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vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 6 de marzo de 2008

Crónica nº 4: El precio de la normalidad (julio 2003)

La primera certeza que conseguimos hilvanar los santafesinos después del 29 de abril fue que el concepto de normalidad, tal como lo entendíamos antes de la inundación, se había disuelto por completo. El avance del río canceló nuestra cotidianeidad en cuestión de horas, mutilando rutinas y costumbres, borroneando nuestros puntos habituales de referencia. La anécdota real de quien despertó en medio de la madrugada y, al bajar de la cama, no encontró sus pantuflas, sino un insólito mar que invadía su casa, opera como elocuente metáfora de lo que nos sucedió a los habitantes de Santa Fe. Porque en menos de 48 horas, nos encontramos viviendo en una ciudad desconocida, con otro ritmo, con otras urgencias, con otros sonidos, con un paisaje casi onírico, compuesto por postales inverosímiles. Y en el vórtice de la catástrofe, abrumados por lo descomunal del desastre, sentimos que no habría retorno, que Santa Fe jamás volvería a ser la de antes. O que, en el mejor de los casos, ese regreso a la antigua normalidad llevaría muchísimo tiempo.

Evidentemente, las previsiones fallaron. A dos meses y medio de la inundación, Santa Fe ha recuperado casi todos los síntomas de normalidad. Volvieron las clases, los espectáculos artísticos, las reuniones festivas, los encuentros deportivos. Miles de familias retornaron a sus hogares, los centros de evacuados se despoblaron. Ya no hay gente en los techos de sus casas, ni montañas de basura en las calles, ni helicópteros sobrevolando la ciudad. Conductas cuya sola enunciación a principios de mayo -especialmente a quienes no nos inundamos- sonaba casi a sacrilegio, han vuelto a poblar nuestras horas. El tema de la inundación ha perdido protagonismo; ya no es el eje excluyente de nuestros pensamientos y nuestras acciones.

Una lectura superficial de los hechos podría conducirnos a conclusiones optimistas, tan apresuradas como injustas. Porque basta correrse unos centímetros de la comodidad mental de pensar "por suerte, ya pasó todo", para que surja, insidiosa, una pregunta elemental: ¿qué santafesinos son los que han vuelto a la normalidad? ¿Los que perdieron todas sus pertenencias y ahora deben empezar otra vez de cero pero no tienen con qué hacerlo? ¿Los que, por falta de alternativas mejores, se ven forzados a habitar viviendas virtualmente inhabitables? ¿Los que, además de los daños materiales sufridos perdieron a algún familiar? ¿Los que quedaron traumados por la experiencia vivida y todavía se despiertan a la madrugada en medio de pesadillas acuáticas? ¿Los que infructuosamente claman por un justo resarcimiento? Evidentemente, ellos no. Somos los no inundados los que disfrutamos de ese regreso a la normalidad. Para todos los otros santafesinos, el drama sigue.

* * *

Paradojas del agua, el mismo río que cubrió un tercio de la ciudad, sacó a la luz vastos fragmentos de realidad que desde hacía demasiado tiempo permanecían sumergidos (y no precisamente por el agua). Mejor dicho, no sólo los sacó a la luz, sino que además los arrojó como una bofetada sobre el resto de la ciudad. Fue como si la parte oeste de Santa Fe se elevara y, plegándose sobre una bisagra imaginaria en dirección al este, cayera en forma estrepitosa sobre la "zona de bulevares", provocando temporariamente la forzada yuxtaposición de las dos ciudades: la Santa Fe que todos conocemos y esa Santa Fe oculta que muchos prefieren ignorar. El agua expuso ante los habitantes del centro todas las miserias que éstos nunca habían visto, o que sólo habían visto de lejos, a través de la lente desenfocada del prejuicio y del recelo. De un día para el otro, las estadísticas de la marginalidad dejaron de ser meros números, se humanizaron y adquirieron rostros concretos. Los anónimos protagonistas de oscuras historias de vida se instalaron a la vuelta de la esquina.

Por supuesto, esta inédita convivencia dio lugar a las más variadas reacciones. Hubo quienes mostraron un asombro rayano en la ingenuidad. Hubo quienes ejercieron activamente la comprensión y la solidaridad. Hubo también quienes incurrieron en el desprecio y se dejaron ganar por un pánico exacerbado ante la "invasión". Frente al surgimiento abrupto de esa porción de realidad hasta entonces sumergida hubo una sola actitud que no se pudo adoptar: seguir ignorándola. Era imposible. No había cómo esconderse, ni dónde esconderla.

En ese contexto -motivados, según el caso, por convicción ideológica, por sinceras razones humanistas, por demagogia, y hasta por súbitos sentimientos de culpa- hubo entonces quienes pensaron y declararon que habría un antes y un después de la inundación en la historia de la ciudad, que la catástrofe nos brindaba una inmejorable oportunidad para enmendar errores y fundar una nueva Santa Fe, erigida esta vez sobre bases más solidarias.

Sin embargo, casi tres meses después, da la sensación de que aquello fue sólo un intervalo lúcido. El efecto paradójico del agua ha vuelto a operarse, pero esta vez en sentido inverso: el río se retiró del tercio inundado de la ciudad y, paralelamente, los fragmentos de esa realidad postergada volvieron a quedar tapados. Como antes. Como siempre. Sólo que esta vez, en su retirada, el río sumó a esa realidad nuevas porciones, y ahora hay miles de víctimas más de ese síndrome colectivo de invisibilidad.

Retornar cuanto antes a la normalidad perdida es una aspiración lícita y comprensible, pero el precio no puede ser el olvido. Trescientos mil santafesinos hemos vuelto a la normalidad, sí, pero al costo del retorno lo están pagando los otros cien mil. Ésos que, alejado ya el peligro de estar inundados por el Salado, corren ahora el riesgo de quedar sumergidos por la amnesia y la ceguera del resto.

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