La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







miércoles, 12 de diciembre de 2012

Crónica n° 82: Ellas (diciembre 2012)

Ahí están ellas, otra vez, bordando la madrugada con su taconeo insomne. Ahí están, con su desnudez incompleta -siempre incompleta- cumpliendo su rito exhibicionista, su lento desfile sensual, ofreciéndose a cualquiera que las quiera tomar. Ofreciéndose a mí, por ejemplo, que no puedo dejar de mirarlas con un recelo envenenado de lujuria.

 
Me chistan, me llaman, prometen fiestas que sé imposibles porque mienten -siempre mienten- pero me acerco igual; nunca he podido controlar esta atracción viciosa que ejercen sobre mí.

 Me deslizo entonces hacia el vértigo artificial que ellas me proponen y juego de nuevo a que les creo. Las palpo con mi urgencia de animal solitario, les prodigo mi furia torpe, mis gestos ampulosos de monarca en el destierro, y ellas actúan como si en verdad lo hiciera bien. Fingen sumisión, simulan descaradamente que son mías esta noche.

 Pero mienten -siempre mienten-. Concluyo mi trajín, me levanto y, apenas les doy la espalda, escucho otra vez sus risitas burlonas.

Me doy vuelta; no puedo dejar de mirarlas con un recelo envenenado de fracaso.

 Allí siguen ellas, las palabras, bordando la madrugada con su taconeo insomne.
 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Crónica n° 81: Tanto universo, Dante (noviembre 2012)




ese bebé / niño / frasquito de posibilidades
Leonardo Pez




 
¿Te diste cuenta, Dante? Espléndido, múltiple y contradictorio, el universo entero fluye a tu alrededor. Aquí y ahora mismo, delante de cada uno de tus pasos, todo late, novedoso, al alcance de tus sentidos y tu curiosidad: números, colores, fragancias, objetos, formas, sonidos, sabores, palabras, animales y personas, partículas y océanos, contundencias y abstracciones.   

 
Es una cosa muy grande el universo, Dante, no te das una idea. Todo gira y gira en una perpetua danza cósmica cuya partitura nadie conoce, una danza que -aunque todavía no lo sepas- también a vos te envuelve, te atraviesa, te concierne. Es algo tan enorme, el universo… ¿Por dónde vas a empezar a estrenarlo? ¿Cuál de sus infinitos costados atraerá tu atención? ¿Cuál de sus incontables regiones te interesará recorrer? ¿Detrás de qué puertas querrás husmear para asomarte al mundo? ¿A caballo de qué entusiasmos lo abordarás? ¿Querrás medirlo, pesarlo y contarlo, o te esforzarás por poner en él cierto orden? ¿Te obsesionarás por comprender las leyes que lo rigen, o te dedicarás sólo a alimentar el disfrute de explorarlo? ¿Lo aceptarás tal cual es, o necesitarás reinventarlo sobre lienzos o pentagramas? ¿Qué barajas sacarás del mazo inconmensurable? ¿Tendrás predilección por lo dulce? ¿Te gustarán más las melodías compuestas en tono menor? ¿Preferirás los colores fuertes?  

 
Varias de las respuestas están ya grabadas en tus genes; lo sé aunque no las conozca. Pero a las otras, Dante, las que no dependen del azar o la biología, ¿qué y quién habrá de sembrarlas en vos? Sos arcilla fresca, todavía. ¿Qué brisa, qué aroma, qué azul te moldearán con huella irrevocable? ¿Qué mimo, qué abrazo, qué tono de voz se volverán refugio vitalicio, oculto para siempre en un recuerdo sumergido? ¿Qué momento de entre tus momentos se erigirá en remanso al cual acudirás, sin saberlo, en la adultez?

 
Sentado junto a vos en el suelo, te miro jugar, escucho tu parloteo de vocablos no siempre inteligibles, espío la inocencia con que empezás a palpar lo inabarcable. Pienso en la vastedad de lo que tenés por descubrir y tamaña inmensidad, te lo aseguro, me marea. Decime, Dante, ¿qué vas a hacer con tanto universo?  

miércoles, 3 de octubre de 2012

Crónica n° 80: Bendito disenso, maldito disenso (octubre 2012)


El disenso se halla latente en toda interacción humana. No existe un sólo tema en el que todas las personas estemos completamente de acuerdo, ni existen tampoco dos personas que estén de acuerdo absolutamente en todos los temas. La inevitable multiplicidad de miradas sobre el mundo fulmina desde el vamos toda pretensión de uniformidad.

 
Maravilloso acto de libertad cuando somos nosotros quienes lo ejercemos, el disenso se vuelve irritante cuando son los demás quienes lo ejercen frente a nosotros. El disenso es invariablemente incómodo, no nos deja hacer lo que queremos y encima osa poner en tela de juicio lo que pensamos y sentimos. El disenso es una piedra en el zapato de nuestras convicciones, un obstáculo que limita y evita la concreción indiscriminada de nuestras aspiraciones personales o sectoriales, sean éstas un rosario de mezquindades o un inventario de solidarias utopías. El disenso es la manifestación rotunda de la existencia de un Otro que no piensa como yo, y por más amplios y tolerantes que seamos, a nadie le divierte que lo contradigan.

 

Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? En ámbitos verticalistas, o bien el disenso no se exterioriza (no es que no lo haya), o bien se lo resuelve en base al principio de autoridad y se hace lo que ordena el que manda, aunque los subalternos estén en completo desacuerdo. En ámbitos democráticos, en cambio, el disenso se resuelve apelando a una simple operación aritmética: se hace lo que decide la mayoría. La indudable e irremplazable justicia de este método, sin embargo, no elimina las asperezas de la confrontación. Se trate de las elecciones que definen el destino político de una nación o del debate en una reunión de consorcio sobre la necesidad de pintar el edificio, el hecho de resolver en forma práctica el disenso mediante la decisión de la mayoría no significa superarlo, pues -salvo en muy infrecuentes ocasiones- ningún resultado adverso le quitará a los derrotados la íntima certeza (o al menos, la íntima sensación) de que quienes se han equivocado son los otros. Lo cual es perfectamente posible, ya que una mayoría nunca garantiza por sí sola una decisión acertada, una solución conveniente, un hábito sano, una conducta constructiva (cosa que deberíamos recordar cuando integramos alguna mayoría, no sólo cuando sangramos por la herida de la derrota numérica). Una mayoría no necesariamente es infalible. ¿Por qué habría de serlo, si está formada por individuos, y los individuos somos esencialmente falibles? Además, y pese a que nos resulta más cómodo imaginar lo contrario, las mayorías y las minorías no son bloques homogéneos, conformados por la presencia o ausencia de lucidez y valores, sino que constituyen una compleja trama en la que convergen los más diversos factores, algunos de ellos, incluso, insalvablemente contradictorios. Al fin y al cabo, a la hora del conteo final –tanto en comicios gubernamentales como en reuniones de consorcio- el voto largamente razonado vale igual que el emitido de manera irresponsable, el voto por principios vale igual que el voto interesado y el voto del malandra vale igual que el del honesto. Nada, entonces, salvo el prejuicio, autoriza a suponer que la virtud y el vicio se han alineado en forma automática detrás de la postura mayoritaria o de la otra.

 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? La respuesta políticamente correcta nos conduce hacia los territorios del respeto y la tolerancia, a escapar de la tentación de cancelar el disenso cancelando al disidente (o ninguneándolo, que es una forma simbólica de cancelarlo). Nuestra respuesta fáctica, en cambio, está atravesada por una alarmante ambivalencia. No medimos las cosas con la misma vara, vemos siempre la paja en el ojo ajeno, le asignamos a los hechos diferentes significados según simpaticemos o no con sus protagonistas. Una movilización callejera, por ejemplo, puede parecernos una conmovedora muestra de compromiso cívico o un rejunte de imbéciles, según estemos o no de acuerdo con las banderas que en ella se enarbolen. El golpe que un legislador le propina a otro en el fragor de una sesión del Congreso configura una inaceptable muestra de autoritarismo o un redentor acto de justicia según quién sea el golpeador y quién el golpeado. Festejamos o censuramos discursos de idéntico tono agresivo según compartamos o no los criterios del orador. Nos amparamos en la libertad de expresión para decir lo que pensamos, sin que nos aflija la posibilidad de herir susceptibilidades, pero si alguien, amparado en esa misma libertad, ejerce su derecho a réplica (y sobre todo si al hacerlo hiere nuestra susceptibilidad) sentimos que no nos dejan decir lo que pensamos. En todos los casos, el fundamento de nuestra conducta dual es el mismo: yo tengo derecho a decir o a hacer algo porque tengo razón; vos no tenés derecho a decir o a hacer lo mismo porque el que tiene razón soy yo. Así de arbitraria es la cosa. Está mal, claro que está mal, pero es así como funcionamos.

 
No todos somos energúmenos, es cierto. La existencia de voces discordantes con la nuestra no es algo imposible de sobrellevar. Lo que sucede es que todos, sin excepción, tenemos una “lista negra” de actitudes éticas y posturas ideológicas que no sólo despiertan nuestros reparos, sino que nos resultan directamente indigeribles. Y hay pocas experiencias tan exasperantes como tener que soportar la encendida defensa de esos pareceres en nuestras narices, o su jubilosa celebración. Habrá quienes dejen fuera de su zona de tolerancia a los simpatizantes de tal o cual partido; habrá en cambio quien –generoso para la estrechez- vuelque sus anatemas sobre cuanto grupo político, étnico, cultural, religioso o sexual sea diferente de aquellos a los cuales pertenece. A las fronteras de lo reprobable, claro, las traza cada uno. Pero como el disenso es bilateral, suele pasar que aquellos que integran nuestra “lista negra” nos ponen a su vez a nosotros en las suyas. Se entabla así una proscripción mutua, un juego de espejos donde sólo habrá espacio para vehementes monólogos cruzados pero nunca para un diálogo que ninguno de los contendientes, en su intransigencia, desea tener. Lo paradójico de todo esto es que la sensación que genera la irrupción de las voces indeseadas es idéntica a uno y a otro lado del espejo: el mismo escozor, la misma incomodidad, el mismo remolino de indignación en el pecho, el mismo empecinamiento en no querer escuchar ninguna razón que provenga de “esos” individuos. Aquellas personas cuyas ideas nos provocan un rechazo visceral sienten el mismo rechazo hacia las ideas opuestas que nosotros defendemos. Podríamos pasarnos meses sumidos en una feroz batalla argumentativa; ni ellos ni nosotros cambiaremos de opinión.

 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? “No estoy de acuerdo con lo que piensas, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo“, escribió Voltaire hace dos siglos y medio. Claro, Voltaire no tenía Facebook. Si hubiese leído la catarata de barbaridades que circula por las redes sociales disfrazada de moral bienpensante, no habría dicho lo que dijo. O se hubiese vuelto ermitaño para no hacerse mala sangre.

 

 

 

 

lunes, 18 de junio de 2012

Crónica n° 79: El chico con el que nadie se reía (junio 2012)

Mientras el guitarrista melenudo, joven talento del barrio, entusiasma a la concurrencia cantando una chacarera, Ramón espía al público que se ha juntado en la placita. Oculto a un costado del escenario, observa todo con ojos de niño grande. Tiene 30 años, pero los festivales al aire libre todavía le provocan el mismo cosquilleo de excitación que le causaban cuando era chico, como si estos ratos de alegría popular fuesen el testimonio concluyente de que Dios aún se acuerda de sus hijos. De todos.

Es una tarde radiante de invierno y la placita se ha llenado de gente que, sea por auténtico interés, por curiosidad o para disolver el aburrimiento de los domingos, viene a ver los diferentes espectáculos que se están ofreciendo. Algunos están sentados sobre el césped; otros han traído desde sus casas los sillones plegables y el equipo de mate. Hay banderas y racimos de globos ondeando en lo alto de las farolas, y un grupo de niños que cada tanto se aleja del escenario y vuelve a correr detrás de una pelota.

 La escena le trae el recuerdo de una tarde similar en la plaza de su barrio, Santa Rosa de Lima. Ramón tenía entonces 15 años y su vida era un inventario de los lugares comunes que suelen jalonar la marginalidad. Pero a Ramón lo distinguía, además, una timidez monumental. Parco al extremo, podía pasar largos ratos entre la gente sin emitir palabra alguna, y cuando no le quedaba otro remedio que abrir la boca, lo hacía pronunciando monosílabos en voz muy baja.

