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vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







lunes, 2 de junio de 2008

Crónica nº 25: De cuando (aparentemente) Dios decidió involucrarse un poco en el fútbol argentino (diciembre 2006)

Suele decírsele a los niños que Dios todo lo ve y que, si uno se porta mal, Dios lo sabe, se enoja y nos castiga. Semejante advertencia nunca ha resultado muy eficaz para generar comportamientos infantiles irreprochables pero, al menos, sirve para envolver al niño en la protectora creencia de que quien hace algo incorrecto recibe siempre su merecido. Con el tiempo, claro, uno va descubriendo que esto es una falacia. Bienintencionada, pero falacia al fin. Porque sucede con demasiada frecuencia (con desmoralizante frecuencia) que quienes hacen cosas malas logran cumplir exitosamente su cometido sin que -al menos en esta vida- nadie los sancione.

El Torneo Apertura 2006 fue un campeonato plagado de escándalos, hechos de violencia e irregularidades que parecieron confabularse para desmentir aquel dogma maradoniano de que "la pelota no se mancha". Uno de esos lamentables episodios ocurrió cuando, en noviembre, la barra brava de Gimnasia intimidó a sus propios jugadores, exigiéndoles que perdieran su partido frente a Boca. Buscaban, de ese modo, perjudicar directamente a Estudiantes, el clásico rival, en su lucha por obtener el título. Mucho se habló y se escribió sobre dicho partido, antes y después del mismo. Como se sabe, Boca derrotó a Gimnasia con llamativa facilidad y, aunque nadie lo pueda ni quiera probar, todo el mundo opina que los jugadores platenses, fuertemente condicionados, optaron por no desafiar las amenazas recibidas. Y como, al ser citados por la Justicia, los futbolistas de Gimnasia no formularon ninguna denuncia, los violentos se salieron con la suya una vez más, exhibiendo impunemente su alarmante cuota de poder.

A dos fechas del final del torneo, Boca llevaba 4 puntos de ventaja sobre Estudiantes y todos dábamos por sentado que volvería a ser campeón. Nada autorizaba a suponer lo contrario. Su buen juego, su contudencia ofensiva, la arrolladora campaña realizada hasta ese momento, respaldaban ampliamente su condición de favorito. Es cierto que el fútbol, según la ya clásica definición de Dante Panzeri, es la "dinámica de lo impensado", pero convengamos que ni el más fanático de los hinchas de Estudiantes hubiera apostado por el éxito final de su equipo. Una cosa es soñar con que pueda producirse en nuestra vida cierta combinación azarosa de circunstancias favorables; otra muy distinta es confiar en que esa combinación realmente se va a producir.

Ayer a la tarde, sin embargo, Estudiantes derrotó a Boca en el partido-desempate y se consagró campeón, concretando una hazaña histórica, de esas que tienen destino de mito para todos quienes seguimos sintiendo que el fútbol es un juego maravilloso. Sobran los adjetivos para calificar los méritos del flamante campeón, claro. Pero, sinceramente, no hay ningún argumento lógico que suene convincente a la hora de intentar explicar por qué a Boca se le escapó un campeonato que, diez días atrás, tenía metido en el bolsillo. En estos casos, uno se siente tentado de buscar respuestas no convencionales. He escuchado hoy a algunos supersticiosos hablar de maldición. Anda circulando, también, la historia del mentalista de La Plata que cobra sus "trabajos" en dólares, y se comenta con picardía el asunto de la sal que apareció misteriosamente derramada en el vestuario boquense.

A mí, en cambio, me ha dado por recordar a los barrabravas de Gimnasia y su estrategia repudiable. Arrastrado tal vez por mi fantasiosa mente de escritor, no puedo dejar de asociar lo sucedido con aquella advertencia aleccionadora que suele inculcarse a los niños. Porque, a la luz de tan inverosímil desenlace, pareciera que Alguien hubiese decidido intervenir para restaurar cierto orden que la irracionalidad de los hombres había intentado disolver. Alguien que, con sólo ejecutar un par de precisas maniobras, consiguió desactivar mágicamente los artilugios empleados por los villanos de la película, tornándolos inútiles. Alguien que barajó las cartas con un humor sutil, rayano en la ironía, y castigó a los malos de la manera en que seguramente más les duele: forzándolos a soportar exactamente la misma fiesta ajena que habían pretendido evitar usando la violencia.

Ya sé, me dirán que los hoy apenados hinchas de Boca no tenían ninguna culpa que expiar. Me dirán que el verdadero castigo debería haber sido la condena ante un tribunal y no un simple resultado deportivo. Me dirán que involucrar a la justicia divina en el fútbol es una especulación demasiado exagerada, y acaso irrespetuosa. Me dirán que Dios tiene asuntos más importantes que atender. Me dirán que hay en el mundo otras injusticias aún más flagrantes esperando ser reparadas. Me dirán que, a lo sumo, sólo debe verse en lo ocurrido un exquisito gesto de justicia trazado ciegamente por la casualidad o el destino.

Puede ser.

Sucede que, a pesar de tanta evidencia en contrario, a pesar de tanto desencanto acumulado, reconforta pensar que -aunque sea de vez en cuando- Dios se sigue encargando de hacer que los malos reciban su merecido.
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