La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 16 de octubre de 2008

Crónica nº 44: Canción urgente para Wall Street (octubre 2008)

Si no fuera por todos los crímenes que, en nombre de la economía de mercado, se han perpetrado en los últimos treinta y tantos años. Si no fuera por los golpes de Estado que, con la anuencia estadounidense, se urdieron para permitir la implantación del neoliberalismo en toda América Latina. Si no fuera por los dictadores que lo defendieron a sangre y fuego creyendo, como siempre, que estaban defendiendo otra cosa. Si no fuera por todos aquellos que perdieron su libertad o su vida por oponerse a sus postulados. Si no fuera por los millones de personas que la religión de la libre empresa dejó en la calle sin que a sus cultores los acose el menor remordimiento. Si no fuera por la multitud de pobres que estas políticas regaron sobre el continente con implacable eficacia. Si no fuera por todo eso, el sólo hecho de leer hoy, en las primeras planas de los diarios, que Estados Unidos ha concretado la nacionalización de nueve bancos sería motivo suficiente para inaugurar una carcajada gigantesca, desbordante de sarcasmo. Si no fuera por todo eso, la posibilidad de ver cómo a los gurúes de la economía de mercado les estalla la bomba en el living de sus casas sería una excelente excusa para alzar la copa y brindar.

Pero no, no se puede reír ni festejar. Lo impide no sólo aquello que ya pasó, sino también lo que va a ocurrir. Porque, se sabe, a las crisis las terminan pagando los que menos hicieron por provocarlas. Y esta no tiene por qué ser la excepción. A este derrumbe financiero mundial lo van a pagar los ciudadanos comunes que perderán su empleo, su vivienda, sus ahorros, su futuro, su salud.

Raymond Aron escribió algo así como que es muy difícil que una verdad sea aceptada hasta que no estalla delante de los ojos de los incrédulos y no queda más remedio que afrontarla. ¿Qué dirán ahora los que, con inédita soberbia, propugnaron que había llegado "el fin de la Historia"? ¿Qué dirán los fundamentalistas del achicamiento del Estado, ahora que tienen que salir corriendo para que éste los ampare? ¿Qué dirán los expertos que venían a exigir la aplicación de recetas infalibles (y los gobernantes de turno que gustosamente aceptaron aplicarlas) ahora que esas recetas fracasaron en el Primer Mundo? ¿Qué pensarán los que acostumbraban invadir países que olían a izquierda, ahora que ellos mismos se ven forzados a adoptar una medida propia de un gobierno socialista?

A decir verdad, no sabemos si estamos asistiendo al final de un imperio o no. No sabemos si el capitalismo en su versión más salvaje ha quedado herido de gravedad o no. Y aunque pudiéramos darle respuesta afirmativa a ambas preguntas, tampoco sabemos si lo que venga en su reemplazo será mejor o no. En cualquiera de los casos, se trata de cuestiones en las que, seguramente, no tendremos incidencia alguna (aunque esas cuestiones sí la tengan -y mucha- sobre nosotros). Sin embargo, ahora que el tsunami financiero ha dejado sin discurso a tantos economistas y políticos, convendría recordar que los esquemas neoliberales que rigen nuestra economía tienen también su correlato cultural en la vida privada, que sus consignas, fielmente reproducidas en cada pliegue de las sociedades occidentales, se hallan enquistadas de tal forma en nuestra vida cotidiana, que la atraviesan en cada una de sus capas como si ello respondiera a un orden natural. Convendría recordar que tampoco estos supuestos dogmas son tales, y tratar de desactivar su vigencia omnipresente. Dejar de encarar nuestras relaciones interpersonales como si fueran transacciones. Dejar de creer que todo pero absolutamente todo es una mercancía y que cualquier medio es válido a la hora de venderlo. Dejar de concebir a los individuos como números descartables e intercambiables. Dejar de pensar que el otro es un escollo para nuestras ambiciones y reasignarle su dimensión humana. Recuperar, en suma, nuestro derecho a no ser apenas un engranaje anónimo dentro de un sistema que nos destruye.

