A principios de los años ‘70, en la casa de mi abuelo
materno, sobre una mesa resguardada por una cubierta de felpa color vino tinto
que olía a décadas pretéritas, había una pila de revistas viejas. Cuando digo
viejas, me refiero a revistas de 1968 y 1969. En realidad, había muchas otras
cosas sobre esa mesa, pero para mí insaciable sed de lector precoz ese material
poseía un atractivo inconmensurable, y era lo que más llamaba mi atención.
Había, sobre todo, ejemplares de Gente y Siete Días, pero también algunos de
Primera Plana, Así y Vosotras. Vaya uno a saber por qué razón permanecían ahí
después de tres o cuatro años. Mi abuelo era –para beneplácito de mi exacerbada
curiosidad- una persona que gustaba de acumular objetos y papeles; de manera
que es muy probable que incluso él mismo hubiese olvidado ya el propósito
perseguido al decidir conservarlas.
Son muchos los
artículos e imágenes que recuerdo de aquellas apasionantes lecturas. Gracias a
una cobertura especial incluída en un ejemplar de Siete Días, por ejemplo, supe
lo que había sido el Cordobazo (al menos, en su versión de crónica policial).
De una revista Gente me quedó grabada una ilustración de El Eternauta (en la
versión dibujada por Breccia), más específicamente la escena de las naves
invasoras sobrevolando el estadio de River. A través de otra revista Gente,
dedicada al casamiento de Jacqueline Bouvier con Onassis, conocí la historia
del asesinato de John Kennedy y se instaló en mí para siempre una de las
imágenes que más me ha impactado en la vida: no la foto en que JFK ya ha
recibido el disparo, sino la otra, la más terrible, esa en que se lo ve
saludando sonriente a la multitud con la inocencia escalofriante de quien
ignora que está a segundos de morir.
Pues bien, en
una de esas revistas –estoy casi seguro de que era una Vosotras- me topé con un
relato de intrigas palaciegas llamado “¿Quién mató a la princesa Alexandra ?”.
Para ser más preciso, me topé sólo con un capítulo del mismo, ya que se trataba
de una historia por entregas. Lo que tenía de particular aquel relato era que
su publicación estaba enmarcada en un concurso organizado por la revista. En efecto,
los lectores debían deducir quién era el asesino y enviar por carta un cupón
con la respuesta.
Luego de la última entrega, se sortearía un premio entre los
sagaces participantes que hubiesen descifrado el enigma. De más está decir que
me hubiese encantado poder desentrañar el misterio que encerraba la historia,
aun cuando mi intervención en el concurso no fuera ya posible. Sucedió, sin
embargo, que mis ansias naufragaron en una insalvable limitación: por más que
busqué y rebusqué en aquel montón de revistas, no pude hallar ningún capítulo
previo o posterior al que había leído y, por lo tanto, mi carrera de
investigador privado quedó trunca antes de nacer.
¿Por qué
recuerdo tanto todo esto? Porque la lectura de ese relato policial provocó la
primera reflexión de mi vida sobre el arte de escribir. La cosa fue así: en un
momento determinado, el detective increpa a un personaje llamado Sartoris (creo
que era el jardinero), lo derriba de un puñetazo, se arroja sobre él y,
tomándolo del cuello con rudeza, le formula amenazante su exigencia: “Dime
quién mató a la
princesa Alexandra ”. Y ahí nomás, el autor (o la autora)
dejaba asentada una frase formidable:
-Sí, sí- dijo
Sartoris, y dio el nombre pedido.
Me sentí
indignado y perplejo. Supongo que retrocedí un renglón para releerla. “Sí, sí-
dijo Sartoris, y dio el nombre pedido”. Era increíble; uno de los personajes
acababa de revelarle al otro el secreto esencial de la historia delante de mis
narices y yo no había podido enterarme de nada. En ese momento no lo supe, pero
otros misterios, no menos fascinantes, comenzaban a develarse frente a mí con
esa frase: los de la creación literaria. Fue una iluminación que no anuló mi
contrariedad infantil pero contribuyó a redimirla con una dosis de asombro. De
forma más emotiva que intelectual, por supuesto, caí en la cuenta de que un
texto literario no era sólo una acumulación interesante de palabras, sino que
había alguien detrás que movía, como un titiritero, los hilos de la trama para
cautivar al lector. Tenía 7 u 8 años y era la primera vez que reparaba en la
sombra de esa mano detrás de las palabras. “Sí, sí- dijo Sartoris, y dio el
nombre pedido”. Estaba claro: al igual que los prestidigitadores, también los
escritores sabían ocultar cosas. Los escritores utilizaban trucos y yo acababa
de detectar uno de ellos.
El tiempo
disolvió el rastro de aquella revista y, salvo contadísimas excepciones,
también el de todos los otros objetos y papeles que había en la casa de mi
abuelo. He consultado Internet en busca de un improbable reencuentro con aquel
histórico fragmento pero no he tenido éxito. Quizás sea mejor así, para evitar
las decepciones que la mirada adulta suele inocularle a las sensaciones de la infancia. Aunque
eso me condene a ignorar para siempre
quién mató a la
princesa Alexandra.
3 comentarios:
91 hasryouTodo el encanto de la crónica nostálgica en este prolijo y tierno texto, cuya lectura disfruté recordando las siestas en las que iba a la despensa y verdulería de mis abuelos para leer fotonovelas en las revistas viejas que compraban para envolver lo que vendían "suelto" (papas, por ejemplo).
PILAR ROMANO
Claramente anotas la relación indisoluble entre autores y lectores. Indispensable simbiosis para desarrollar cualquier asunto literario.
No saben lo que se pierden quienes se abstienen de difrutar lo escrito o de ejercerlo.
Muy interesante tu blog, en especial las observaciones y las opiniones.
Saludos
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