La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







sábado, 26 de abril de 2008

Crónica nº 20: Días (julio 2006)

Aplicados a la medición del paso del tiempo, los números redondos suelen resultar impactantes. En cuanto uno se descuida, un acontecimiento que parecía haber ocurrido hace poco, se nos revela sucedido hace 10, 20 o 30 años y nos devuelve bruscamente a una dimensión temporal implacable que, por lo general, queda oculta tras los engañosos pliegues de lo cotidiano.

Experimenté esa sensación en carne propia el año pasado, cuando cumplí los 40. La vuelvo a experimentar hoy, porque estoy cumpliendo 15.000 días de vida.

Decir "quince mil días" conmociona, provoca cierto grado de vértigo. "Quince mil" suena a cantidad de víctimas de un terremoto, o algo así (curiosa asociación ésta, pues no estamos hablando de muertos, sino de vida; a no ser, claro, que incurramos en la licencia poético-filosófica de considerar muertos a los días ya vividos). Pero al mismo tiempo, la magnitud de la cifra desdibuja las singularidades de cada unidad que la compone. Hablar de "quince mil días" disuelve los contornos particulares que cada uno de esos días ha poseído, su carga irrepetible de alegrías, problemas o ilusiones. Decir "quince mil días" permite abarcarlos mentalmente a todos en un sólo racimo, pero a costa de concederles una igualdad intrínseca de la que en realidad carecen.

Quizás por esta misma razón, la primera pregunta que surge ante la inminencia de semejante hito cronológico es: ¿cuántos de esos 15.000 días soy capaz de recordar con precisión? Se trata, intuyo, de un intento -fatalmente parcial y acaso vano- de restituirles la individualidad perdida.

Me caracterizo por poseer una notable capacidad para registrar fechas en mi memoria, pero es evidente que eso no alcanza para impedir que los días recordados constituyan una abrumadora minoría. Puedo enumerar sin dificultad qué día conocí a ciertas personas, qué día presenté cada uno de mis libros, qué día me recibí, o qué día empecé a trabajar, y evocar claramente, al hacerlo, cada uno de esos momentos. Pienso también en fechas vinculadas a la historia del país (11 de marzo de 1973, 1º de julio de 1974, 2 de abril de 1982) e inmediatamente se presentan en mi cabeza imágenes de lo que estuve haciendo los días en cuestión. Lo mismo sucede con fechas vinculadas al deporte y con los sucesivos cumpleaños propios, de familiares y de amigos. Entra, también, en este apretado inventario, el inexplicable registro de ciertas fechas que están allí sin que nada lo justifique (ninguna de las personas que conozco recuerda, por ejemplo, que el 13 de junio de 1974 Brasil y Yugoslavia inauguraron el Mundial de Alemania empatando 0 a 0, o que el 20 de julio de 1976 la sonda Viking se posó sobre suelo marciano, y sin embargo sobreviven ilesos a esta razonable amnesia). En suma: aún con el aporte extra de estas rarezas mnemotécnicas que me distinguen, el listado de días vividos perfectamente identificables constituye un porcentaje demasiado escaso en relación al total.

Primera y paradójica conclusión, entonces: a pesar del asombro que suele provocar mi memoria entre quienes me conocen, el verdadero motivo de sorpresa no está dado por todas las fechas que soy capaz de recordar, sino precisamente por lo contrario, por la descomunal cantidad de días que se han desvanecido para siempre, extraviados sin remedio en la neblina de la rutina escolar, estudiantil y/o laboral.

Claro que esta melancólica comprobación no debería sumirme en el desconsuelo. Después de todo, la mayor parte de los recuerdos se conserva sin fecha precisa de origen. Y lo que en verdad importa es justamente su conservación, no la exactitud matemática de su ubicación temporal. Puede entonces que no logre determinar qué hice con mi vida el 6 de noviembre de 1973, o el 27 de agosto de 1992, pero ¿cómo olvidar la mañana en que me metí por primera vez al mar, la tarde en que terminé de leer extasiado "La vuelta al mundo en 80 días", o el día que "2º C" le ganó el clásico a "2º B" con un gol mío sobre la hora? A la luz de esta certeza, el dato concreto pasa a segundo plano, se vuelve irrelevante. Considerados en sí mismos, los días serían, desde esta perspectiva, apenas un mero envase destinado, en la mayoría de los casos, a sacrificar su identidad en aras del especial contenido que los llena.