 Cuando el hombre del aro en la oreja llegó al barrio con intenciones de reclutar pibes en situación de riesgo para armar con ellos un grupo de teatro callejero, Ramón estuvo en la reunión inicial sólo por inercia, arrastrado por el entusiasmo de su primo Andrés, que integraba una murga en Yapeyú desde hacía unos meses y venía llenándole la cabeza hablando maravillas de su experiencia con el redoblante, la pintura y el disfraz. A la semana siguiente, sin embargo, Ramón fue al primer ensayo por propia decisión. No supo muy bien qué buscaba, sólo sabía que el hombre del aro en la oreja lo había mirado a los ojos y sin desprecio.

 La timidez, sin embargo, le jugó en contra desde el principio. Se enredaba aún en los parlamentos más simples, tartamudeaba, le costaba modular la voz para que sus palabras resultaran audibles y, sobre todo, se quedaba duro, sin reacción, ante el menor traspié. Preocupado por no poder revertir tamaño grado de inexpresividad, el hombre del aro en la oreja optó por recurrir a lo básico: “Vamos a hacer lo siguiente, Ramón”, le dijo una tarde, poniéndole una mano en el hombro, con la actitud típica de los directores técnicos que dan instrucciones al jugador suplente que está por ingresar. “Cuando yo le grite al Gato ‘Me voy’, vos vas a entrar llevando unas cajas, entonces yo te atropello, vos tirás las cajas para arriba y te caés de espalda”. Ramón no lo dijo, pero sintió un profundo alivio al saber que, por lo menos, no tendría que aprenderse un texto de memoria y repertirlo delante de todos los vecinos. Pero las dificultades no se acabaron allí: la primera vez que ensayaron la escena, Ramón cayó mal y no se desnucó por milagro. Con una paciencia a prueba de contratiempos, el hombre del aro en la oreja le enseñó la técnica circense para caer sin golpearse y, de a poco, las cosas empezaron a salir con mayor fluidez.

 La tarde prevista para la representación era similar a esta. Hubo música, títeres, hubo una taza de chocolate caliente para todos los chicos y hasta actuó la murga de Yapeyú en la que tocaba Andrés. Cuando llegó el momento de la obra, Ramón se ubicó detrás de unos carteles y, en involuntaria imitación de la estatua viviente que había visto una vez en la peatonal, se quedó parado con las cajas listas en la mano, como si le hubiesen confiado una reliquia y tuviese miedo de arruinarla o de perderla. Estaba asustado; un pececito inquieto empezó a retorcerse en su pecho, retaceándole el aliento. Era como si le hubiesen puesto el alma en una prensa. Cuando escuchó que le daban el pie, creyó que le iba a reventar el corazón. Tragó saliva y salió de las sombras con esa dosis fugaz de inconsciencia de quien se tira a un precipicio. Tal cual estaba previsto, el hombre del aro en la oreja vino corriendo hacia él y se lo llevó por delante. Ramón se desparramó aparatosamente sobre el piso mientras las cajas volaban. Escuchó las carcajadas del público. Tendido, mirando el cielo luminoso de julio, escuchó las carcajadas y se sorprendió, como quien descubre en un recodo del camino un paisaje inesperado. Escuchó las carcajadas y fue como si unos brazos tibios lo abrigaran. Escuchó las carcajadas y hubiese querido quedarse así para siempre, atesorándolas, pero el Gato, con nula sutileza, se encargó de recordarle por lo bajo que la obra seguía y que él debía salir de escena.

 “Che, ¿por qué te quedaste tanto tiempo tirado en el suelo?”, le preguntó el hombre del aro en la oreja un rato más tarde, cuando todo habia terminado y la plaza ya estaba sumida en esa melancolía viscosa que sucede a toda fiesta. “Estaba escuchando la risa de la gente”, explicó él. Y enseguida, sin sospechar el desamparo sideral que evidenciaban semejantes palabras en boca de un chico de 15 años, agregó: “Nunca nadie se había reído conmigo”.

 El guitarrista melenudo concluye su actuación y los vecinos lo ovacionan. Ramón se desentiende bruscamente de los recuerdos y se concentra en el ahora, en el trajín de la gente del sonido, que trabaja cerca de él. El presentador pasa a su lado y consulta: “¿Estás listo?”, Ramón asiente y ve cómo el hombre camina hacia el centro del escenario, toma el micrófono y comienza a hablarle al público con énfasis festivalero. Él se queda aguardando expectante. La timidez no lo ha abandonado y todavía siente el aleteo del pececito en los minutos previos, pero no le importa porque ya se acostumbró: hace años que visita hospitales y recorre los barrios más pobres de Santa Fe con su vocación solidaria a cuestas.

 “Con ustedeeeees…”, anuncia el presentador. Ramón se acomoda el sombrero por última vez y verifica que la nariz roja esté bien ajustada. Después, traga saliva y sale a escena. El chico con el que nadie se reía finge que se tropieza y realiza una acrobática pirueta. Un centenar de carcajadas llega hasta él para abrigarlo.

lunes, 28 de mayo de 2012

Crónica n° 78: Nueve minutos (mayo 2012)

Los viajes en el tiempo son posibles. Brevísimos, es cierto, casi imperceptibles, tan modestos que ni siquiera provocan efecto verificable alguno, pero son posibles. Lo sé por experiencia; lo sé porque los hago habitualmente desde aquella mañana soleada de julio en que descubrí por casualidad el secreto para llevarlos a cabo.

Ignoro por completo las razones científicas que los sustentan, pero me consta que realizarlos es mucho más sencillo de lo que podría suponerse investigando las teorías que versan sobre tan compleja materia. Mucho más simple, incluso, que lo que se podría fantasear viendo películas de ciencia-ficción referidas al tema. No hay involucradas aquí máquinas estrambóticas, ni es necesario contar con un vehículo o un dispositivo específicamente diseñados para la ocasión. Cualquier persona puede hacer estos viajes sin tener que prepararse para ellos. De hecho, involuntariamente, cada día hay miles de viajeros que los cumplen; lo que sucede es que, al parecer, hasta ahora nadie, excepto yo, se ha dado cuenta.

