La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 29 de diciembre de 2011

Crónica n° 73: La vida sin mentiras (diciembre 2011)

Si no fuera por esos 20 minutos finales en que la historia pierde vuelo y termina enredándose en los clichés propios de las comedias románticas hollywoodenses, “La mentira original” sería una película impecable. No obstante, a esta comedia -codirigida por Ricky Gervais y Matthew Robinson y protagonizada por el primero- le alcanza con los méritos que exhibe antes de ese final anodino para erigirse como una película conmocionante y movilizadora.



Con un humor inteligente, notable agudeza y acertadas dosis de un sarcasmo que a veces recuerda al de “Los Simpson”, el guión plantea la existencia de un mundo utópico donde no existe el engaño por la simple razón de que todas las personas dicen siempre lo que sienten y piensan. Todo allí es transparente y explícito; nada se calla. No hay diplomacia, es cierto, pero tampoco hipocresía. En su primera cita, hombres y mujeres verbalizan sin pudores sus miedos y frustraciones al respecto en tiempo real. Los compañeros de trabajo se demuestran con naturalidad sus celos y antipatías. Los camareros critican con libertad los platos que eligen los clientes. Los jefes confiesan a sus empleados la incomodidad que les provoca despedirlos. Los médicos informan a sus pacientes que probablemente morirán en cuestión de horas, con la misma liviandad con la que se anuncia que va a llover.


En un mundo así, anclado a la inevitabilidad de lo verídico, no hay lugar para la desconfianza, claro, pero tampoco para la ficción. Las películas consisten en un actor que se limita a leer guiones que cuentan episodios históricos estrictamente reales. Y también las propagandas resultan muy singulares, al menos para nuestros ojos contaminados de marketing (en tal sentido, la ironía que destila la escena de la publicidad televisiva de Coca-Cola es demoledora).


El conflicto surge cuando, un buen día, el protagonista Mark Bellison, flamante desempleado y a punto ce quedar literalmente en la calle, siente un impulso irrefrenable que lo lleva a afirmar. por primera vez en la historia de la humanidad, algo que no se corresponde con la realidad de los hechos. Es un impulso al que no sabe cómo calificar ni describir pues, lógicamente, el concepto de mentira no existe; es él quien, sin saberlo, lo acaba de inventar. A partir de ese pecado original, Mark descubrirá que no decir la verdad trae muchos beneficios, sobre todo cuando uno cuenta a su favor con la credulidad absoluta de los demás. Pero muy pronto descubrirá también que, simultáneamente, la mentira puede ayudar a la gente a ser más feliz. Ha nacido el engaño en el mundo, sí, pero con él han nacido también la esperanza y –he aquí el sarcasmo mayúsculo- la fe religiosa. Y es quizás en la formulación y desarrollo de esta ambivalencia moral donde se asientan los mayores aciertos de la película.

“La mentira original” es divertida, y si bien se conforma con cumplir eficazmente su noble objetivo de entretener, se las ingenia, entre carcajadas y sonrisas, para embarcarnos en profundas reflexiones. En primer lugar, nos muestra un mundo en el que la comunicación humana carece de filtros morales y afectivos y, al hacerlo, por oposición, pone en evidencia la gigantesca red de ocultamientos y falsedades cotidianas en la que estamos atrapados y de la cual somos cómplices. Como en uno de esos teoremas cuya hipótesis queda demostrada por el absurdo, la exageración sirve aquí para desnudar cuánto de nosotros permanece sumergido en nuestra vida diaria, cuántas cosas callamos por conveniencia, compasión o buenos modales.

En segundo lugar, esa ácida confrontación entre el mundo utópico y el real nos obliga a imaginar cómo sería vivir en aquél y nos coloca ante la incomodidad de no darnos una respuesta unívoca. Es que, pasadas las risas iniciales, esa honestidad sin concesiones que se nos va mostrando empieza de a poco a volverse difícil de digerir. Es un mundo brutal el de la película, sí, pero la paradoja es que en él nadie se siente ofendido pues nadie conoce otra forma de relacionarse. Somos nosotros, los espectadores, acostumbrados como estamos a vivir en una sociedad regida por el doble discurso, los que sentimos que no podríamos sobrevivir demasiado tiempo en semejantes condiciones de sinceridad.


En tercer lugar, la película nos interroga acerca de nuestra propia credulidad y la inquietante posibilidad de que algunas -o muchas- de las cosas que damos por sentadas como verdades inobjetables sean, en realidad, la obra de algún gran fabulador. Si se piensa, por ejemplo, en las estrategias publicitarias que buscan convencernos de las virtudes de tal o cual producto, o en la manipulación constante a que somos sometidos por los medios masivos de comunicación, es imposible no preguntarse hasta dónde esa sociedad candorosa de la cual se aprovecha Mark Bellison no es un reflejo caricaturesco de la nuestra.


“La mentira original” propone con ironía un dilema sobre límites éticos. ¿Hasta qué punto es valiosa la honestidad? ¿Hasta qué punto resulta dañosa la mentira? Al exponer en paralelo el costado filoso de la sinceridad y la dimensión piadosa de la mentira no cuestiona, por lo tanto, nuestras elecciones, sino las posturas absolutas al respecto. A todos nos gustaría poder decir siempre lo que pensamos sin temer a las consecuencias. Y sin embargo, sospechamos que afrontar el reverso de esa libertad sería una experiencia acaso intolerable. El infierno sería -sartreana resonancia- la imposibilidad de sustraernos a la constante certeza del veredicto de los otros. Del mismo modo, a todos nos gustaría sabernos a salvo de las decepciones, pero ¿cómo soportar una vida en la que no hay lugar para la desilusión simplemente porque es imposible haberse ilusionado antes?


