La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







miércoles, 2 de noviembre de 2011

Crónica n° 72: El difícil arte de ser gobernados (octubre 2011)

A veces me da por pensar que el deporte preferido de los argentinos no es el fútbol, sino la queja. Y es que en pocas actividades ponemos tanto empeño como en la diaria gimnasia de lamentar, en voz alta, nuestro ingrato destino de victimas recurrentes de la insensatez, la negligencia y la ignorancia ajenas.



Quejarse es un derecho y no está mal ejercerlo cuando corresponde. Pero una cosa es quejarse; otra muy distinta es ser un quejoso. Lo primero es una sana reacción; lo segundo es un vicio. A la persona quejosa no hay nada ni nadie que le venga bien. Escéptico compulsivo, en todo y en todos encontrará el quejoso motivo suficiente para descreer y criticar. En todo, menos en lo que él hace, claro. En todos, menos en él mismo, claro. Porque el quejoso deposita en los otros la causa de todos sus pesares. Lo cual, dicho sea de paso, resulta sumamente cómodo para no tener que hacerse cargo de nada: como el problema está fuera de él, también la solución lo está. Su queja, entonces, se agota en el pataleo intrascendente e improductivo. El quejoso permanece plañideramente estancado en un negativismo paralizante que, sin embargo, lo libera de toda culpa. ¿Para qué comprometerse con una causa que estará perdida de antemano porque “este país no tiene arreglo”? ¿Para qué ser solidarios si “acá nadie te regala nada”? ¿Para qué movilizarse e intentar modificar algo si “los argentinos somos incorregibles”? De autocrítica, nada. A lo sumo, se permite esa cíclica retórica autoflagelatoria y fatalista del “tenemos los gobiernos que nos merecemos” que, en realidad y bien leída, es un olímpico lavado de manos que disuelve la responsabilidad individual en otra colectiva y uniforme.


En los ámbitos futboleros suele decirse que en la Argentina hay cuarenta millones de directores técnicos. Ojalá fuera ese el único problema de superpoblación que padecemos. No, aquí hay también cuarenta millones de presidentes que sabemos cómo arreglar el país, cuarenta millones de ministros de economía que sabemos qué medidas hay que tomar para generar riqueza, cuarenta millones de abogados que sabemos cómo resolver conflictos de manera favorable y con máxima celeridad, cuarenta millones de médicos-farmacéuticos dispuestos a recetarle a vecinos y familiares el modo más eficaz de curar malestares. Somos, en suma, cuarenta millones de sabelotodos a los que nadie nos va a venir a explicar cómo hacer las cosas y sin embargo -oh, vida cruel- estamos condenados a tolerar que las decisiones de 39.999.999 sabelonadas influyan negativamente en nuestra vida y la transformen en un calvario insoportable.

Soberbios, díscolos, socarrones, discutidores, olvidadizos, ingratos, volubles, lapidarios, contradictorios, gataflóricos, suena lógico que hayamos cultivado esta notable inclinación hacia la queja sistemática. Empleados públicos, albañiles, docentes, verduleros, odontólogos, periodistas, piqueteros, cualquiera es susceptible de caer en la volteada de nuestras diatribas. Pero a la hora de buscar un blanco propicio para lanzar nuestros venenosos dardos, nada mejor que "el gobierno". Municipal, provincial, nacional, poco importa. Ejecutivo, legislativo, judicial, lo mismo da. Los argentinos tenemos bien arraigada la costumbre de culpar a esa abstracción llamada "el gobierno" de casi todos nuestros males como sociedad. El gobierno nos miente, nos roba, nos defrauda, nos acosa, nos manipula, nos expolia, nos impide ser felices. Hmm, discúlpenme, tamaño grado de victimización me parece sospechoso. ¿No será hora de pedir turno con el psicólogo?


Que quede claro: de ninguna manera pretendo plantear aquí una victimización de signo inverso, es decir, alegar una supuesta inocencia de todos quienes nos han gobernado a lo largo de la historia. De 1810 a esta parte sobran ejemplos de incompetencia o nocividad gubernamentales, y es innegable que esa larga cadena histórica de desaciertos e iniquidades ha contribuido de manera decisiva al surgimiento y desarrollo de este hábito nacional tan singular. Lo que sí intento plantear es que dejemos por un rato de poner tanto énfasis en las responsabilidades ajenas y veamos la cuestión desde el otro lado.


Es indudable que los argentinos –marche un segundo turno con el psicólogo- tenemos serios problemas con el principio de autoridad. O le negamos desde el arranque legitimidad moral a quien la ejerce, descargando sobre él una metralla de juicios descalificatorios (porque es de izquierda, porque es de derecha, porque es reaccionario, porque es terrorista, porque es peronista, porque es antiperonista, porque es civil, porque es militar y, en última instancia, porque sí o por las dudas), o se la reconocemos sólo en la medida en que su accionar coincide con nuestro punto de vista. Teniendo en cuenta esta particularidad de nuestro ser nacional, queda claro que no debe ser fácil lidiar con nosotros y sobrellevar airosamente la tarea. No he tenido la experiencia de formar parte de un gobierno pero a veces tengo la impresión de que gobernar debe asemejarse bastante a asumir el rol de padre frente a una multitud de hijos malcriados, irrespetuosos y egoístas que sólo piensan en su propio bienestar y protestan con berrinches si no se les da lo que exigen, adolescentes que reclaman derechos pero no quieren cumplir deberes, individuos feroces a la hora de juzgar los errores de papá pero incapaces de reconocer lo que nos brinda.


Es curiosa -y perversa- la concepción que se tiene en nuestro país acerca de lo público. Al Estado se le exige que resuelva todo, pero no se le quiere dar nada, y sobre esa incongruencia basal se edifican unos cuantos pecados ciudadanos de acto, palabra y pensamiento. Exigimos que se respeten nuestros derechos, pero basta que se sancione una normativa cualquiera para que inmediatamente, casi por reflejo, ya estemos tramando cómo hacer para no tener que cumplirla. Nos indignamos cuando no hay medicamentos en los hospitales, o si los edificios escolares se caen a pedazos pero le escamoteamos recursos al Estado evadiendo cuanto impuesto se pueda evadir. Ponemos el grito en el cielo cuando osan molestar nuestra cotidianeidad imponiéndonos controles de cualquier índole pero después nos rasgamos las vestiduras cuando ocurre una tragedia justamente por falta de control. Somos particularmente sensibles a detectar y condenar las arbitrariedades que el Estado comete con nosotros pero para las nuestras siempre encontramos una justificación que las vacía de toda malicia.


No, no debe ser sencillo gobernar a gente que protesta por los baches y también protesta cuando el tránsito se complica porque los están arreglando. Gobernar bien es un arte, sí, pero -reverso ineludible- también lo es saber ser gobernados. Y puede que a nuestros gobernantes les falte bastante para transformarse en auténticos artistas, pero convengamos que en esta materia también nosotros debemos varias bolillas.


Yo podría explicarles cómo hay que hacer. Pero ¿para qué me voy a gastar hablando? Y no es que sea un quejoso pero, sinceramente, es tremendo esto de tener que tolerar constantemente la insensatez, la negligencia y la ignorancia de 39.999.999 compatriotas.