Esta preeminencia del contenido, sin embargo, me conduce a un interrogante aún más perturbador que el primero: ¿cuánto de lo que he vivido recientemente habré de recordar dentro de algún tiempo? O dicho de forma más incisiva: ¿cuántas de mis acciones diarias, cuántos de esos compromisos y urgencias que tantas horas me consumen y tantas preocupaciones me generan tendrán la significación necesaria como para ser recordados en una década o dos? Tampoco aquí caben las respuestas definitivas, por supuesto, pero mucho me temo que -por expresarlo en términos suaves- un porcentaje considerable de mis días actuales está sacando boleto de ida hacia la nada con absoluta impunidad.

Es altamente improbable que las proporciones estadísticas negativas de la memoria puedan revertirse por puro voluntarismo, pero deberíamos actuar como si se pudiera. Habría que esforzarse un poco. Sería cuestión, tal vez, de no seguir desperdiciando lastimosamente nuestro tiempo en tantas tribulaciones vacuas. Sería cuestión, tal vez, de aprovechar cada día para meterse en otros mares, descubrir nuevos mundos imaginarios o hacer goles importantes en otros arcos. Sería, tal vez, cuestión de merecer el recuerdo futuro.

Es cierto, quizás ni siquiera así alcance. Quizás permanecer en la memoria sea necesariamente el privilegio de unos pocos días. Tal vez éste no sea uno de ellos. Es probable, entonces, que llegue un momento de mi vida en que ya no recuerde qué fue lo que estuve haciendo este jueves 13 de julio de 2006. Hasta es posible, incluso, que tampoco recuerde haber escrito este artículo.

Sin embargo, lo escribo igual.

Al fin y al cabo, quizás sólo por eso escribe uno: para combatir el olvido.

Crónica nº 19: La pasión según Atlas (mayo 2006)

La Primera "D" es la categoría más baja en la estructura de los torneos oficiales que organiza la Asociación del Fútbol Argentino. Los clubes que participan en ella tienen mínimo renombre y exiguo presupuesto. No cuentan a su favor con pasados esplendores de los cuales poder vanagloriarse. Los partidos de la "D" se juegan en canchas de escaso o nulo verdor, ante un público por lo general muy reducido. Los jugadores no tienen sueldos. En todo caso, si gracias a algún espónsor barrial, llegan a cobrar algo de dinero, la paga se parece más a una changa que a un auténtico salario. Saben que nunca participarán de un Mundial, que nunca pisarán la Bombonera para enfrentar a Boca, que nunca serán transferidos a Europa por cifras millonarias. Juegan animados por la modesta ilusión de subir a la "C". Juegan -ni más ni menos- por el honor.

En la "D" no hay descensos. Como no hay otra categoría inferior, el equipo que sale último queda automáticamente desafiliado por un año, al cabo del cual puede volver a participar del torneo. Es el precio que debe pagar por ser -si se permite el barbarismo- el más último de todos.
El último de los últimos.

En esa incómoda posición recaló, en el 2004, el club Atlas, humilde institución que, a consecuencia del infortunio deportivo sufrido, en el transcurso del año que duró su desafiliación se quedó sin jugadores, sin cuerpo técnico... y hasta sin camisetas. La crítica situación, sin embargo, no impidió que el año pasado sus dirigentes decidieran emprender la quijotesca tarea de empezar de nuevo. Desde cero, claro.
Esa terquedad inclaudicable de este minúsculo grupo de personas aferradas a un sueño deportivo fue la razón que llevó a la cadena Fox Sports a elegir al "Marrón" (tal el apodo del club a causa del color predominante en su camiseta) como protagonista de un novedoso programa televisivo: "Atlas, la otra pasión", un "docu-reality" destinado a reflejar las vicisitudes del club en su retorno a la "D", no ya desde una perspectiva tradicional, meramente futbolística, sino a través de un enfoque intimista, centrado en lo humano y lo social.

