Tengo amigos que se emocionaron hasta las lágrimas cuando se
conoció la identidad del nuevo Papa. Tengo amigos que, la semana anterior, se
entristecieron profundamente al conocer la noticia de la muerte de Hugo Chávez.
Tengo amigos que no soportan a la Presidenta ni a nada que huela a
kirchnerismo. Tengo amigos que concurren a los actos del oficialismo,
orgullosos de festejar por las calles cada logro del gobierno nacional. Tengo
amigos que practican el cristianismo con sincera devoción y colaboran en forma
activa con su parroquia. Tengo amigos recalcitrantemente ateos que son, además,
furibundos anticlericales. Tengo amigos que simpatizan con valores
tradicionalmente identificados con la derecha. Tengo amigos que militan en partidos y
agrupaciones de izquierda. Puedo tener con cada uno de ellos mayor o menor
afinidad ideológica, puedo –por exceso o por defecto- no compartir algunos o
varios de sus puntos de vista, puede ocurrir (y de hecho, ocurre con
frecuencia) que cuando se manifiestan en la calle o en las urnas los grandes
temas del país y de la condición humana estemos parados en veredas opuestas.
Sin embargo, estas discordancias no impiden que a todos ellos los considere
buena gente (lo cual es lógico, porque sino no podrían ser mis amigos). ¿En qué
sentido digo buena gente? En el sentido de que, aun con sus defectos a cuestas,
todos ellos son básicamente honrados,
trabajadores, responsables. Uno nunca los va a encontrar metidos en
chanchullos o asuntos vidriosos. Son gente dispuesta a dar una mano y a hacer
favores sin pedir nada a cambio, gente que no usa a los otros, gente que elige
a diario no complicarle la vida a los demás. Son personas confiables: puedo darles
la espalda sin temer la cuchillada artera o la maledicencia. Que
no parezca poco todo esto en los días que corren.
Lo curioso –y he aquí la gran paradoja que me llena de
perplejidad- es que sería totalmente inviable sentarlos juntos a la misma mesa.
Hacerlo implicaría abrir las puertas a una feroz balacera dialéctica que
dejaría un tendal de ofuscados y ofendidos. Aquello que los diferencia ocuparía
el primer plano de la escena y toda posible relación entre ellos naufragaría
sin remedio en un océano de antinomias insalvables. Enfocados en mensurar
sus respectivas incompatibilidades,
perderían de vista las cualidades humanas que los igualan, lo cual me parece no
sólo una injusticia, sino también y sobre todo un auténtico desperdicio. Porque
no son las eventuales discusiones el problema (al fin y al cabo, son gente
grande y pueden defenderse solos). Lo que en verdad me aflige es que ese
reduccionismo sin matices les impediría
reconocerse entre sí como buena gente.
Seguramente, no faltaría quien, todavía enardecido por el
fragor del tiroteo verbal suscitado, afirmara que hay estafadores
simpatiquísimos, genocidas que juegan a la pelota con sus nietos, explotadores
redivertidos en los asados, mafiosos siempre dispuestos a ayudar a sus
sobrinos, y no por eso adquieren el carnet de buena gente frente al resto de
los mortales, que no sólo quedan excluidos de su faceta bienhechora sino que,
muy por el contrario, sufren las consecuencias perniciosas de sus otros actos.
Ya lo sé, pero está claro que, por las razones apuntadas más arriba, casos
extremos como estos no pueden aplicarse por analogía a mis amigos. Que no serán
héroes inmaculados, pero tampoco son una sartenada de cretinos.
