prácticamente no me perdía ninguno. Pero ubiquémonos en la época: hoy es fácil encontrar fútbol en la tele. Basta con apretar un par de botones para poder asistir a un exótico Angola-Malawi por la Copa de África o presenciar un duelo de hacha y tiza entre General Lamadrid y J. J. Urquiza por la Primera C vernácula. A mí, que era capaz de quedarme pegado a una portátil sólo para seguir las alternativas de un Almagro-Villa Dálmine, tamaña maravilla tecnológica me hubiese hecho morir de felicidad. Pero en aquellos años no era tan frecuente ver partidos en vivo y en directo. Entonces, había que apelar a otros intermediarios: la radio, las revistas, las figuritas.

En cuanto a jugarlo, pues claro que también lo jugaba. Desde esa tarde en que Claudio Astudillo se dio vuelta en medio de la clase y desde el pupitre de adelante me preguntó en voz baja: "¿querés jugar al bolo en el recreo?", jugar al bolo se transformó para mí en sinónimo de liberación, de felicidad pura y plena, de gesta épica en la que hacerle el gol del triunfo al curso rival equivalía a convertirse en héroe por un dia.
Pero esa, claro, es otra historia. Por el momento, quedémonos con el recuerdo de ese niño con anteojos al que le alcanzaba con tirarse de panza al suelo y leer una revista Goles para sentir que la vida, igual que el fútbol, era un juego apasionante.