De esta tarea, eso sí, tendrá que encargarse cada uno de nosotros. No caigamos en la ingenua comodidad de esperar un plan de salvataje que venga a devolvernos nuestra condición de personas. El humanismo, cualquiera lo sabe, no cotiza en Wall Street.

Crónica nº 43: Relato con ómnibus y perro (septiembre 2008)

Los primeros ladridos se escucharon apenas el colectivo arrancó para dejar atrás la parada de Pedro Víttori y Cándido Pujato. Nadie pareció prestarles mayor atención, claro, tan abstraídos estábamos todos en nuestros respectivos universos personales. En ese primer instante fueron sólo un elemento más del paisaje sonoro de la ciudad, un ruido apenas perceptible que surcaba el anochecer, asomado por detrás del murmullo de los pasajeros y la ronquera del motor, mezclándose con el andar de los autos que, en lenta procesión, volvían de la Costanera.

Unos segundos más tarde, sin embargo, mientras el colectivo atravesaba la cuadra siguiente, los ladridos adquirieron mayor nitidez. Quizás porque despertaron un eco desquiciado en otros perros que respondieron con enojo a semejante desorden en sus dominios. Fue como si el ómnibus hubiese quedado por un momento en el medio de una invisible línea de fuego, obstruyendo con su paso el feroz torneo de insultos caninos. "Uh, se alborotó la perrada", comentó jocoso un muchacho a su compañero de viaje. Por reflejo, miré a través de la ventanilla pero fue inútil: la oscuridad del vidrio, sumada a la escasa iluminación del lugar se confabularon para impedir que obtuviera mayores precisiones.

El colectivo dobló hacia la izquierda y una idea fugaz centelleó como al descuido en los márgenes de mi percepción: ahora el barullo quedaría atrás, olvidado para siempre entre las sombras del Paseo del Restaurador. Me equivoqué. Los ladridos originales, ya sin réplica alguna, reaparecieron en el semáforo en rojo de 25 de Mayo y no cesaron siquiera cuando el colectivo volvió a doblar, esta vez hacia el sur. Anulado ya mi ensimismamiento previo, intenté buscarle al episodio una justificación. Imaginé al perro que causaba el alboroto ocupando la parte trasera de alguna camioneta y supuse que ésta, por una curiosa coincidencia, venía realizando el mismo recorrido que el colectivo. Sin embargo, ambas hipótesis -la de la casualidad y la de la camioneta- se hicieron añicos apenas escuché al mismo muchacho de antes formular un nuevo comentario, más elocuente que el primero: "Mirá, ahí está el perro". Acerqué mi cara al vidrio y alcancé a divisar una mancha móvil que aparecía y desaparecía según lo bañara o no el resplandor de las luces de sodio, una figura borrosa que quedaba dentro o fuera de cuadro según el ómnibus aumentara o aminorara su velocidad. No, no había azar ni dudas: el perro estaba suelto y venía corriendo al colectivo.

Ni siquiera el cruce del Bulevar logró impedir la continuidad de tan tenaz persecución. Bastaba que el ascenso o descenso de alguna persona inmovilizara momentáneamente nuestra marcha para que, al cabo de unos segundos, el animal volviera a darnos alcance y los ladridos reaparecieran con renovado énfasis. Detrás de su aparente comicidad, el espectáculo tenía algo de inquietante, de dramático, un significado profundo que no resultaba accesible. Era como presenciar un diálogo que se intuye importante pero sin entender el idioma en el que se está sosteniendo.

La situación se prolongó por un buen rato. Cuando me levanté para tocar el timbre, hice una rápida cuenta mental y me asombró comprobar que aquella tensa carrera llevaba ya catorce cuadras. Mientras depositaba mis pies en la vereda, el animal pasó corriendo frente a mí, se detuvo ante la puerta delantera del ómnibus y se puso a ladrar en dirección al interior. Sólo entonces pude verlo bien: era negro, bastante grande y de orejas caídas. No parecía ser un perro de raza, pero había en su porte, en su postura firme y desafiante, esa nobleza que emana de ciertos desamparos. ¿Qué señales vería ese animal en aquel gigantesco monstruo amarillo que lo estaba eludiendo? ¿Por qué no se resignaba a dejarlo ir? ¿Qué habría detrás de esa obstinación desesperada? ¿Un reproche hacia quien lo abandonó, un reclamo de venganza, la intuición de algún peligro?