“No existe el mundo perfecto; toda opción tiene su precio”, parece advertirnos burlonamente la película. Y tiene razón.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Crónica n° 72: El difícil arte de ser gobernados (octubre 2011)

A veces me da por pensar que el deporte preferido de los argentinos no es el fútbol, sino la queja. Y es que en pocas actividades ponemos tanto empeño como en la diaria gimnasia de lamentar, en voz alta, nuestro ingrato destino de victimas recurrentes de la insensatez, la negligencia y la ignorancia ajenas.



Quejarse es un derecho y no está mal ejercerlo cuando corresponde. Pero una cosa es quejarse; otra muy distinta es ser un quejoso. Lo primero es una sana reacción; lo segundo es un vicio. A la persona quejosa no hay nada ni nadie que le venga bien. Escéptico compulsivo, en todo y en todos encontrará el quejoso motivo suficiente para descreer y criticar. En todo, menos en lo que él hace, claro. En todos, menos en él mismo, claro. Porque el quejoso deposita en los otros la causa de todos sus pesares. Lo cual, dicho sea de paso, resulta sumamente cómodo para no tener que hacerse cargo de nada: como el problema está fuera de él, también la solución lo está. Su queja, entonces, se agota en el pataleo intrascendente e improductivo. El quejoso permanece plañideramente estancado en un negativismo paralizante que, sin embargo, lo libera de toda culpa. ¿Para qué comprometerse con una causa que estará perdida de antemano porque “este país no tiene arreglo”? ¿Para qué ser solidarios si “acá nadie te regala nada”? ¿Para qué movilizarse e intentar modificar algo si “los argentinos somos incorregibles”? De autocrítica, nada. A lo sumo, se permite esa cíclica retórica autoflagelatoria y fatalista del “tenemos los gobiernos que nos merecemos” que, en realidad y bien leída, es un olímpico lavado de manos que disuelve la responsabilidad individual en otra colectiva y uniforme.


En los ámbitos futboleros suele decirse que en la Argentina hay cuarenta millones de directores técnicos. Ojalá fuera ese el único problema de superpoblación que padecemos. No, aquí hay también cuarenta millones de presidentes que sabemos cómo arreglar el país, cuarenta millones de ministros de economía que sabemos qué medidas hay que tomar para generar riqueza, cuarenta millones de abogados que sabemos cómo resolver conflictos de manera favorable y con máxima celeridad, cuarenta millones de médicos-farmacéuticos dispuestos a recetarle a vecinos y familiares el modo más eficaz de curar malestares. Somos, en suma, cuarenta millones de sabelotodos a los que nadie nos va a venir a explicar cómo hacer las cosas y sin embargo -oh, vida cruel- estamos condenados a tolerar que las decisiones de 39.999.999 sabelonadas influyan negativamente en nuestra vida y la transformen en un calvario insoportable.

Soberbios, díscolos, socarrones, discutidores, olvidadizos, ingratos, volubles, lapidarios, contradictorios, gataflóricos, suena lógico que hayamos cultivado esta notable inclinación hacia la queja sistemática. Empleados públicos, albañiles, docentes, verduleros, odontólogos, periodistas, piqueteros, cualquiera es susceptible de caer en la volteada de nuestras diatribas. Pero a la hora de buscar un blanco propicio para lanzar nuestros venenosos dardos, nada mejor que "el gobierno". Municipal, provincial, nacional, poco importa. Ejecutivo, legislativo, judicial, lo mismo da. Los argentinos tenemos bien arraigada la costumbre de culpar a esa abstracción llamada "el gobierno" de casi todos nuestros males como sociedad. El gobierno nos miente, nos roba, nos defrauda, nos acosa, nos manipula, nos expolia, nos impide ser felices. Hmm, discúlpenme, tamaño grado de victimización me parece sospechoso. ¿No será hora de pedir turno con el psicólogo?


Que quede claro: de ninguna manera pretendo plantear aquí una victimización de signo inverso, es decir, alegar una supuesta inocencia de todos quienes nos han gobernado a lo largo de la historia. De 1810 a esta parte sobran ejemplos de incompetencia o nocividad gubernamentales, y es innegable que esa larga cadena histórica de desaciertos e iniquidades ha contribuido de manera decisiva al surgimiento y desarrollo de este hábito nacional tan singular. Lo que sí intento plantear es que dejemos por un rato de poner tanto énfasis en las responsabilidades ajenas y veamos la cuestión desde el otro lado.