Se sabe, un "reality" no es la realidad misma. Hay en él un cuidado trabajo de edición que la vida no tiene. Hay golpes de efecto que potencian el dramatismo o la emotividad de ciertas situaciones. Hay, también, circunstancias que sólo existen justamente a partir de la presencia de una cámara (es obvio que, de no ser por su exposición mediática, jamás un equipo de la "D" habría podido ganar adeptos en distintos países de America, ni sus jugadores habrían firmado autógrafos en la calle). Pero más allá de esta previsible dosis de artificiosidad, el programa logró un eficaz acercamiento al mundo cotidiano de ese puñado de personas ligadas al club. Mundo situado, por cierto, a tantos años luz de las tapas de los suplementos deportivos de los lunes, como del glamoroso universo de las estrellas del fútbol nacional. Los televidentes se asomaron a los entrenamientos y a los partidos, vivieron de cerca las expectativas y temores de futbolistas, dirigentes, cuerpo técnico e hinchas. Compartieron con ellos sus diarias complicaciones y los esfuerzos realizados para tratar de superarlas.

Es cierto, el remanido esquema del protagonista que persigue un objetivo luchando contra toda adversidad dista de ser original. De hecho, es constitutivo de la naturaleza humana, por eso se halla presente en tantas obras de la literatura y del cine. También en la televisión, claro. El valor principal de "La otra pasión" radica, entonces, en que su protagonista no es un individuo, sino un grupo. El héroe, aquí, es un héroe colectivo. Un héroe que, además, se vuelve admirable no porque gana, sino porque lucha, lo cual viene a subvertir el concepto pragmático de éxito imperante en nuestra sociedad. Justo homenaje éste -acaso involuntario- a tantos sacrificados compatriotas que, desde el anonimato y sin esperar recompensa, dedican su tiempo y su energía a crear, desarrollar y apuntalar miles de instituciones deportivas, sociales y culturales.

Si se hubiese tratado de una producción hollywoodense, en el último programa Atlas habría salido campeón en una tensa definición por penales, y los jugadores, emocionados, habrían dado la vuelta olimpica bajo una lluvia torrencial, con una banda de sonido pródiga en trompetas épicas. Pero esto no era una película, sino la realidad: después de cumplir la mejor campaña de toda su historia, Atlas perdió en semifinales contra Berazategui y no ascendió.

Precisamente por eso, por esa ausencia de final feliz, aplaudamos a Atlas. Hagámoslo por todos aquellos que en la vida jamás tendrán su premio y sin embargo la siguen peleando. Hagámoslo por los que siempre salen últimos en un mundo que les niega el derecho a ocupar otra posición.

Crónica nº 18: Ella no era para mí (abril 2006)

No voy a decir que la deseaba, porque estaría mintiendo. Sí puedo afirmar, en cambio, (no me avergüenza reconocerlo) que últimamente su cercanía constante generaba en mí cierta morbosa curiosidad.

Lo extraño es que, hasta hace no mucho tiempo, todo indicaba que ella no era para mí. La había visto siempre como un horizonte remoto y exótico. La sentía tan ajena a mi destino como un viaje a Bulgaria, o la práctica del salto con garrocha. Era factible que otros pudieran acceder a ella, pero... ¿yo? ¿justo yo? Parecía tan improbable...

Y sin embargo, con imperceptible terquedad, la vida se encargó de ir acercándonos. Comprendí mi error inicial. Poco a poco, fui advirtiendo que esa distancia que yo había creído insalvable era una tela que encogía más y más.

No aceleré el proceso, es cierto, pero tampoco hice nada por revertirlo. Tal vez fue esa atracción malsana por saber qué se sentía; tal vez fue sólo la inercia del que se deja resbalar hacia lo inevitable.

Y bien, finalmente, ayer sucedió lo que tenía que pasar. Entré a la farmacia y allí, en la balanza electrónica, estaba ella: la marca histórica, la estadística extrema. la cifra otrora inaccesible.

Sí, aunque me cueste creerlo, he llegado a los noventa kilos.