La cosa funciona así. Uno va caminando por la peatonal de Santa Fe en dirección norte-sur y, unos metros antes de llegar a Primera Junta, mira el reloj electrónico que está plantado a la altura del Banco de Galicia. Al hacerlo, comprueba sin mayores sobresaltos que son, pongamos, las 8.07. Cruza la calle y camina una cuadra más sin que nada extraño acontezca. Pero al mirar el reloj electrónico (idéntico al anterior) que está ubicado unos metros antes de llegar a calle Mendoza, uno descubre con gran sorpresa que son las 7.58.

 Seguramente, los espíritus cínicos que siempre se muestran renuentes a aceptar la irrupción de lo fantástico en sus ordenadas vidas cotidianas, argumentarán –con intachable lógica, habrá que reconocerlo- que se trata simplemente de una falla de sincronización entre los distintos relojes digitales instalados en la peatonal de Santa Fe. No voy a negar que la primera vez pensé lo mismo; al fin y al cabo, si uno sigue caminando un par de cuadras más hacia el sur, el próximo reloj con el que uno se topa, el que está ubicado cerca de Lisandro de la Torre, se encarga de marcar, impertérrito, las 8.13, como si el desatino de su hermano mellizo le resultara completamente ajeno. Pero sucede también que, desde entonces, cada vez que cumplo con este recorrido -y conste que, de lunes a viernes, lo hago prácticamente todas las mañanas- compruebo que el desajuste se mantiene inalterable, independientemente de la hora, el día o el mes en que uno pase por el lugar. Y como soy de esos espíritus lúdicos que siempre se muestran renuentes a aceptar la irrupción de las explicaciones cotidianas en el terreno de lo fantástico, tamaña persistencia me ha llevado a conjeturar que no se trata de un mero desperfecto técnico, sino que efectivamente todos los que circulamos de norte a sur por esa cuadra logramos el efímero prodigio de retroceder nueve minutos en el tiempo.

 Confieso, no obstante, que aún no he podido desentrañar cuál es el sentido de tan asombroso fenómeno. Las personas que llegan desde el norte dispuestas a cruzar Mendoza no se dan cuenta de que han rejuvenecido nueve minutos. Me pregunto entonces de qué sirve un viaje en el tiempo tan minúsculo que nadie es capaz de advertirlo. Por otra parte, ¿qué tan significativos pueden ser para alguien los nueve minutos previos a ese tránsito anodino por la cuadra de San Martín al 2300? ¿Qué terrible omisión podría ser salvada viviéndolos por segunda vez, qué tremendo desacierto podría enmendarse? ¿Qué amores vencidos podrían ser resucitados, qué decisiones existenciales podrían reverse?

 La imposibilidad de obtener respuestas satisfactorias autoriza a concluir que estos fugaces regresos constituyen una hazaña demasiado pobre, tan intrascendente como improductiva, una broma del universo. Y sin embargo, por más mínimos que sean estos retrocesos, cada vez que recorro los cien metros que van desde el Banco de Galicia al Gran Doria, experimento cierto vértigo. No por el retroceso en sí, que es tan minúsculo que no se nota, sino porque invariablemente me pongo a hacer cálculos y pienso que, si la ruta mantuviera ese parámetro de nueve minutos por cuadra, uno podría llegar a la Plaza de Mayo habiendo retrocedido el nada despreciable lapso de una hora y doce minutos. De ahí a enredarme en problemas matemáticos de regla de tres simple hay un solo paso: ¿cuántas cuadras más hacia el sur debería entonces caminar una persona para reencontrarse con su adolescencia perdida? ¿Y para regresar a aquel abrazo bajo aquella lluvia? ¿Y para retornar al punto fundacional desde el cual reedificar toda su vida?

 Se trata, por supuesto, de especulaciones vanas. Si lograra precisar con exactitud milimétrica el sector de la ciudad por donde pasa el meridiano que le da continuidad a esta falla cronológica, podría tal vez corroborar mis hipótesis y aspirar a proezas más notables. Día a día, con terca esperanza, emprendo mi marcha hacia el sur pensando que esta vez sí, que esta vez ocurrirá la maravilla. Sin embargo, con idéntica tenacidad, los números rojos del reloj que está situado cerca de Lisandro de la Torre me informan sistemáticamente, con insobornable rectitud, que son las 8.13, que el viaje ha concluido sin pena ni gloria, que estoy de vuelta en el presente.

 Cada tanto siento la tentación de recorrer la cuadra de San Martín al 2300 en sentido inverso para ver qué pasa. Aunque nunca he percibido alteración alguna en los rostros de quienes se cruzan conmigo a lo largo de esos cien metros, todo conduce a suponer que los transeúntes que lo hacen también viajan en el tiempo, pero hacia adelante. No puedo asegurarlo, pues jamás me animé a comprobarlo. Cuando tengo que caminar de sur a norte evito la peatonal, prefiero tomar por San Jerónimo o 25 de Mayo. Tal vez sea sólo un estúpido gesto de superstición, pero uno nunca sabe. La vida es demasiado corta como para, encima, andar robándole nueve minutos al futuro cada mañana.

lunes, 9 de abril de 2012

Crónica n° 77: Bienvenidos al club (abril 2012)

Yo no tengo la habilidad de Messi, ni el carisma de Sandro, ni la pinta de Pablo Echarri. No tengo ninguno de esos atributos que suelen inspirar la creación de un club de admiradores.  Tampoco tiene mi conducta pública un costado polémico como para inspirar la creación de un club de detractores, como esos grupos de Facebook que adoptan nombres demoledores del estilo “10000 personas que odiamos a Arjona”. No soy, en suma, objeto de aclamación ni repudio masivos. No obstante, a lo largo de mi vida adulta me las he ingeniado para ir generando en torno a mí la existencia de un club formado por un vasto y heterogéneo conjunto de individuos: el club de personas no saludadas por Alfredo Di Bernardo.         