Es indudable que los argentinos –marche un segundo turno con el psicólogo- tenemos serios problemas con el principio de autoridad. O le negamos desde el arranque legitimidad moral a quien la ejerce, descargando sobre él una metralla de juicios descalificatorios (porque es de izquierda, porque es de derecha, porque es reaccionario, porque es terrorista, porque es peronista, porque es antiperonista, porque es civil, porque es militar y, en última instancia, porque sí o por las dudas), o se la reconocemos sólo en la medida en que su accionar coincide con nuestro punto de vista. Teniendo en cuenta esta particularidad de nuestro ser nacional, queda claro que no debe ser fácil lidiar con nosotros y sobrellevar airosamente la tarea. No he tenido la experiencia de formar parte de un gobierno pero a veces tengo la impresión de que gobernar debe asemejarse bastante a asumir el rol de padre frente a una multitud de hijos malcriados, irrespetuosos y egoístas que sólo piensan en su propio bienestar y protestan con berrinches si no se les da lo que exigen, adolescentes que reclaman derechos pero no quieren cumplir deberes, individuos feroces a la hora de juzgar los errores de papá pero incapaces de reconocer lo que nos brinda.


Es curiosa -y perversa- la concepción que se tiene en nuestro país acerca de lo público. Al Estado se le exige que resuelva todo, pero no se le quiere dar nada, y sobre esa incongruencia basal se edifican unos cuantos pecados ciudadanos de acto, palabra y pensamiento. Exigimos que se respeten nuestros derechos, pero basta que se sancione una normativa cualquiera para que inmediatamente, casi por reflejo, ya estemos tramando cómo hacer para no tener que cumplirla. Nos indignamos cuando no hay medicamentos en los hospitales, o si los edificios escolares se caen a pedazos pero le escamoteamos recursos al Estado evadiendo cuanto impuesto se pueda evadir. Ponemos el grito en el cielo cuando osan molestar nuestra cotidianeidad imponiéndonos controles de cualquier índole pero después nos rasgamos las vestiduras cuando ocurre una tragedia justamente por falta de control. Somos particularmente sensibles a detectar y condenar las arbitrariedades que el Estado comete con nosotros pero para las nuestras siempre encontramos una justificación que las vacía de toda malicia.


No, no debe ser sencillo gobernar a gente que protesta por los baches y también protesta cuando el tránsito se complica porque los están arreglando. Gobernar bien es un arte, sí, pero -reverso ineludible- también lo es saber ser gobernados. Y puede que a nuestros gobernantes les falte bastante para transformarse en auténticos artistas, pero convengamos que en esta materia también nosotros debemos varias bolillas.


Yo podría explicarles cómo hay que hacer. Pero ¿para qué me voy a gastar hablando? Y no es que sea un quejoso pero, sinceramente, es tremendo esto de tener que tolerar constantemente la insensatez, la negligencia y la ignorancia de 39.999.999 compatriotas.





lunes, 3 de octubre de 2011

Crónica n° 71: Contemplo el río (septiembre 2011)

Sentado en la barranquita, a la sombra de unos aromos de ramas lánguidas, contemplo el río. La primavera estalla en la mañana como una fruta jugosa que derrama sus colores sobre el paisaje. El viento del norte, suave pero insistente, arroja hacia mí certezas de azahares cercanos y un alboroto de patos que repica en las islas de enfrente.



Contemplo el río. El agua fluye morosa, casi imperceptiblemente, con un andar lento de serpiente perezosa. Sólo el bamboleo tenue de algunos camalotes viajeros delata, aquí y allá, la existencia de la pacífica corriente.


Contemplo el río y siento que su mansedumbre desnuda, sin margen para excusas, la descomunal estupidez de nuestras civilizadas urgencias, la sinrazón monumental de tanta neurosis cotidiana. El río fluye, simplemente fluye. El río no sabe que es río, sólo lo es. No se sobrevalora ni se subestima. No se apura, no se angustia por llegar a su desembocadura. No contamina su propia fluidez con miedos congénitos ni culpas adquiridas. Simplemente, fluye.


Contemplo el río y, en cierta forma, envidio su sabiduría celular, la manera irrazonada en que sabe lo que tiene que hacer. Me gustaría reducir, igual que él, los términos de la ecuación a 1, desanudar la correa de la conciencia, desterrar las palabras y ser uno con el universo, armonizar plenamente con el paisaje. Cierro los ojos, inspiro profundamente el aire templado de septiembre y dejo que el viento me atraviese, que transcurra a través de mi. Es inútil: un instante después, un aleteo entre el follaje me hace pensar “pájaro”, una fragancia silvestre me lleva a nombrar “primavera”, y entonces la efímera unidad se disuelve en múltiples estímulos y sus correspondientes sensaciones. Vuelvo a ser, apenas, un hombre que contempla el río.


Contemplo el río. No hay sitio aquí para las disonancias de la ciudad y los perversos silogismos que ella impone. Todo lo que no está entre este horizonte y yo ha quedado muy lejos, a tantas horas-luz de esta calma de domingo, que su existencia parece no tener más densidad que la borra de un sueño evanescente.


Sentado en la barranquita, a la sombra de unos aromos de ramas lánguidas, contemplo el río. Gozosamente, contemplo el río.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Crónica n° 70: Pixinguinha y la inmortalidad (agosto 2011)

Si los lectores de estas líneas fuesen invitados a elaborar una lista de figuras relevantes de la música popular brasileña, de inmediato acudiría a su memoria una docena de nombres ilustres. Entre ellos, seguramente, no estaría el de mi tocayo Pixinguinha (Alfredo da Rocha Viana Jr.), compositor carioca que –al menos, a nivel internacional- no goza del reconocimiento masivo que sí ostentan monstruos sagrados más modernos como Vinicius de Moraes, Caetano Veloso o Chico Buarque, por citar sólo a algunos integrantes notables de ese hipotético catálogo.