Imagino que tampoco faltarían quienes, con el lanzallamas
todavía humeante, me reprocharían el
hecho de considerar buena gente a alguien que apoya tal o cual causa, o a
alguien que está en contra de tal o cual otra. A lo cual yo contestaría: ¿y por
qué no? Nunca he entendido ni compartido ese criterio dogmático tan arraigado
según el cual todos los que enarbolan la misma bandera que uno son
necesariamente buenos y los que enarbolan otra son necesariamente malos. Tengo,
por supuesto, mis preferencias ideológicas y –como a todos- me disgusta que
alguien venga a cuestionarlas. Pero el concepto (o el preconcepto) que me
merecen las posturas filosóficas ajenas que no comparto no me inhibe para
reconocer la eventual nobleza de quienes las sostienen. Cada persona es una
entidad compleja, compuesta de facetas diversas, a veces contradictorias. Nada
obsta, me parece, a que en un saludable ejercicio de tolerancia -¿cómo
llamarlo: transversalidad ideológica, transideología?- las personas encuentren
puntos de contacto sobre los cuales edificar una interacción constructiva o, al
menos, armoniosa.
Si a esta altura quedara todavía alguien sentado a la mesa
después de la reyerta, probablemente me preguntaría alarmado si acaso estoy
insinuando que la ideología de una persona no es tan importante como tendemos a
creer (como no lo son, tampoco -o como no deberían serlo- su raza, su
nacionalidad o su orientación sexual). Tendría que aclarar entonces que el
perfil ideológico sí me parece sumamente relevante pero que no es tan decisivo
como su perfil ético. Digámoslo con una alegoría futbolera, a ver si se entiende
la idea: el hecho de que un barrabrava de Colón y yo gritemos los goles del
mismo equipo no significa que yo sienta, a nivel humano, más empatía con él que
con un pacífico hincha de Unión. De este último podría hacerme amigo a pesar de
la rivalidad deportiva; del primero no, a pesar de nuestras coincidencias en
ese sentido. Bueno, del mismo modo, es mucho más factible que me sienta cómodo
tomando un café con alguien honesto que piensa distinto a mí, que con un
tránsfuga que circunstancialmente ha votado al mismo candidato que yo. Quizá
con el primero no pueda desarrollar una corriente de afecto, es cierto, pero lo
voy a respetar. Con el segundo, en cambio, serían tan imposibles el afecto como
el respeto.
Tengo amigos muy diversos entre si y celebró esa diversidad.
Estaría bueno que fueran amigos también entre ellos, pero la amistad por
carácter transitivo no existe. “El amigo de mi amigo es mi amigo” será una
fórmula muy eficaz para recordar cierta regla matemática de las ecuaciones pero
resulta inaplicable en la vida práctica. No pretendo tanto. Lo que sí me
gustaría es que mis amigos pudiesen verse mutuamente como yo los veo, así, tan
buena gente. Sí lo hicieran, se darían cuenta de que -al menos desde cierto
punto de vista- estamos todos alineados en el mismo bando. Pero al parecer no
pueden, y es una pena. Con tanta mala gente deambulando como plaga por el
mundo, es una pena que no puedan. Una verdadera pena.
4 comentarios:
9936, me gusta el número ojala sea el asigando en el sorteo.
me pasa algo raro, la cronica me gusto y sin embargo no la difundi por inventiva ¿por que? no tengo explicación, quizas pueda modificar mi indecisión.
Alfredo: recién hoy pude leer esta crónica, a mí me pasa lo mismo con los amigos, son muyyy diferentes y ellos son concientes de esas diferencias y corrí algunas veces el riesgo de reunirlos y te cuento que todos de una forma u otra salimos enriquecidos,de momentos hubo algunas tensiones.... pero de a poco y con un buen vino mediante, podemos escucharnos y respetarnos sin problemas. Por ahí... es cuestión de arriesgar!!!!
Un cariño
ana laura
Muy bueno. De acuerdo. Gracias.
Contiene excesiva relatividad éste tema de las diferencias.
Pero considero virtud de inteligencia la capacidad de abstracción y el mantenerse ecuánime ante los puntos de vista opuestos'
Y en los más de los casos reside la virtud del liderazgo en saber unir a todos en causa común dejando a un lado diferencias.
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