Se trata, por cierto, de un club muy singular: no tiene sede, no tiene presidente, carece de página web y de cuenta en Twitter, no realiza declaraciones oficiales, no exhibe banderas en público y nunca fue constituido formalmente. Pero lo más insólito de todo es que sus integrantes no saben que lo son. Y como el hecho de no saludarlos no es un acto deliberado de mi parte sino una involuntaria consecuencia de mi escasa visión, tampoco yo puedo realizar un aporte significativo a la hora de ensayar la confección de un padrón aproximado de miembros. Intuyo, eso sí, que son muchos, muchísimos, y que la nómina crece con regularidad indeclinable.

Para formar parte del club es necesario que se cumplan dos condiciones, una objetiva y otra subjetiva. La condición objetiva es obvia: cruzarse conmigo y no ser saludado (o, como veremos más adelante, recibir un saludo imperfecto). La condición subjetiva consiste en que los damnificados ignoren la magnitud de mi discapacidad visual. Este requisito deja afuera del club a mis amigos más cercanos que, conociendo el buey con el que aran, saben que si no me pegan el grito, se me tiran encima o me hacen una zancadilla, pasaré a su lado con la misma impasibilidad de quien está más allá del bien y del mal. O con la misma inconsciencia inquebrantable de Mr. Magoo.

Una visión simplista del problema (una visión algo miope, si se me permite el sarcasmo) puede conducir a equívocas conjeturas. Por ejemplo, la de suponer que la alternativa de ver o no ver a mis semejantes depende sólo de una cuestión de luz reinante en el ambiente, o de la distancia existente entre el prójimo y yo. Craso error: muchas veces la luminosidad abundante termina siendo contraproducente y la cercanía no garantiza nada. No hay un patrón preciso que regule este asunto. Y si lo hay, son demasiados los factores que inciden en él como para volverlo comprensible. Lo cierto es que, estadísticamente hablando, la feliz circunstancia de que yo logre identificar a alguien sin problemas es altamente infrecuente. Es como jugar contra el Barcelona: se le puede ganar, pero es mucho más probable que eso no ocurra.

Mis no-saludos admiten distintas variantes. La primera de ellas es el “no-saludo simple”. Por ejemplo, voy por la peatonal y el doctor Gutiérrez aparece en mi camino, o voy a la Municipalidad para hacer un trámite y me pongo a esperar mi turno al lado de mi vecina Nené, o entro a una sala cultural y me ubico cerca de mi colega Juan Carlos, con el que suelo  intercambiar amables correos electrónicos y con el que incluso somos amigos en Facebook. Pues bien, tanto el doctor Gutiérrez, como mi vecina Nené y mi colega Juan Carlos me ven y se disponen a saludarme. Lo que ninguno de ellos tiene en cuenta es que, a pesar de toda apariencia en contrario, yo no los he visto a ellos. Abismalmente ajeno a su presencia, paso entonces a su lado (o permanezco, que es peor) y los ignoro con olímpica buena fe. La personalidad de cada víctima marcará la diferencia de reacciones frente al desaire: habrá quien se ponga a examinar culposamente qué maldad me hizo para merecer tamaño desplante, habrá quien apueste por la opción conspirativa y se pregunte intrigado en qué turbios asuntos andaré metido como para simular no verlo, habrá quien me considere un odioso (por usar un epíteto suavecito).

El panorama se oscurece aún más (valga el sarcasmo) cuando nos adentramos en los terrenos del “no-saludo con alevosía y ensañamiento”. Por lo general, trato de no mirar fijamente a los demás en sitios públicos (¿para qué habría de hacerlo, si total no los voy a ver?). Es una estrategia defensiva que busca evitarme conflictos cediéndole la iniciativa del saludo a los otros. Claro que el truco no siempre resulta eficaz. A veces, no puedo evitar que mi inoperante mirada se cruce fugazmente en el aire con alguna otra. En ese caso, al doctor Gutiérrez, a mi vecina Nené y a mi colega Juan Carlos les resultará directamente inconcebible que yo no los haya visto y, por ende, su indignación no hallará dique que la contenga. El veredicto será fulminante y quedaré como un maleducado sin remedio (por usar un epíteto suavecito).

Una interpretación amplia del concepto de “no-saludo” admite la posibidad de considerar dentro de dicha categoría a los saludos inapropiados conocidos como “saludo al bulto” o “saludo al voleo”. Esta amplitud de criterios permite incluir como miembros del club a los involuntarios protagonistas de estos casos -no menos frecuentes y embarazosos- en los cuales si bien hay un saludo de mi parte, éste presenta un defecto de fábrica que autoriza a impugnarlo como tal. Sucede cuando, conforme a mi ya explicada estrategia de ceder la iniciativa, alguien efectivamente me saluda pero yo no puedo reconocerlo. Respondo por reflejo, sí, respondo incluso con una inmediatez exagerada, como quien se ha quedado adormecido en público y al despertar bruscamente sobreactúa para demostrar que estuvo despierto todo el tiempo. Cuando este tipo de saludo se da en la modalidad “al paso”, es muy factible que se perpetre un indeseado desfasaje de intensidades y que yo termine saludando con grandes aspavientos al doctor Gutiérrez –que, al fin y al cabo, apenas me conoce- y le dedique sólo una leve cortesía a mi colega Juan Carlos, que esperaba de mí un abrazo efusivo. Claro que mucho peor es la variante en la cual el saludador misterioso no se limita a saludar e irse, sino que permanece a mi lado y se pone a darme charla sin que yo tenga idea de con quién estoy hablando. Pocas experiencias hay en la vida tan adrenalínicas como éstas, se los puedo asegurar. Sobre todo cuando mi interlocutor, haciendo gala de su extrema jovialidad, me sonríe de oreja a oreja y pregunta con brutal inocencia: “che, ¿te acordás de mí, no?”.  