Yo jamás había oído hablar de él hasta ese viernes en “La Tasca”, la noche del recital de Cacho Hussein y Nilda Godoy. Fue justamente Cacho quien lo mencionó, cuando antes de tocar el tema “Carinhoso” ilustró al público acerca de su autor, refiriéndose a él como una especie de precursor, situado cronológicamente varias décadas antes del fulgurante éxito de Jobim y la bossa nova. Gracias a esa misma introducción, nos enteramos también de que el tema que íbamos a escuchar había sido compuesto aproximadamente un siglo atrás.


La referencia histórica capturó mi atención al instante, abriéndome las puertas a una de mis acostumbradas dispersiones mentales, de ésas que la música suele propiciar. Mientras Nilda y Cacho nos deleitaban con la delicada cadencia de “Carinhoso”, una libre asociación de ideas me condujo a pensar que Pixinguinha había escrito ese tema cuando la menor de mis abuelas era todavía una niña. Imaginé los insondables laberintos de tiempo y espacio que habría atravesado esa melodía hasta llegar a nuestros oídos aquella noche y sentí que su antigüedad le brindaba un valor agregado a su indudable belleza.


El recital siguió adelante, engarzando joya tras joya. No fue “Carinhoso”, por cierto, el tema que más me gustó de todo el repertorio. Sin embargo, antojadizamente, o tal vez a causa de ser el de origen más remoto, fue el causante de que varias veces, a lo largo de la noche, me haya remontado hasta los inicios del siglo XX para seguir hilvanando especulaciones.


¿Habrá imaginado Pixinguinha, al componer su canción, que cien años después, una pareja de músicos extranjeros rescataría esos acordes desde el fondo de los tiempos y el silencio, y un grupo de personas aplaudiría con entusiasmo su interpretación? Desconozco si Pixinguinha era un optimista incurable o un escéptico consumado; desconozco también si fantaseaba con la gloria o si esas materias lo tenían sin cuidado. Poco ayudaría saberlo, de todos modos. Al fin y al cabo, cuando un artista lanza su obra al mundo en busca de quien la reciba, disfrute y valore, lo hace apostando a la posiblidad de que ella trascienda múltiples fronteras. Incluso, las que le impone la finitud de su propia existencia. No importa si lo manifiesta en forma explícita o si se trata de un impulso inconsciente: la pretensión de inmortalidad -tan presuntuosa como conmovedora- anida en el alma de todo creador. “Puesto que el hombre es mortal -nos dice Faulkner- la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá”. Pues bien, haya sido Pixinguinha un soñador o un pesimista, allí estaban Cacho y Nilda para demostrarnos que lo que él dejó tras de sí se sigue moviendo.


El recital llegó a su fin. Miré a mi alrededor: la gente pagaba sus consumiciones, se paraba, se ponía su abrigo, saludaba a los conocidos, se despedía. Enredado aún en mis reflexiones, pensé que todos los que estábamos esa noche en “La Tasca” habíamos asistido a una experiencia conmocionante: habíamos comprobado -nada menos- la inmortalidad de un alma humana. Me pregunté si los demás también se habrían dado cuenta del prodigio pero no me animé a averiguarlo.


Salimos. La madrugada nos aguardaba afuera con un frío filoso que tajeaba las mejillas.









lunes, 18 de julio de 2011

Crónica n° 69: La desventura de un hombre común (julio 2011)

¿Por qué las imágenes de un hombre que se desgañita frente al televisor mientras observa impotente cómo el equipo de sus amores se va irremediablemente al descenso se transforman en el video casero más visto de la semana en YouTube? ¿Por qué dos millones de personas (¡dos millones!) decidimos destinar seis minutos de nuestras vidas a reírnos del calvario de ese sufrido hincha de fútbol? Misterios de esta era de voyeurismo cibernético en que la vida privada de las personas se transforma en pública con sólo un doble click. Uno puede suponer que los hinchas de Boca encuentran cierto malsano regocijo en contemplar la contrariedad de un hincha de River. Con idéntica lógica, uno puede inferir que los hinchas de River encuentran en esas imágenes el reflejo de su propio desencanto y, por ende, el consuelo de sentirse hermanados con otro en el padecimiento. Pero, y el resto ¿por qué lo mira?


La respuesta elemental sería: porque el video es verdaderamente muy gracioso. Se sabe, a la hora del humor una palabrota bien utilizada siempre resulta efectiva para generar carcajadas. La palabrota es catártica, liberadora tanto para el que la pronuncia como para el que la escucha. ¿Qué decir, entonces, de esta ametralladora humana de insultos que se revuelve en su asiento presa de la desesperación? Por otra parte, el contraste de su conducta con el contexto en que la lleva a cabo potencia el efecto hilarante: el hombre no está en la cancha, rodeado por una multitud rugiente que retroalimente su furia; está en su casa, en compañía de familiares que no lo secundan en el festival de improperios. Sucede, por último, que aquí no hay nada guionado. El protagonista no está actuando, no arma un personaje “vendible” para la cámara, no pretende seducir a la audiencia (de hecho, el hombre no sabía que la familia lo estaba filmando) y ese ingrediente de frescura no es menor en una época en la que los medios, bajo una máscara de informalidad generalizada, no dejan margen para la espontaneidad porque todo se hace y se dice en función de la cámara frente a la cual se lo dice y se lo hace. Es cierto que esos mismos medios, de la noche a la mañana, han erigido a Santiago “Tano” Pasman en “el hincha de River más famoso” y ya están dando inequívocas muestras de querer usufructuar el fenómeno, pero allí radica justamente lo diferente: por una vez, son los medios los que corren detrás de un fenómeno impuesto por el público, y no a la inversa, que es lo que ocurre casi siempre.


