“Un brindis por el del cumpleaños, che”, propone Anabel. De inmediato, los ocho
vasos se elevan con su carga de cerveza y buenos augurios para encontrarse en el
aire y homenajear al Rodri por sus flamantes 28 años. Hasta allí, una escena
común y corriente: noche fresquita de verano, un bar con mesas en la vereda, un
grupo de amigos celebrando. Pero sucede entonces que, inesperadamente, el Rodri
se pone de pie y, con tonito admonitorio de maestro ciruela, nos da una orden
insólita: “Bueno, ahora todos tienen que cerrar los ojos”. Y para subrayar la
idea, remata amenazante: “El que los abre se queda sin regalo, ¿estamos?”.
A juzgar por
los comentarios de la mayoría, la situación parece no sorprender a casi nadie. A
mí, sí. Conozco al Rodri desde hace cinco años, hemos compartido decenas de
movidas culturales y cientos de porrones, sé algo de su trabajo y de su
militancia, sé bastante de su actividad musical y hasta sé de su gusto por
escudriñar las estrellas a través de un telescopio, pero es la primera vez que
asisto a uno de sus cumpleaños y todo indica que estoy por descubrir otra faceta
de su personalidad, una costumbre –al parecer- tan característica como su
incontrolable hábito de batir palmas cada vez que algo le resulta divertido .
Lo cierto
es que unos y otros, iniciados y novatos, obedecemos la consigna con lealtad de
alumnitos aplicados y cerramos los ojos o nos tapamos la cara. Mientras los varones del
grupo nos ponemos a hilvanar previsibles conjeturas de doble sentido sobre el
destino inmediato que nos aguarda, el Rodri va y viene alrededor de la mesa,
arrastrando consigo el crujido de una bolsa de nailon recurrentemente revuelta
por una mano que entra y sale. Percibo sus movimientos de duende exaltado y
trato de adivinar qué es lo que está distribuyendo sobre la mesa con tanto
esmero. Pienso en posibles artesanías, en tarjetas humorísticas, obsequios
simples y simpáticos que acaso sean de manufactura propia. Imagino, también, que
para los demás clientes del bar aquel debe constituir un espectáculo
incomprensible, rayano en lo bizarro. “Me siento una nena de nueve años”, dice
la July, y tiene razón. El ritual nos retrotrae a la infancia y es justamente
eso lo que le otorga al momento su encanto irresistible.
“Ahora si”,
anuncia el Rodri, exultante. “A la una, a las dos y a las…”.
Abro los
ojos y encuentro en la mesa, delante de mí, una caja de chocolates y un CD de
jazz. Los tomo en mis manos, los palpo, los doy vuelta, los miro con
incredulidad, sin entender. No es un chiste; son reales. A mi izquierda, a mi
derecha, frente a mí, los otros incurren en gestos y reacciones similares. A
algunos les ha tocado un disco, a otros un libro. Con inocultable satisfacción,
el Rodri disfruta viendo nuestras caras traspasadas por la felicidad y el
asombro.
Primera
corrección a mis suposiciones previas: no son obsequios “simples y simpáticos”;
son auténticos regalos. Segunda corrección: los regalos eluden el facilismo de
la uniformidad; todos son personalizados, se nota que la elección de cada uno de
ellos ha sido rigurosamente meditada. ¿A quién sino a un devoto de Spinetta como
el Tebi podría cuadrarle el disco que Pedro Aznar grabó en homenaje al Flaco?
¿Quién sino un fanático de la música uruguaya como Mario podría disfrutar
plenamente de un disco de candombe? ¿Y quién más indicado que yo para devorar
con fruición estos bocaditos rellenos con dulce de leche? El caso de Anabel es,
por lejos, el más espectacular: cinco minutos antes del brindis me había
comentado su frustrado intento de comprar un libro de Marcela Serrano, del cual
había desistido al enterarse del precio; ahora lo tiene en sus manos. Lo curioso
es que el Rodri no sabía del interés de Anabel por ese libro; sólo supuso que le
iba a gustar y dio en el blanco. Adivinó a su amiga, así de simple, así de
inverosímil y cierto.
Hace más de
veinte años escribí un cuento en el que un extraño hombrecito viajaba montado en
un triciclo regalando colores; no cualquier color, sino exactamente el que cada
persona quería o necesitaba. ¿Cómo no ceder a la tentación de imaginar que el
Regalador de colores se ha escapado de las páginas del libro y está ahora
sentado a esta mesa? El Rodri nos ha obsequiado mucho más que libros, discos y
chocolates. Nos ha regalado una sorpresa y su puesta en escena, nos ha regalado
una anécdota digna de ser contada y un recuerdo con destino de inolvidable. Nos
ha regalado una brisa de alegría bienhechora que, seguramente, habrá de
prolongar sus efectos más allá de esta reunión y nos permitirá afrontar la
rutina de mañana con otro ánimo.
Todavía
impactado, quiero saber más sobre este rito a contramano que -según me confirman
los más experimentados- se renueva, infaltable, cada 26 de febrero. Indago los
cómo y el cuándo, y –aunque los intuyo- pregunto también los porqués. El Rodri
se ríe y contesta sin dar mayores precisiones históricas. Me consta que no le
faltan argumentos teóricos para fundamentar su conducta pero se ve que esta
noche prefiere rehuirlos. Simplemente, alza los hombros y
explica:
-¿Qué
quieren que les diga? A mí me hace más feliz dar que recibir.
2 comentarios:
ola k ase
ola k ase
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