La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 28 de mayo de 2009

Crónica nº 51: El descubrimiento de las palabras (mayo 2009)

Cuando tenía 3 años, me regalaron un alfabeto de plástico, de esos que traen letras mayúsculas de distintos colores. No sé si fue justamente a causa de esa diversidad cromática, o si sólo fue el reflejo de una predisposición innata; lo cierto es que el abecedario en cuestión resultó ser, para mí, un juguete muy atractivo. Según me han contado, yo me echaba de panza al suelo y me entretenía largo rato manipulando las letras, examinando sus formas y disponiendo de ellas a mi antojo como si fueran autitos, soldados o animales imaginarios.

En algún punto imprecisable de mis juegos solitarios -y sin ser consciente de ello, por supuesto- debo haber descubierto que el uso y combinación de las letras podía no quedar necesariamente limitado a mi capricho y responder, en cambio, a un orden externo cuyo ignorado andamiaje me excedía por completo. Así fue como, mediante el simple recurso de observar y copiar, empecé a armar en el piso mis primeras palabras. La leyenda familiar indica que me especializaba en reproducir vocablos extraídos de etiquetas de productos que había en mi casa. "Vino" y "Odex" fueron algunos de aquellos precoces logros. Huelga decirlo, yo concretaba esta escritura de plástico sin saber leer. Es decir, sin entender el significado de aquello que había construido. Claro que, envuelto como estaba en mi absoluta inocencia, tal falta de comprensión acerca de mi propia obra no constituia, para mí, motivo alguno de preocupación.

Debieron pasar todavía varios meses para que tal conflicto se hiciera palpable. Todo sucedió una tarde de frío en que mi mamá volvió del centro y me regaló unos libritos de cuentos comprados en Casa Tía, de esos que vienen con escaso texto y grandes ilustraciones. No sé cuáles eran y tampoco sé si eran los primeros que me compraba. Lo que sí recuerdo, y con asombrosa nitidez, es la frustración -hasta entonces inédita- que sentí al tomarlos en mis manos y abrirlos. Han pasado cuarenta años pero aún puedo revivir claramente la impotencia descomunal que experimenté en aquel momento, cuando advertí que, debajo de esos dibujos tan coloridos, habia unas manchitas negras, ordenadas en fila como hormigas congeladas, unos signos que no lograba descifrar y cuyo desconocimiento me dejaba afuera de algo que presentía importante, malherido por una decepcionante sensación de estar arañando un cristal sin poder traspasarlo.

No sé si, de algún modo, me las ingenié para exponer explícitamente mis inquietudes al respecto, o si habrá bastado con prestarme atención para que cualquier observador pudiera advertirlas. El asunto es que mi mamá decidió estimular mi curiosidad, compró el mítico libro "Upa" y, tomándolo como guía, me enseñó a leer.

No recuerdo gran cosa acerca del contenido de ese libro, ni tampoco de los sucesivos pasos que conformaron mi proceso de aprendizaje, pero es indudable que, después de atravesar victorioso sus páginas, yo fui otra persona. Mejor dicho, me sentí una persona por primera vez. El dominio del lenguaje escrito operó en mi vida un efecto revolucionario: mamá amasaba la masa, yo amaba a ese oso, y mis 4 años se apoderaban de la llave maestra que abría la puerta para ir a jugar. Habia conseguido la clave mágica, el "Ábrete Sésamo" que me franqueaba el paso hacia el conocimiento deseado.

Habrá quienes se asoman al mundo impactados por los números, las imágenes o los sonidos. A mí, el universo se me revelaba poblado de palabras y me lancé con entusiasmo a apropiarme de ellas.

Previsiblemente, para cuando cumplí 5 años y promediaba mi paso por el Jardín de Infantes, yo no sólo leía con fluidez los libritos de cuentos -que me regalaban cada vez con más frecuencia- sino que abordaba con bastante soltura cuanto texto cayera en mis manos. No había antinomia alguna entre el juego y la lectura; leer era otro modo más de jugar. Como consecuencia lógica, mi vocabulario se fue ensanchando en forma vertiginosa, con la misma naturalidad con que una esponja absorbe el líquido en que la sumergen. Había palabras que me gustaban y otras que no, palabras que hacían reír y otras que daban miedo. Había, también, algunas que resultaban completamente ajenas a mi realidad circundante y, tal vez por eso mismo, llamaban mi atención. En sucesivos libros, un niño hacía trabajos en "rafia", un "milano" amenazaba a unas gallinas, y un señor iba a la playa muy contento con un "quitasol". Una revista mostraba la encantadora foto de una familia de "koalas" y otra, el porte adusto de un "dromedario". Un álbum de figuritas educativas presentaba a Helen Keller como "filántropa". De una historieta de Anteojito que se desarrollaba en la Edad Media aprendí lo que era un "escudero" y por otra que transcurría en la Prehistoria me asusté con un "pterodáctilo". Y en las revistas deportivas... bueno, de ellas es tanto lo que saqué, que bien podría dedicarles una crónica aparte.