Bien, el video es gracioso. ¿Alcanza entonces esa respuesta elemental para justificar la asombrosa difusión que tuvo en –y gracias a- las redes sociales? No. Hay muchos videos desopilantes que circulan por Interner y sin embargo no obtienen la masividad de éste. Habrá tal vez que ahondar la cuestión inicial y preguntarse ya no por qué nos reímos, sino de qué nos reímos.


Haciendo una mixtura entre psicología de café y sociología de sobremesa, podríamos aventurar una hipótesis de trabajo: hay una evidente identificación de los espectadores del video con la víctima de la desgracia exhibida en el mismo. Y es que la situación vivida por este comerciante bonaerense (seguramente incomprensible para quienes permanecen impermeables a las pasiones que suele provocar el fútbol) no puede resultarle ajena a ninguna persona que haya adquirido el hábito de sufrir por una camiseta. Del mismo modo en que una lupa revela con mayor detalle las texturas de un objeto, el video nos devuelve una imagen exacerbada de nuestra propia condición de hinchas. No nos reímos del pobre “Tano” Pasman; en realidad nos reímos de nosotros mismos porque él, sin proponérselo, ha encarnado la representación caricaturesca de cada uno de nosotros. No todos reaccionamos de esa manera, claro, no todos somos tan desaforados como él, pero el núcleo emocional de nuestro gen futbolero queda expuesto allí en su dimensión más descarnada y sin filtro alguno. Así de subjetivos y arbitrarios podemos ser, así de hirientes y heridos, así de risibles y patéticos. Al igual que “Esperando la carroza” o cualquier otro exponente del grotesco nacional, el video del “Tano” Pasman nos ofrece una versión exagerada de nuestra idiosincrasia y, con ella, un recurso inmejorable para poder reconocernos.


Lo paradójico de todo esto es que, por debajo de su comicidad involuntaria, el video es el testimonio brutal de una frustración. Vemos a un hombre común que está dolido y grita como un energúmeno porque su capacidad de insultar es la única arma de la que dispone frente a una realidad adversa que no puede controlar ni modificar. Asistimos a una tragicomedia donde el héroe es derrotado. Y aunque no podamos evitar la risa ante la desmesura de su reacción, hay algo profundamente conmovedor en esa batalla tan desigual entre ilusión y resultado, un matiz existencial que se cuela en el conflicto deportivo, lo excede, lo vuelve universal y nos recuerda que, en cierta forma, ninguna derrota nos es enteramente ajena. Desde esta perspectiva, adquiere sentido el conciso mensaje que un usuario de Facebook dejó asentado en su muro: “El Tano Pasman somos todos”.

martes, 28 de junio de 2011

Crónica n° 68: Lejos (junio 2011)

La morocha del vestidito negro voltea sensualmente la cabeza hacia la izquierda y, en estudiada actitud de descuido, te mira con expresión insinuante. Clava sus ojos en los tuyos y, al instante, vos sentís en el pecho cómo empiezan a girar las hélices de ese ahogo que sólo la aparición de una mujer inusualmente hermosa puede provocar. En ese momento no querés darte cuenta, claro -preferís la ingenuidad de rendirte ante su encantador truco de ilusionista- pero la cruda realidad indica que la morocha del vestidito negro no te mira porque le resultes interesante; lo hace, simplemente, para verificar que vos la estás mirando. Soberbia desde su belleza deslumbrante, sabedora de la atracción que es capaz de ejercer, ella da por sentado que la están mirando. Y acierta. Porque vos, inevitablemente, la estás saboreando con la mirada. ¿Y cómo no hacerlo? ¿Cómo no arrojarse con imprudente devoción a esa catarata lacia que se derrama a pique sobre sus hombros desnudos? ¿Cómo no presentir con golosa ansiedad las redondeces sugeridas bajo la tela? ¿Cómo no aventurarse por el tajo criminal de la falda y deslizarse luego cuesta abajo por las piernas, hasta quedar enredado entre las tiras de sus sandalias romanas?



El equívoco inicial, sin embargo, se desvanece enseguida. Diosa fatalmente distante, la morocha del vestidito negro traza, con delicada firmeza, una frontera invisible que pone en evidencia tu inferioridad, te fuerza a recordar que ambos pertenecen a universos diferentes, realidades paralelas entre las cuales no existen más vasos comunicantes que ese juego de miradas fugaz e infructuoso. Ella te seduce y se te niega. Te concede el derecho -y la tácita obligación- de rendirle pleitesía, te confiere el derecho -y la tácita obligación- de desearla. Sólo desearla. No se sonrojaría si pudiera leer tus pensamientos; sería incapaz de escandalizarse ante la brutal indecencia de ciertos besos fantaseados. Su objetivo, al fin de cuentas, es justamente ese: generar un anhelo imposible de satisfacer. No es el sueño de poseerla, entonces, lo que está vedado. Lo que está estrictamente prohibido es violentar las barreras que ella impone. Las mitologías suelen referir los desastres que sobrevienen cuando los destinos de humanos y divinidades se entrecruzan más de la cuenta.