Lo paradójico de la cuestión es que la imagen que seguramente los miembros del club tienen de mí dista mucho de lo que soy en realidad. No es que me crea un tipo particularmente simpático (de hecho, mi sociabilidad presenta unas cuantas facetas inconvenientes) pero de ninguna manera soy ese patán guarango que involuntariamente aparento ser. Lo paradójico de la cuestión es que, si lograra asignarle a esos fantasmas que me rodean su correcta identidad, podría poner en funcionamiento la maquinaria de mi asombrosa memoria y preguntarle al doctor Gutiérrez acerca de su aficlón por Almagro (porque alguna vez me comentó como al pasar que era el único hincha de Almagro en toda Santa Fe), o preguntarle a mi vecina Nené cómo andan sus seis hijos (del menor de los cuales es casualmente mañana el cumpleaños), o recordarle a mi colega Juan Carlos cuánto me gustó ese poema suyo sobre la lluvia que leyó en aquel café literario que compartimos ocho años atrás (mas precisamente un viernes 31 de mayo). Es una pena, pero tal prodigio no es posible. Mis ojos padecen de una especie de falta de pixeles suficientes para lograr una adecuada resolución de imagen y suelo ver a los otros con rasgos poco definidos, como si fueran rostros de una foto nocturna sacada sin flash. Debo entonces extraer certezas de la bruma, decodificar y reconstruir constantemente, en tiempo real, lo que acontece delante de mí, y esa misión requiere de mi parte una tarea casi de investigación forense. Sólo que aquí no se pretende esclarecer un crimen, sino prevenirlo. ¿De qué me sirve conseguir el objetivo un minuto después de producido el incidente?

Desentrañar la identidad de las personas a partir de indicios me obliga a ser (valga la ironía) sumamente observador. Un bastón, un cabello canoso, unos anteojos con marco blanco, un vozarrón tabáquico, un tic, una entonación particular en el “¿Cómo le va, Di Bernardo?” o en el “¿Cómo andás, Flaco?” me ayudan a sonsacar pistas de las sombras, a navegar en lo borroso. El contexto geográfico, por ejemplo, es fundamental: si veo a una mujer saliendo de la casa de mi vecina Nené, es altamente probable que se trate, efectivamente, de mi vecina Nené. Los problemas nacen cuando esa tranquilizadora referencia geográfica se desvanece y me encuentro con el colega Juan Carlos frente a la góndola de embutidos del Wal-Mart o me cruzo con el doctor Gutiérrez en la playa, ataviado con una bermuda floreada y musculosa.           

Tal vez algún día los anteojos traigan incorporado un dispositivo electrónico que permita identificar a la persona que uno tiene enfrente (como las radios online que indican el tema que estamos escuchando), o se invente un GPS con parámetros humanos, capaz de anunciar “Doctor Gutiérrez, 20 metros a la izquierda”. O tal vez me decida de una vez por todas a ponerme una remera con la leyenda “Salúdenme ustedes, que yo no los veo”. Por lo pronto, quedan todos los lectores debidamente avisados: la inscripción al club está abierta todo el año, las 24 horas del día.      

miércoles, 22 de febrero de 2012

Crónica n° 76: Esa íntima desolación (febrero 2012)

La chica rubia tenía 27 años (igual que Janis, igual que Amy, salvando las amplias distancias). Era modelo, conductora de televisión y aspiraba a ser periodista. Tenía uno de esos rostros sugerentes tan requeridos por los publicistas y un cuerpo perfectamente ajustado a las estrictas leyes que rigen el mundo de la moda. La mujer negra tenía 48 años, era cantante, compositora y, en menor medida, actriz. Tenía (o había tenido) una voz extraordinaria. Su cara ya no exhibía la belleza poseída en la juventud pero entre las evidencias del deterioro era posible vislunbrar todavía cierto centelleo de su antiguo esplendor.



La carrera de la chica rubia estaba en pleno ascenso. Se había hecho famosa a los 17, al ganar un reality-show y, si bien el modelaje continuaba siendo su actividad central, había estudiado Comunicación Social con miras a un futuro diferente que, según quienes la conocían, se le presentaba promisorio. La carrera de la mujer negra, en cambio, estaba en decadencia. La acumulación de Grammys y discos de platino, el ingreso al Libro Guinness por causa de sus 170 millones de discos vendidos, eran hitos de un fenómeno ocurrido veinte años atrás. El pico de popularidad y el suceso mayúsculo habían quedado a sus espaldas, y le estaba costando demasiado competir contra un pasado nutrido de gloria.


La chica rubia necesitaba consumir drogas, alcohol y psicofármacos para sobrellevar lo cotidiano, o para cumplir con la letra chica del contrato de la fama, o para controlar sus demonios interiores, o para todo eso junto, quién puede saberlo. La mujer negra, también.


La chica rubia de nombre floral y la mujer negra con apellido de ciudad texana murieron de la misma forma, de la misma absurda forma, con una diferencia de sólo diez días entre sí.

Apenas se supo la noticia, se puso en marcha el previsible circo macabro que rodea la muerte de las celebridades. La foto del cadáver de la chica rubia fue exhibida sin ningún pudor en una revista,y la edición de la revista se agotó en 24 horas. Diez pisos más arriba de la habitación donde encontraron muerta a la mujer negra, hubo una fiesta esa noche, la fiesta a la que ella estaba invitada y a la que no pudo asistir. Entre champagne, reflectores y mucho glamour, sus colegas la recordaron con gran emoción. “Show must go on”, ¿no es cierto, Freddie?

Toda muerte temprana, se sabe, provoca mayor consternación de la habitual. Pero cuando esa muerte precoz viene asociada a la belleza o al talento conmociona mucho más, se vuelve casi obscena. ¿Qué tiene que hacer una palabra tan horrenda como “inhumación” al lado de la imagen sensual de una jovencita sonriente? ¿Cómo puede caber el adjetivo “ahogada” aplicado a una mujer cuya voz tenía la facultad de conmover a quien la escuchara? Y si además esa muerte apresurada sobreviene por los excesos propios de quienes la terminan padeciendo, si es la consecuencia casi inevitable de un suicidio financiado en cuotas, la desazón se multiplica. Frente a las falsas moralinas de dedos acusadores y las declaraciones de mal gusto, frente al vampirismo oportunista y la filosofía de velorio, lo que cuenta y queda, finalmente, es la triste certidumbre del desperdicio irremediable.