Las palabras me han ayudado a entender mejor los mundos reales y a disfrutar los imaginarios. El correr de los años me ha develado su intrínseca ambivalencia y también su frecuente ineficacia para lograr que nos entendamos unos con otros, pero la atracción que ejercen sobre mí sigue intacta. Aún me divierte jugar con ellas. Ya no me tiro en el suelo, es cierto, pero todavía acomodo letras tratando de reflejar lo que percibo. Y cuando el azar trae hasta mí una frase que me conmueve o me resulta admirable, siento que vuelvo a ingresar a la cueva del tesoro, y que el tesoro sigue ahí, al alcance de mis ojos.

viernes, 8 de mayo de 2009

Crónica nº 50: Bernie Rubens se hace hombre (mayo 2009)

Manny Rubens es un tipo inseguro, de esos que revisan maniáticamente tres veces si cerraron bien la puerta del auto o si la luz quedó apagada. Es también un hombre gris, sin vuelo, opacado desde su infancia por el carisma de su hermano Jimmy, frente al cual no puede dejar de sentirse inferior. Si fuera uruguayo, podría concebírselo escapado de algún cuento de Benedetti, pero es inglés, judío y vive en esa Londres cuyo ritmo cotidiano comienza a verse alterado por el inminente inicio del Mundial de fútbol de 1966.

Manny está casado con Esther y tiene dos hijos: Alvie y Bernie. Alvie es abiertamente el preferido y las expectativas de la familia Rubens están depositadas en él. Bernie, en cambio, no las tiene todas consigo: es miope, usa anteojos, padece asma y siente, con fundamentos, que en su casa nadie le presta atención. A los 12 años, su existencia parece condenada a pasar inadvertida ante los ojos de los otros, deslucida -casi como en un calco de la historia paterna- por la de su hermano mayor.

Hay para Bernie, sin embargo, un motivo de esperanza: se aproxima el momento de su Bar Mitzvah, la ceremonia religiosa en que -tal como le enseña el rabino ciego que lo adoctrina- "un judío se hace hombre". Más concentrado en los festejos que en el costado espiritual del asunto, Bernie piensa que su Bar Mitzvah es la ocasión ideal para reivindicarse y empezar a tener luz propia. Carente de criterio realista, escribe invitaciones destinadas a judíos famosos y fantasea con una fiesta para 250 personas en el mejor salón del barrio.

Dos obstáculos amenazan con arruinar sus planes. Uno de los enemigos es invisihle a sus ojos de niño: la decadente situación económica de su familia. Porque un buen día se instala en el vecindario un gran supermercado y las ventas del negocio de su padre empiezan a derrumbarse estrepitosamente. El otro peligro es el Mundial. Porque la fecha programada para la final del torneo es la misma que la prevista para su Bar Mitzvah, y semejante coincidencia conduce a una conclusión obvia: si Inglaterra logra acceder a esa instancia, nadie querrá ir a la ceremonia para no perderse el gran partido. La crueldad del azar lo deja parado a contramano del patriotismo deportivo generalizado: Bernie será el único inglés que haga fuerza por los equipos que enfrenten a su selección. El problema es que, con el correr de los días, Inglaterra avanza en la Copa con la misma firmeza con que se desploman las finanzas familiares. Puede ocurrir, entonces, que el que iba a ser el mejor día de su vida se transforme en su peor pesadilla.

Con estos elementos tan simples, el cineasta inglés Paul Weiland ha construído una película admirable, una de las más conmovedoras que he visto en los últimos años. Se llama "En el '66" ("Sixty-six", en el original) y podría catalogársela como comedia dramática. Sin grandilocuencias, ajustándose en todo momento a un tono medido que no excluye el humor ni la emoción, apelando a un registro melancólico que oscila entre lo intimista y lo costumbrista, la película es el retrato agridulce de un viaje iniciático, una travesía interior en la que Bernie aprenderá que hacerse hombre trae aparejadas muchas más cosas que una fiesta. Así como el Ernie de "Verano del '42" se asomaba al dolor de la guerra y la muerte a través de su debut sexual, en este complicado verano del '66 Bernie descubrirá las aristas oscuras de la adultez: la decepción, el engaño, el resentimiento, la debilidad, el fracaso.

Historia de segundones -Bernie y Manny lo son o, al menos, así se sienten ellos- la película dibuja con notable agudeza y profunda ternura las dos caras de una misma incomunicación: los esfuerzos estériles de un niño que clama por atención y las tribulaciones de un padre que no sabe llegar a él. Desencuentro que, paradójicamente y merced a un inesperado giro argumental, comenzará tal vez a ser zanjado gracias a ese mismo fútbol que tanto angustia al contrariado Bernie.

Película deliciosa y emotiva, si fuera crítico de cine la calificaría con un "10" o un "excelente". Como no lo soy, me limito a recomendar su visión. Ningún espíritu sensible, me parece, podrá abstraerse a su encanto.