Han pasado quince segundos desde que la viste y ya sentís sobre los hombros el peso muerto de la contrariedad, un regusto a frustración en la saliva por esos labios que nunca habrás de besar. Sos el triste propietario de un deseo herido de negación en el momento mismo de su nacimiento. Insignificancia ambulante, rutinario animalito de maletín en la mano y cola en el Banco, perdedor por goleada, hombrecito gris tan sin glamour, no te queda más opción que seguir adelante con tu vida de siempre, consciente de la derrota inapelable.


Con inútil empeño, como si quisieras engañarte y postergar tu desconsuelo unos segundos, o canjearlo por migajas de aire, mirás a la morocha del vestidito negro una vez más y comprobás que ella todavía te está mirando.


Lejana, inalcanzable. Como si se burlara de vos desde el afiche gigante de la zapatería.

martes, 14 de junio de 2011

Crónica n° 67: Del otro lado del mostrador (junio 2011)

Apenas terminada la entrega de premios del certamen literario para adolescentes, la Colo se me acerca y me comenta algo azorada: “¡Qué loco estar de este lado del mostrador!”. Su apreciación no es casual: hace no demasiados años (ayer nomás, podría decirse) ella y Julia estuvieron sentadas entre el público con todo su entusiasmo y su timidez adolescente a cuestas, aguardando ansiosas que las llamaran para subir al escenario a recibir su diploma de ganadoras. Esta noche, en cambio, ambas han conducido el acto conmigo. Les ha tocado, por lo tanto, estar en el escenario, ver al público de frente, llamar a los jóvenes ganadores, entregarles su premio, percibir su ineludible mixtura de entusiasmo y timidez adolescente. “¡Qué loco estar de este lado del mostrador!”, dice la Colo y yo, con filosófica imprudencia, aventuro: “La vida es eso, andar siempre pasándose al otro lado de algún mostrador”.



No sé si la Colo alcanza a escucharme pero la extrema naturalidad con la que he formulado semejante sentencia me deja perplejo. ¿De dónde salió esa frase? La he pronnnciado como si la hubiese escrito antes, como si fuese algo sabido desde siempre. ¿Tan arraigada estaba en mí esa idea y yo no lo sabía? Puede ser. A diferencia del hecho de cumplir 20, 30 o 40 años, que fue relevante para mí sólo por el valor simbólico que cargan las cifras redondas, siempre me han resultado mucho más significativas (y causantes de un vértigo mucho mayor) esas instancias en que uno se descubre cumpliendo el rol exactamente opuesto al ejercido poco tiempo atrás, incurriendo de manera impensada en discursos y actitudes en los que antes incurrían otros, viendo las cosas desde una perspectiva insospechada que enriquece nuestra mirada sobre el mundo pero que, al mismo tiempo, socava sin piedad la validez supuestamente monolitica de nuestra perspectiva anterior.


De concursantes a organizadores de concursos, sí. Pero también de hijos que deben ser provistos y protegidos a padres encargados de proveer y proteger. De alumnos siempre intolerantes con los profesores a docentes recurrentemente quejosos de sus alumnos. De jóvenes con más de una razón para cuestionar el mundo adulto a adultos con más de una razón para cuestionar el mundo juvenil. De adolescentes despreocupados que despotrican contra la vecina que chilla por el volumen de la música a vecinos desvelados que chillan contra los adolescentes de al lado que no los dejan dormir. De empleados recelosos frente a sus patrones a jefes desconfiados de sus subalternos. De incendiarios a bomberos, de controlados a controladores, de debutantes a veteranos, de inexpertos a consejeros. De victimarios a víctimas. Y viceversa.


Mutación favorable o negativa según el caso, signo inequívoco de evolución o decadencia según el ángulo desde el cual se evalúe el asunto, cada una de estas travesías existenciales es un proceso lento y silencioso pero tan irrefrenable como el correr de los días o la llegada de las estaciones. Justamente por eso, lo que en verdad causa vértigo no es la notable permeabilidad que caracteriza a los mostradores, sino darse cuenta de ella, digerir la impactante extrañeza con la que uno se descubre un día del otro lado, obligado a preguntarse “¿en qué momento sucedió todo esto?”. Quizás nunca encontré mejor expresada esta sensación que en una viñeta de Crist en la que un niño pide: “Abuelo, contame tu vida” y el abuelo contesta: “No sé, m’hijo. Yo estaba en el patio de mi casa jugando lo más tranquilo, y de golpe estoy acá”.


Claro que sí, Colo; es muy loco estar de este lado del mostrador. De este y de todos los demás que vas a cruzar. Te lo dice alguien que hace no demasiados años (ayer nomás, podría decirse) todavía no había saltado ninguno y hoy está escribiendo esta crónica.

martes, 17 de mayo de 2011

Crónica n° 66: Crónica de bienvenida para Dante (mayo 2011)

Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe desde el momento mismo en que se confirma la noticia –esa noticia siempre posible, siempre esperable y sin embargo siempre conmocionante y revolucionaria-. Lo sabe aunque no se lo vea, aunque nada en la figura de su madre delate todavía su presencia.


Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe cuando arranca el torneo de presentimientos acerca de si será varón o nena, y cuando se arman los conciliábulos de sobremesa en los que se especula -y se delira- a viva voz sobre los posibles nombres que habrá de recibir. Lo sabe cuando la primera ecografía exhibe apenas un huevito milimétrico, una sombrita casi imperceptible, manchita vagamente discernible entre manchas imposibles de interpretar.


Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe cuando comienzan las recorridas por los comercios del ramo en busca de cuna y cochecito, y cuando los parientes, amigos y compañeros de trabajo contribuyen a multiplicar el ajuar aportando mantitas, batitas, toallas, sábanas, talcos y peluches. Lo sabe cuando la inminencia de su llegada se vuelve tema excluyente de conversación y se torna habitual fantasear con futuras jornadas compartidas, presumir monerías o anticipar travesuras.


Uno lo sabe, sí. Pero sucede que una mañana uno se pone a recorrer las cinco cuadras que lo separan del sanatorio con una ansiedad que no se compara con ninguna de las muchas otras ansiedades que ha padecido a lo largo de su vida, camina apurado sin prestar atención a vidrieras ni a peatones porque no puede ni quiere pensar en otra cosa, porque lo único que le importa en ese momento es llegar al sitio que se acaba de transformar en el centro geográfico del universo, el eje en torno al cual se ha puesto a girar el planeta. Y uno llega. Llega adonde el corazón, adelantándose al resto del cuerpo, ya había llegado hace rato. Llega, y hay una puerta que se abre. Entonces, uno lo ve. Finalmente lo ve. Lo ve y comprueba, por enésima vez, la abismal distancia que separa lo abstracto de lo concreto, lo imaginado de lo perceptible. Lo ve y constata –como si hiciera falta- que una cosa era saber que ya existía, y otra muy distinta es la posibilidad de tocarlo, escucharlo, olerlo, de verlo materializado en este tierno cachorrito de humano, infinitamente frágil, cuya carita asoma apenas entre los pliegues de la mantilla verde que lo envuelve.


Y entonces uno, que es un lector experimentado, recibe en sus brazos esos casi tres kilos de tibieza y reniega de todos sus criterios estéticos, abjura del sarcasmo con que tantas veces cuestionó la cursilería de los textos que suelen escribirse sobre bebés recién nacidos. Uno, que es escritor, se queda contemplando conmovido el movimiento leve de esos deditos minúsculos y reniega también de los ochenta mil vocablos que componen el idioma castellano porque comprende que no hay genio de las letras capaz de conjurar las palabras que puedan explicar y describir tamaña maravilla.


Uno, simplemente, se inclina sobre ese retacito de vida a estrenar y sólo atina a susurrarle: “Hola, Dante. Qué gusto conocerte. Soy tu abuelo Alfredo, te estaba esperando”.

jueves, 31 de marzo de 2011

Crónica n° 65: Pasar la posta (marzo 2011)

Todo grupo humano que se organiza en pos de un fin no lucrativo y estructura su funcionamiento en base al trabajo desinteresado de sus miembros va atesorando una serie de pequeñas gestas, momentos memorables que se hilvanan en el tiempo como felices corolarios de la quijotada cotidiana, instancias históricas que generan una mística de entrecasa, un patrimonio anímico que fogonea el deseo de continuar con el esfuerzo a pesar de las frecuentes contrariedades.



A lo largo de sus doce años de vida, la Asociación Cultural El Puente (entidad de la cual soy uno de sus socios fundadores) ha acumulado varios de estos momentos memorables. El más reciente de todos ellos ha sido el festival de rock que organizamos días atrás con la intención de recaudar fondos para la reapertura de nuestro centro cultural independiente.


Por cierto, no hubo ese fin de semana acontecimientos espectaculares ni asombrosos. Al fin de cuentas, y en tren de ser concretos, todo podría resumirse diciendo que el festival fue un éxito, que trabajamos mucho y bien, que disfrutamos haciéndolo, que los músicos y el público se fueron satisfechos y que, en cuanto a las expectativas económicas que teníamos, las mismas se alcanzaron con creces. Está claro, sin embargo, que esta enunciación meramente informativa poco dice acerca de la profunda dimensión humana que tuvo para nosotros lo ocurrido durante esas dos noches. Lo destacable en estos casos, se sabe, suele tener menos que ver con el éxito logrado que con el modo o el contexto en que dicho éxito se hizo posible. Podríamos mencionar, entonces, la alegría de la labor compartida. O detenernos en lo reconfortante que es sentir que se pertenece a algo que nos trasciende. O recordar a Oesterheld asegurando a través de El Eternauta que “el único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo”. Pero, por sobre todas las cosas, habría que destacar –siempre y cuando me sea permitido el posible neologismo- la “transgeneracionalidad” de la movida. Es decir, la feliz convivencia, dentro del grupo organizador y ejecutor del festival, de individuos cuyas edades abarcan un amplio arco que va desde los 24 años a los 60.


Supongo que explicar aquí las múltiples bondades que acarrea esa feliz convivencia sería una obviedad. Tampoco creo que haga falta ponerse a pontificar sobre la importancia de la participación juvenil en iniciativas solidarias. Lo que sí requiere algún tipo de aclaración, estimo, es el porqué de mi interés en estos temas y de la relevancia que les confiero.