Crónica nº 17: Sobre cierta amnesia colectiva (abril 2006)

Quienes se dedican a la investigación periodística suelen afirmar que no hay nadie que resista un buen archivo. Tal aseveración parece muy atinada. Más allá de la pose que uno intente adoptar para quedar bien parado frente a la historia, una foto, una grabación o un video tienen la notable capacidad de desarticular la maniobra y desnudar lo ficticio de la mueca. Confrontar la actualidad con los testimonios del pasado sirve para enderezar verdades que se pretende torcer por conveniencia.

En tal sentido, el informe sobre la guerra de Malvinas presentado en la última edición del programa TVR ("Televisión Registrada"), resultó sencillamente devastador. No necesitaron sus autores, para generar escozor, mostrar escenas bélicas, ni exhibir soldados heridos, ni echar mano a las escalofriantes estadísticas sobre suicidios de excombatientes. Les bastó, simplemente, con armar una especie de videoclip con fragmentos de distintos noticieros de la época y dejar que los protagonistas de los mismos -militares, periodistas, dirigentes políticos- mueran por la boca. Las declaraciones rescatadas son tan contundentes, que no admiten chicanas interpretativas acerca de lo que se quiso o no se quiso decir. Que alguien declare frente a una cámara "apoyamos plenamente esta decisión tomada por la Junta Militar" no deja margen alguno para argucias semánticas.

Un acierto adicional del informe fue cotejar esas actitudes uniformemente optimistas- oportunistas-obsecuentes-patrioteras de abril del '82 con las posteriores a la rendición argentina. Así fue como se los vio a Neustadt y a Grondona versión siglo XXI despotricando indignados en contra de la gesta de Malvinas, en oprobioso contraste con el video de "Tiempo Nuevo" que los muestra enumerando razones para brindarle su entusiasta aprobación ("yo creo que las tropas argentinas sienten que tienen un jefe confiable", declama lisonjeramente don Bernardo, aludiendo a... Galtieri).

La jugada maestra del informe, sin embargo, consistió en mostrar la imagen demoledora de la Plaza de Mayo repleta de gente que agitaba banderas y coreaba "¡Gal-tieee-ri! ¡Gal-tieeee-ri!". Un, dos y a la lona. Nocaut a la inocencia del televidente. Duro golpe a la crónica amnesia nacional. Inmediatamente, me acordé de una vieja nota publicada en la revista Humor donde alguien ironizaba: "No nos engañemos; si hubiésemos ganado la guerra, hoy en todas las ciudades habría una avenida llamada Galtieri". Pero claro, perdimos. Entonces, resulta que nadie apoyó la guerra, nadie salió a la calle, nadie vivó a Galtieri. Yo-no-fui. Yo... ¡argentino!.

No está mal avergonzarse de ciertas cosas. Muchas veces ese pudor retroactivo indica la existencia de una sana evolución ética o ideológica. Lo malo es no querer aceptar que esas cosas sucedieron y posar para la foto con el gesto que ahora quede mejor. Solemos indignarnos con nuestros gobernantes cuando sus discursos acomodaticios proclaman enfáticamente lo contrario de lo que alguna vez propiciaron. Pero ¿qué podemos esperar de nuestra clase dirigente, si nosotros hacemos lo mismo como sociedad? La Argentina no lava sus culpas; las mete debajo de la alfombra. Nadie votó a Menem, nadie estuvo de acuerdo con la política económica de Cavallo, nadie aplaudió el derrocamiento de Isabel Perón. nadie dijo "algo habrán hecho", nadie se creyó la versión de la historia que vendía la revista Gente en la época del Proceso. Y me atrevo a especular que, si el tiro de Resenbrink en el minuto 90 de la final del Mundial '78 hubiese sido gol en vez de pegar en el palo, quizás hoy resultaría que nadie alentó a la selección de Menotti.