La chica rubia y la mujer negra, cada una a su escala, tenían todo aquello que al público le resulta deseable, habían alcanzado todo eso que en nuestra sociedad suele llamarse éxito. Entonces, los que transitamos la existencia sin mayores brillos, alejados de todo estrellato, los que espiamos el universo VIP desde afuera como una meta siempre envidiable, no logramos comprender por qué no pudieron ser felices. Su muerte nos confunde. Nos cuesta aceptar la presencia de esa íntima desolación que yace bajo las máscaras de la fama, dar por cierto ese vacío amenazante cuyo acoso se pretende mitigar en la bañera.

Tal vez deberíamos invertir la perspectiva. Revalorizar esta vida nuestra de cada día, tan subestimada por falta de micrófonos y cámaras que la enmarquen. Redescubrir lo que esta rutina aparentemente tan insulsa guarda de envidiable, incluso para quienes habitan el mundo VIP. Acaso así, impensadamente, descubramos asombrados –vaya paradoja- cuán exitosa puede ser la vida de los que no tenemos éxito.

lunes, 13 de febrero de 2012

Crónica n° 75: Pepa (febrero 2012)

Desde alguno de los patios vecinos ha comenzado a llegar el ritmo pegadizo de un cuarteto. Recién salida del baño, envuelta aún en su toallón de flores azules, Pepa tararea la melodía casi sin darse cuenta e imagina el festejo de Nochebuena que se está preparando en aquel patio. La postal que se dibuja en su cabeza –mesa larga, mantel a cuadros, vino vertiéndose en los vasos, trozos de carne asándose en una parrilla- la remonta a otra Nochebuena, a otro patio, lejos de Córdoba, el patio de la casa de su infancia en San Cristóbal. La remonta al tiempo en que era la niña consentida de la familia por ser la menor de los ocho hermanos. Cuando estaban todos vivos y juntos, cuando San Cristóbal prosperaba alrededor del ferrocarril y la vida era sólo un juego de naipes que parecía fácil de jugar. Cuando las barajas del mazo todavía no estaban tan arbitrariamente repartidas.



Enciende la luz y el ventilador de techo. Sobre la cama, impecablemente planchada por sus propias manos, descansa la ropa que ha elegido para esperar la medianoche: una blusa blanca y una pollera negra estampada. Al pie de la mesa de luz, aguardan sus zapatos más nuevos, esos de taco imprudentemente alto. Se para frente al espejo que está sobre la cómoda y empieza pacientemente a batirse el pelo.

El silencio actual de su casa contrasta demasiado con la algarabía de la escena recordada. Pero Pepa no se angustia. Al contrario, siente un especial orgullo por haber recibido nada menos que tres invitaciones de familias amigas para pasar la Nochebuena en compañía. Agradecida, las ha rechazado a todas con amabilidad pero con firmeza. En parte porque a sus 70 años el bullicio de los niños ya no le resulta fácil de tolerar, en parte porque esa semiceguera que la aqueja por culpa de su diabetes crónica le dificulta bastante el andar y prefiere desplazarse en territorio conocido. “Está bien, Pepa”, le dijo Mirta, “acepto lo que usted decida pero con una condición: prométame que no se va a deprimir pensando en las cosas feas que le han pasado”. Y como Pepa es mujer de palabra, ahí está, tarareando la música bailantera que viene desde el patio del vecino mientras termina de batirse el pelo.

Pepa no va a repasar su frondoso inventario de naufragios y pesares. No va a pensar en lo duro que fue separarse ni en lo mucho que tuvo que trajinar para mantener a sus dos hijos, preparando viandas, recibiendo pensionistas, cuidando niños ajenos o lavando los platos sucios de otra gente hasta borrarse las huellas digitales. No va a pensar en las incontables preocupaciones que le trajo el bracito defectuoso con el que nació su hijo menor. Menos aún, claro, va a recordar el accidente que la privó de ese hijo para siempre, justo el día en que cumplía 14 años. No habrá de pensar, tampoco, en el otro hijo, del que la separan diez mil kilómetros de distancia y ocho años de ausencia. Pepa es mujer de palabra y no hará nada de eso. Optará, en cambio, por reírse sola acordándose del estrafalario pensionista de la casa de calle Belgrano al que ella apodó “Tonteraje”. Evocará los bailes del Racing, cuando deslumbraba a todos con la gracia de sus movimientos. Meneará la cabeza con gravedad en señal de tierna reprobación recordando cuando sus hijos le robaban la silla de ruedas a la abuela para salir a dar una vuelta por el pueblo. No cederá a la melancolía, aunque la tentación esté ahí nomás, al alcance de la memoria.

Se observa en el espejo como puede, a través y a pesar de esa molesta niebla que se ha instalado delante de sus ojos últimamente. Se observa y se gusta. Mueve los hombros con suavidad para terminar de acomodar los pliegues de la blusa, se alisa la pollera buscando cancelar inexistentes arrugas. Ladea la cabeza en una y otra dirección para verificar que esos grandes pendientes son los indicados para el collar de fantasía que ha elegido. Se lleva una mano al pelo y, con un toque delicado de los dedos, comprueba que la flor blanca de tela está debidamente ajustada al cabello. Corrige levemente el maquillaje del pómulo derecho y se perfuma. Después, rebusca en un cajón el abanico de nácar que perteneció a su madre, supervisa todo otra vez y siente que ahora sí, la tarea está concluida. Ya está lista para asistir a su fiesta solitaria.


Avanza lentamente hacia la puerta de calle. Recoge en el camino el sillón plegable de tiras rojas y sale. Pepa irrumpe en la noche de barrio San Martín Norte con sus irreductibles ganas de vivir, y es tal la prestancia que irradia su estampa, que los niños que se divierten tirando rompeportones abandonan su juego unos segundos, y los vecinos que toman fresco en la vereda interrumpen sus conversaciones para admirarla. Alguien siente que la única manera posible de homenajear la coqueta entereza de esa mujer es aplaudirla. Y entonces la aplaude, y otro lo imita, y otro, y ella, asombrada, se ruboriza ante el inesperado halago. Sonríe complacida y responde con una reverencia, como si fuera una reina.