Sucede que cuando yo era un veinteañero con inquietudes culturales, tuve la enorme fortuna de cruzarme en la vida con unas cuantas personas mayores que yo, que con actitudes muy puntuales, exentas de toda impostura, me revelaron una ética cuyos códigos contribuyeron en forma decisiva a orientar mis búsquedas. Frente a esos hombres y mujeres siempre tuve la certidumbre de estar en deuda y, por ende, la imperiosa necesidad de ofrecerles un reconocimiento. Yo percibía en ellos esa desazón íntima que suele acompañar a todo idealista, esa impresión vitalicia como de estar siempre al borde del orsai existencial, y me parecía injusto. Quería obsequiarles una señal concreta e inequívoca que los desagraviara de tanta ingratitud, de tanta indiferencia, un homenaje vital que les permitiera sentir que no se habían equivocado siendo como eran y actuando como actuaban. Quería demostrarles que vivir sembrando semillas de utopía no había sido en vano, que desde la otra orilla de los años alguien más joven valoraba su esfuerzo y recogía su legado.


Creo no exagerar si digo que todos mis emprendimientos relacionados con tareas de difusión cultural están directamente vinculados con este mandato autoimpuesto. Al fin y al cabo, eso es tomar la posta: hacerle a otros las cosas buenas que otros han hecho antes con nosotros.


Mas sucede también que los años han pasado y uno se descubre meditando sobre estos asuntos desde la vereda opuesta. De tanto en tanto, entonces, la pregunta desoladora sobrevuela nuestro idealismo cuarentón y encanecido: ¿quién habrá de recoger, a su vez, nuestro legado?


Pues bien, el festival de rock ha sido la demostración palpable de que ya hay quienes (sin siquiera sospechar que lo están haciendo) comienzan a dibujar la respuesta. Asoma la buena gente a quien habremos de pasarle la posta. Los veinteañeros con inquietudes culturales ahora son ellos, este puñado de chicos y chicas que ostentan con desparpajo DNIs que empiezan con 3, que apuestan al compromiso con una causa que hacen propia y a la cual defienden con un entusiasmo contagioso. Gente que cuando habla de El Puente dice “nosotros”, dice “mi casa”. Gente que se pone la camiseta no para lucirla en la foto, sino para transpirarla.


Impacientes, apresurados, a veces imprudentes, es imposible no reconocer en ellos reflejos del que uno fue cuando tenía su misma edad. El tiempo resolverá sí tal analogia les fue o no venturosa. Mientras tanto, habrá que celebrar nuestra mutua compañía en el camino. Al fin y al cabo, eso es pasar la posta: compartirla para que se propague y multiplique en nuevas postas, sembrar para que otros cosechen y puedan así sembrar para que otros cosechen y así.


Única estrategia posible, estoy seguro, para que el juego y el fuego no se acaben.

jueves, 10 de febrero de 2011

Crónica n° 64: Crónica líquida (enero 2011)

“El setenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua”, ha dicho Armando en el patio de mi casa. Lo ha dicho con rigor científico de médico, encauzando una sobremesa trasnochada en la que un debate sobre cierto documental del Discovery Channel, enmarcado en el habitual exceso de comida, tabaco y alcohol, amenazaba con desbarrancarse hacia el delirio o la ciencia ficción.



“El setenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua”, ha dicho, y yo he recordado o creido recordar un concepto extraído de algún remoto atlas de mi infancia: ”Las dos terceras partes del planeta Tierra están formadas por agua”.


Contundente mayoría de agua en nuestro cuerpo; contundente mayoría de agua en el planeta que habitamos. Agua por todas partes, dentro y fuera de nosotros. No en vano hubo en la antigua Grecia quien creyó ver en ella el elemento común a todas las cosas.


Debe ser por eso, pienso. Debe ser por la naturaleza eminentemente líquida de este mundo que la realidad de los hombres es tan inasible. Debe ser por eso que termina siempre por escurrirse entre los dedos de quien, ingenuamente, se esfuerza por capturar su sentido y esencia. Debe ser por eso que escapa invariablemente a nuestros torpes intentos de encarcelarla en sistemas de ideas. Debe ser por eso que parece burlarse de nuestras frágiles percepciones y mucho más aún de las sesudas interpretaciones que elaboramos en base a ellas.


La razón navega el curso de la realidad. Nada en él, se sumerge en él, bucea, y hasta practica saltos ornamentales sobre las acuáticas verdades humanas. Pero no consigue atraparlas ni, mucho menos, retenerlas. A veces parece que sí, que va a lograrlo, pero son sólo espejismos transitorios tras cuya efímera vigencia la realidad hace valer su eterna dimensión líquida, se deshace con asombrosa facilidad de las precarias hipótesis que hemos construido y continúa fluyendo, indiferente por completo a nuestros soberbios desvelos. Y su fluidez nos deja contrariados, con la vergüenza recurrente de una nueva derrota intelectual.


Deberíamos, tal vez, aprender a fluir con la realidad, dejarnos arrastrar por la corriente natural de la vida. Aunarnos con ella en la fluidez, ser congruentes con nuestra abundante proporción líquida, dejar de ser sujetos empeñados en mirar lo que no se puede ver, encaprichados en cazar lo intangible. Quizás así nos volveríamos más sabios. E incluso, más felices.


Claro que, si tal prodigio fuese posible, habría que resolver un problema: qué hacer con esta terquedad, conmovedora y absurda, de andar anotando palabras pretendidamente sólidas sobre páginas de agua. Siempre de agua.


Fatalmente. de agua.