Sería bueno ampliar la mirada de una buena vez, esquivar los espejismos autocomplacientes y asumir que la memoria -esa palabra que hace tan sólo dos semanas se volvió omnipresente casi hasta el filo mismo del eslogan- debe incluir también nuestros propios pecados. Por supuesto, quien ha mirado con cierta simpatía los actos de un criminal no debe ser equiparado con el criminal mismo. Hacerlo sería una forma de socializar la culpa, y ese procedimiento suele constituir un medio sumamente util para diluir la responsabilidad politica o jurídica de los que sí están directamente implicados en conductas aberrantes, decisiones injustas o actitudes arbitrarias). Pero que una sociedad se haga la desentendida frente a ciertas sinuosidades de su propia conducta es un peligroso sinónimo de inmadurez. Es más tranquilizador, claro, engañarnos y pensar que nunca nos faltó la lucidez, que sabíamos desde antes lo que en realidad aprendimos después. Es más reconfortante, claro, ponerse a destiempo el traje de héroe y cantar a coro que todos nos opusimos, que entre todos recuperamos la democracia. Pero es muy poco serio. E irrespetuoso, espantosamente irrespetuoso para con aquellos que sí lo hicieron.

Crónica nº 16: Ha llegado Florencio (marzo 2006)

Cuando Florencio subió al avión en Madrid, estaba a punto de empezar la primavera. Cuando sus pies se posaron al día siguiente en suelo santafesino, ya era otoño.

Seguramente, no es ésta la única paradoja que habrá de afrontar en este viaje signado por los contrastes y la emoción. Hace cuatro años y tres meses que se fue a vivir a España y desde entonces no había vuelto. Ahora, por fin, ha podido darse el gusto de regresar a Santa Fe por unos días. Viene a reencontrarse (o no) con paisajes y personas, a recobrar olores y sabores, a revivir nombres y fantasmas. Visitará familiares, caminará calles por las que supo transitar en su infancia, se meterá en bares, irá a la cancha a ver a su Colón adorado. Urgido por todas las expectativas y temores que despiertan los reencuentros, hilvanará -como pueda- retazos desordenados de un pasado no tan lejano como pretende dibujarlo la distancia.

También, claro, ha venido a juntarse con nosotros, sus amigos.
Es raro verlo en vivo y en directo después de tanta ausencia. Quizás la sensación se agudiza porque un océano se nos presenta más inexpugnable como línea divisoria que el mero paso del tiempo. De todos modos, al cabo de un rato, la naturalidad se instala nuevamente, disolviendo los grumos de la extrañeza inicial. Y es que, más allá de que se le ha pegado el españolísimo "vale", o de que ahora dice "niños" en vez de "chicos", es fácil identificar en él al mismo tipo que uno conoció. El que me presentaron hace casi diecisiete años. El que animó incontables madrugadas de guitarreada y porrón. El que ejerció oficios tan insólitos como vender maniquíes o asustar turistas en un bizarro "Laberinto del Terror". El que actuó cuando presenté mi tercer libro, dándole vida sobre el escenario a un personaje salido de mi imaginación. El que compartió conmigo la experiencia de atender un stand en la Feria del Libro, de la cual guardamos como legado invalorable un racimo de anécdotas desopilantes. El que matiza las charlas improvisando ocurrencias que sólo a nosotros dos nos causan gracia. El que es capaz de dar hasta lo que no tiene, si hay un amigo de por medio. El que almorzó conmigo dos días antes de irse a España y, mediante un largo monólogo, depositó buena parte de sus recuerdos en el banco de mi memoria. El que tuvo que cruzar el charco en busca de una esperanza que su país se empeñaba en negarle.

Florencio nos detalla cómo andan sus asuntos, nos muestra videos de sus hijos, nos canta sus canciones nuevas, pasa minuciosa revista a su experiencia de vivir en el extranjero. No es nostalgia lo que provoca su presencia. Nostalgia sería sentir que nos hundimos irreversiblemente en el pasado. Esto es distinto; estamos unidos por algo más que un puñado de recuerdos en común. Aquí sigue latiendo vida, y eso reconforta.

Las porciones de pizza desaparecen de las cajas por arte de boca y las botellas de cerveza se desagotan sin prisa pero sin pausa. Los ritos amistosos se renuevan una vez más.

De alguna manera, pienso, también nosotros, al igual que Florencio, nos estamos desexiliando un poco.