El colectivo se puso otra vez en marcha y el perro reanudó su carrera detrás de él. Me quedé mirándolos por pura inercia, sabiendo que no habría de obtener ninguna explicación. Los vi alejarse hacia el oeste, hasta que sus siluetas se fundieron con la oscuridad y se perdieron, juntas, en los abismos del domingo.

Crónica nº 42: La realidad tal cual querés verla (septiembre 2008)

Si de algo no se puede acusar a la televisión argentina actual es de falta de transparencia en los mecanismos que alimentan su diario funcionamiento. Las picardías casi desleales con que se intenta robarle unas décimas de rating a la competencia, la artificialidad de ciertos escándalos, el modo desenfadado en que ignotos personajes construyen su efímero protagonismo, la naturalidad con que el afán publicitario se incrusta en el contenido mismo de los programas hasta el punto de fagocitarlo, todo eso ocurre sin el menor disimulo, se cocina con elaboración a la vista del público. Al menos, a la vista de todo aquel que esté dispùesto a ver lo evidente.

La última propaganda institucional de Canal 13 de Buenos Aires, sin embargo, llega a un grado de franqueza que asusta. "En septiembre, te mostramos la realidad tal cual querés verla", se anuncia en ella, literalmente, y uno no sabe si atribuir semejante declaración a un acto fallido o a un ejercicio cínico de impunidad. Como no soy muy paranoico, me inclino a creer que, simplemente, ninguno de los autores de la publicidad en cuestión concedió demasiada atención a las palabras que estaba utilizando.
Deliberada o no, convengamos que la frasecita se las trae y permite extraer de ella unas cuantas reflexiones, a cuál más preocupante.

Primero: decir que se va a mostrar la realidad tal cual los televidentes quieren verla implica reconocer que no se la va a mostrar tal cual es. Por lo tanto, se está confesando explícitamente que a los televidentes se les ofrece una versión distorsionada de la realidad.

Segundo: en forma oblicua, el anuncio exalta la posibilidad de que los televidentes tengan una visión de la realidad que excluya las porciones o aspectos de la misma que no desean ver. Y no hace falta ser psicólogo para advertir que eso de ver sólo lo que uno quiere ver es un claro signo de inmadurez, cuando no un peligroso síntoma de desajuste mental. Negar la realidad nunca ha librado a nadie de sus efectos.

Tercero: El maquillador siempre conoce la desnudez imperfecta de la cara maquillada. Si alguien anuncia que le hará ver la realidad al otro tal cual éste la quiere ver, eso significa que el primero "sabe" perfectamente que la realidad no es tal cual la está mostrando. Se reserva ese conocimiento para sí, y este escamoteo de la verdad le concede frente al segundo un enorme margen de poder, una notable capacidad de manipulación.

Cuarto: Este poder, a su vez, queda oculto en este caso bajo un disfraz de demagógica benevolencia, puesto que no sólo se elimina toda resonancia negativa referente a esta actitud, sino que se presenta al canal como una entidad bienhechora que sólo busca el bienestar del televidente y por eso le da el gusto.

Hace unos años quedé azorado al leer en un diario una publicidad que anunciaba "Radio Mitre piensa por usted". Me parecía increíble que se pudiera propugnar, con tanta liviandad, que un medio de comunicación se apropiara de una facultad tan íntima de cada individuo, como es la de pensar. Pues bien, parece que la idea ha prosperado. Ya no hace falta que pensemos: Canal 13 nos fabrica una realidad a la medida de nuestros (supuestos) deseos y nos oculta la otra. Eso sí, nos lo dice abiertamente.

No soy un fanático teleadicto, es cierto, y quizás desde ese desapego nacen estas divagaciones acaso algo exageradas. Pero tampoco soy un fundamentalista de la antitelevisión. Yo también me siento a veces frente al aparato en busca de distracción; a mí también me gusta mirar partidos de fútbol, a mí también me resulta atractivo ver a Laura Fidalgo o a Jesica Cirio bailando strip-dance en el programa de Tinelli. Lo que pasa es que, afortunadamente, aún conservo el sano reflejo mental de desconfiar de lo que dicen y muestran los medios. No dejo que las radios piensen por mí. Y cuando quiero encontrarme con la realidad, la busco fuera de la pantalla, sin intermediarios sospechosos. Aun sabiendo que al mirarla así, desnuda y sin maquillajes seductores, suele resultar menos divertida que las andanzas amorosas de la Tota Santillán.