La brisa del norte ofrenda un concierto de nueve campanadas que se mezcla con los ruidos de la avenida cercana. Sentada en su sillón plegable de tiras rojas, Pepa se abanica y disfruta de la noche del mismo modo en que ha aprendido a disfrutar de la vida: no permitiendo que la adversidad desbarate su alegría. De vez en cuando, es cierto, la tristeza la visita. Pero cuando eso sucede, ella la mira a los ojos, le descerraja una carcajada fulminante a quemarropa y la tristeza, entonces, no tiene más remedio que huir avergonzada.

lunes, 6 de febrero de 2012

Crónica n° 74: El descubrimiento de la relatividad (enero 2012)

“Dale, Mónica, metete que el agua está hermosa”, dice Mandy desde la pileta. Los que, al igual que él, estamos compensando los ardores de la siesta santafesina con un chapuzón vivificante, apoyamos su moción con entusiasmo pero Mónica, friolenta vitalicia, nos mira con desconfianza. Se acerca al borde, extiende la pierna derecha y tantea el agua con el dedo gordo. No muy convencida, comienza a bajar los escalones con extrema lentitud y, a medida que se va sumergiendo, el rostro se le contrae en expresión de sufrimiento. “¡Vos estás loco; esto está helado!”, recrimina, y los demás, divertidos, nos burlamos sólo por sembrar cizaña.



Mandy y Mónica no lo saben, ni siquiera lo sospechan, pero acaban de reproducir casi textualmente una escena incluida en uno de los libros más impactantes que tuve el placer de leer en mi infancia: “El mundo de la comunicación”.

Era -y debo confesar que el uso del pretérito responde aquí sólo a una intencionalidad evocativa, ya que el ejemplar en cuestión aún existe y ocupa un lugar en los estantes de mi biblioteca- uno de esos libros grandes de Editorial Sigmar, coloridos y con muchas ilustraciones, destinados a estimular las inquietudes de niños que -como yo- sentían una irresistible atracción hacia el mundo de los datos y los conocimientos. Títulos como “Preguntas y respuestas para niños curiosos”, “Los cómo y porqué del Tiempo” o “La fuente del saber” dan una idea acabada, me parece, del objetivo perseguido por aquellos libros entrañables.


“El mundo de la comunicación” proponía un repaso de las diferentes formas pergeñadas por el hombre a lo largo de la historia para intercambiar información y emociones, desde la escritura de los sumerios hasta el cine, brindaba pautas sencillas para comprender el fenómeno comunicacional e introducía a los lectores en nociones elementales de lingüística y publicidad. La ortodoxia zodiacal señala que los geminianos solemos experimentar un vivo interés por estos asuntos y se ve que yo no fui la excepción: tanto por su temática como por su diseño, “El mundo de la comunicación” me resultó sencillamente apasionante.


Dentro de ese apasionamiento general, el punto culminante lo constituían las páginas 30 y 31. En ellas, al compás del latiguillo “El significado está en las personas, no en las palabras”, se ofrecía de manera clara y amena un muestrario de malentendidos a los que pueden dar lugar las percepciones individuales. Del texto sólo recuerdo el ejemplo de la ya referida discusión de pareja acerca de la temperatura del agua en la piscina. Las ilustraciones, en cambio, son inolvidables. “¿Qué quiere decir alto para el hombre de la derecha? ¿Y para el de la izquierda?”, se preguntaba el epígrafe de una foto en la que se veía a tres caballeros caminando: un enano, un gigante y otro que poseía una estatura que podría calificarse de normal. “50 personas, ¿son muchas o pocas?”, se interrogaba otro epígrafe en relación a sendos dibujos en los que se veía a 50 personas amontonadas en una habitación y a 50 personas cómodamente distribuidas en un estadio de fútbol (y sí, por supuesto que cedí a la tentación de contarlas para verificar si realmente eran 50). Otro dibujo mostraba a una señorita que decía “Mi hermano tiene una casa hermosa”. Al escucharla, un hombre imaginaba una mansión fastuosa, a otro se le representaba una apacible casa de campo… y el loro pensaba en una jaula reluciente. A todas las ilustraciones las acompañaba el leit-motiv de aquellas dos páginas maravillosas: “El significado está en las personas, no en las palabras”.


Fue un deslumbramiento fulminante. Fue amor a primera lectura.


Hace años que no soy amigo de las posturas absolutas. Que hay tantas maneras posibles de percibir el mundo como sujetos que lo perciben, que por lo tanto nuestras aproximaciones a la verdad son sólo parciales e inconscientemente tendenciosas, y que esa multiplicidad de miradas sobre el mundo es el origen de todos nuestros desencuentros, son ideas centrales en mi filosofía de vida. La conveniencia y necesidad de hacer el esfuerzo de comprender y tolerar las percepciones ajenas, aún las que contradicen las nuestras, es uno de los lineamientos básicos de mi ética personal. He hablado centenares de veces de estas cuestiones con mis amigos, intento explicárselas a mis alumnos cada vez que puedo y, desde distintos ángulos, he llenado sobre el tema una buena cantidad de carillas. ¿Sería razonable, por ende, atribuirle a las páginas 30 y 31 el origen de esta manera mía de conducirme en la vida? Temo que arribar a tal conclusión sería exagerado. De hecho, a los conceptos de subjetividad y relatividad recién los comprendí cabalmente cursando el quinto año de la secundaria. A mis 11 años ni siquiera supe que el objeto de mi enamoramiento intelectual se llamaba así: relatividad. Fue aquella, sin embargo, la primera vez que un libro me brindó el andamiaje conceptual necesario para sustentar una idea previa borrosamente poseída. Las páginas 30 y 31 me suministraron una clave esencial para decodificar cómo funcionan los seres humanos. Y si bien más tarde, al correr de los años y las lecturas, llegaron muchos otros textos cuya lucidez descorrió velos, disolvió sombras y me sirvió de guía en el siempre intrincado bosque de las ideas, siento que de algún modo todas esas iluminaciones posteriores se asentaron, directa u oblicuamente, sobre los cimientos plantados por aquellas dos páginas precursoras en las que aprendí, de una vez y para siempre, la incómoda ambivalencia de los adjetivos. Aquellas dos páginas con las que empezó a germinar en mí la temible sospecha de que, muy a nuestro pesar, establecer verdades definitivas en el reino de lo humano es tarea inviable.


“Anoche en el Cinc Club vi una película buenísima”, dice Mónica.


¿Cómo saber con exactitud a qué se refiere? El significado está en las personas, no en las palabras.