La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







martes, 12 de marzo de 2013

Crónica n° 84: Rodrigo, el regalador (marzo 2013)

Un brindis por el del cumpleaños, che”, propone Anabel. De inmediato, los ocho vasos se elevan con su carga de cerveza y buenos augurios para encontrarse en el aire y homenajear al Rodri por sus flamantes 28 años. Hasta allí, una escena común y corriente: noche fresquita de verano, un bar con mesas en la vereda, un grupo de amigos celebrando. Pero sucede entonces que, inesperadamente, el Rodri se pone de pie y, con tonito admonitorio de maestro ciruela, nos da una orden insólita: “Bueno, ahora todos tienen que cerrar los ojos”. Y para subrayar la idea, remata amenazante: “El que los abre se queda sin regalo, ¿estamos?”.
 
A juzgar por los comentarios de la mayoría, la situación parece no sorprender a casi nadie. A mí, sí. Conozco al Rodri desde hace cinco años, hemos compartido decenas de movidas culturales y cientos de porrones, sé algo de su trabajo y de su militancia, sé bastante de su actividad musical y hasta sé de su gusto por escudriñar las estrellas a través de un telescopio, pero es la primera vez que asisto a uno de sus cumpleaños y todo indica que estoy por descubrir otra faceta de su personalidad, una costumbre –al parecer- tan característica como su incontrolable hábito de batir palmas cada vez que algo le resulta divertido .

 Lo cierto es que unos y otros, iniciados y novatos, obedecemos la consigna con lealtad de alumnitos aplicados y cerramos los ojos o nos tapamos la cara. Mientras los varones del grupo nos ponemos a hilvanar previsibles conjeturas de doble sentido sobre el destino inmediato que nos aguarda, el Rodri va y viene alrededor de la mesa, arrastrando consigo el crujido de una bolsa de nailon recurrentemente revuelta por una mano que entra y sale. Percibo sus movimientos de duende exaltado y trato de adivinar qué es lo que está distribuyendo sobre la mesa con tanto esmero. Pienso en posibles artesanías, en tarjetas humorísticas, obsequios simples y simpáticos que acaso sean de manufactura propia. Imagino, también, que para los demás clientes del bar aquel debe constituir un espectáculo incomprensible, rayano en lo bizarro. “Me siento una nena de nueve años”, dice la July, y tiene razón. El ritual nos retrotrae a la infancia y es justamente eso lo que le otorga al momento su encanto irresistible.

 “Ahora si”, anuncia el Rodri, exultante. “A la una, a las dos y a las…”.

 Abro los ojos y encuentro en la mesa, delante de mí, una caja de chocolates y un CD de jazz. Los tomo en mis manos, los palpo, los doy vuelta, los miro con incredulidad, sin entender. No es un chiste; son reales. A mi izquierda, a mi derecha, frente a mí, los otros incurren en gestos y reacciones similares. A algunos les ha tocado un disco, a otros un libro. Con inocultable satisfacción, el Rodri disfruta viendo nuestras caras traspasadas por la felicidad y el asombro.

 Primera corrección a mis suposiciones previas: no son obsequios “simples y simpáticos”; son auténticos regalos. Segunda corrección: los regalos eluden el facilismo de la uniformidad; todos son personalizados, se nota que la elección de cada uno de ellos ha sido rigurosamente meditada. ¿A quién sino a un devoto de Spinetta como el Tebi podría cuadrarle el disco que Pedro Aznar grabó en homenaje al Flaco? ¿Quién sino un fanático de la música uruguaya como Mario podría disfrutar plenamente de un disco de candombe? ¿Y quién más indicado que yo para devorar con fruición estos bocaditos rellenos con dulce de leche? El caso de Anabel es, por lejos, el más espectacular: cinco minutos antes del brindis me había comentado su frustrado intento de comprar un libro de Marcela Serrano, del cual había desistido al enterarse del precio; ahora lo tiene en sus manos. Lo curioso es que el Rodri no sabía del interés de Anabel por ese libro; sólo supuso que le iba a gustar y dio en el blanco. Adivinó a su amiga, así de simple, así de inverosímil y cierto.

 Hace más de veinte años escribí un cuento en el que un extraño hombrecito viajaba montado en un triciclo regalando colores; no cualquier color, sino exactamente el que cada persona quería o necesitaba. ¿Cómo no ceder a la tentación de imaginar que el Regalador de colores se ha escapado de las páginas del libro y está ahora sentado a esta mesa? El Rodri nos ha obsequiado mucho más que libros, discos y chocolates. Nos ha regalado una sorpresa y su puesta en escena, nos ha regalado una anécdota digna de ser contada y un recuerdo con destino de inolvidable. Nos ha regalado una brisa de alegría bienhechora que, seguramente, habrá de prolongar sus efectos más allá de esta reunión y nos permitirá afrontar la rutina de mañana con otro ánimo.

 Todavía impactado, quiero saber más sobre este rito a contramano que -según me confirman los más experimentados- se renueva, infaltable, cada 26 de febrero. Indago los cómo y el cuándo, y –aunque los intuyo- pregunto también los porqués. El Rodri se ríe y contesta sin dar mayores precisiones históricas. Me consta que no le faltan argumentos teóricos para fundamentar su conducta pero se ve que esta noche prefiere rehuirlos. Simplemente, alza los hombros y explica:

 -¿Qué quieren que les diga? A mí me hace más feliz dar que recibir.