Crónica nº 41: Cuenta Valeria (agosto 2008)

Cuenta Valeria que hace unos meses comenzó a coordinar un taller literario destinado a gente joven. Cuenta que las reuniones se realizan los sábados a la hora de la siesta y que, para su gran asombro, han sido varios los interesados que acudieron a la convocatoria. Cuenta que, si bien no todos asisten con regularidad, ha conseguido igualmente conformar un pequeño grupo estable, compuesto por cuatro noveles escritores: Joaco, Caro, Ana y Pancho.

Cuenta Valeria que, al igual que ella, sus talleristas son estudiantes veinteañeros y que esa existencia de códigos comunes favorece la mutua comunicación. Cuenta que no siempre el ánimo del grupo es el ideal, que a veces hay quien llega contrariado por la inminencia de un examen, o abrumado por vaivenes amorosos o, simplemente, arrastrando todavía los efectos colaterales de la trasnochada del viernes. Cuenta también que, tal vez justamente por ese motivo, las reuniones de los sábados operan en ellos como un refugio frente a las asperezas de lo cotidiano, creando un microclima singular dentro del cual la literatura suele terminar pareciéndose a una excusa -hermosa, pero excusa al fin- destinada a promover el cálido abrazo de las almas.

Cuenta Valeria que los chicos y las chicas que asisten a su taller están atravesando esa etapa de timidez inicial en la que no terminan de asumirse como escritores. Cuenta que les cuesta mostrar sus creaciones y que escudan su vergüenza en un genuino interés por leer textos ajenos. Cuenta que, un poco para poder sobrellevar esta actitud pudorosa, y otro poco para cumplir una función estimuladora, se le ocurrió la idea de elegir una obra no demasiado extensa y destinar un segmento de cada encuentro a su lectura. Cuenta que propuso varios títulos y que incluyó en el menú uno de mis libros. Cuenta que, luego de dar unas breves referencias acerca de cada una de las obras en danza -y aquí me permito sospechar en ella cierta cariñosa arbitrariedad, acaso inconsciente- el grupo terminó votando por leer mi novela.

Cuenta Valeria que abordan un capítulo por semana, que la lectura del libro les resulta ágil y entretenida, que se ríen mucho, que a veces una frase o una escena termina siendo el disparador adecuado para que los presentes se extravíen en largas charlas, tan entusiastas como carentes de rumbo predecible.
Cuenta Valeria, textualmente: "la verdad que la pasamos genial leyendo tu libro".

¿Cómo no sentirse complacido y conmovido ante semejante declaración? Enterarse de que hay un grupo de personas -y mucho más si se trata de personas jóvenes- que sábado tras sábado monta un rito colectivo en torno a algo que uno ha escrito provoca una alegría a la que resulta difícil hallarle analogías eficaces. La tarea del escritor, se sabe, es eminentemente solitaria. Casi nunca tiene uno la posibilidad de conocer qué impresión (buena o mala) ha causado su obra en los lectores. Mucho menos aún, de asomarse a la imprevisible cadena de íntimas derivaciones que ha generado la travesía de ese texto por el mundo. Poder romper ese aislamiento es una experiencia siempre fascinante, independientemente del resultado al que nos lleve. Pero cuando ese resultado consiste en descubrir una historia como esta que me ha sido referida, saltar la cerca nos conduce a la felicidad más pura.
Cuenta Valeria detalles de esa rutina que se despliega en su taller los sábados a la hora de la siesta. Lo cuenta con suma frescura, seguramente sin imaginar el profundo significado que su relato guarda para mí. Y yo aquí, desde este lado de sus palabras, siento agradecido que esa complicidad tejida alrededor de mi libro constituye, ni más ni menos, la justificación más acabada de su escritura.