Somos alrededor
de veinte los turistas que hemos decidido emprender la aventura –modesta, pero
aventura al fin- de hacer una hora de trekking en lo alto del Cerro Catedral. A
nuestras espaldas han quedado la estación superior de la aerosilla y la
tentadora comodidad de la
confitería. A nuestra izquierda, flanqueando el sendero, está
la ladera del cerro, pura piedra desnuda de toda vegetación. A la derecha, a
unos dos metros de nuestro andar, hay un precipicio no apto para quienes padecen
de vértigo y, al mismo tiempo, una vista panorámica digna de un documental de
la
National Geographic. Adelante –o, para ser más exactos, arriba-
está la meta: el mirador del Valle de Rucacó, un lugar conocido como El Filo del
Catedral. Si hemos de creer en las promesas formuladas, nos aguarda allí una
vista espectacular de la cordillera y -si tenemos suerte- el último bastión de
nieve que el inusual calor de enero le ha perdonado a la
montaña.
Marchamos en fila
india, siguiendo a Eneas, nuestro coordinador. Lo hacemos en silencio, no tanto
por estricta obediencia a los consejos recibidos (permanecer concentrados, no
distraernos charlando con los compañeros), sino más bien porque los pulmones se
encargan de recordarnos a cada paso que estamos a 2000 metros de altura y conviene
dosificar el oxígeno.
No sé, no puedo
saber qué impulsa a cada uno de los integrantes del contingente a participar de
esta excursión. Tal vez sea el deseo de ver nieve, tal vez la posibilidad de
acceder a un paisaje diferente al de las postales más conocidas de Bariloche,
tal vez la búsqueda de unas gotitas de adrenalina para condimentar las
vacaciones y compensar así, de manera simbólica, tanta rutina anual de
escritorios, teclados y expedientes. En cualquiera de los casos, pienso, esto es
lo más parecido a una experiencia de montañismo que nuestra condición de bichos
urbanos y sedentarios nos permite sobrellevar.
Llegados a mitad
de camino, Eneas nos agrupa para reiterar la advertencia que nos ha anticipado
ya un par de veces: a partir de ahora la travesía se volverá más exigente y, una
vez iniciado el tramo final, no habrá posibilidad de arrepentirse. Por amor
propio o por inconsciencia, nadie renuncia.
Efectivamente, el
sendero se hace más escarpado y el ascenso se torna un tanto engorroso. Hay que
prestar más atención al modo y al sitio exacto en que se apoyan los pies para
evitar enojosos resbalones a causa de las piedras sueltas. Las pantorrillas
empiezan a cuestionar mi decisión de haberlas sacado de su hábitat natural de
llanura. Transpiro y me agito. Afortunadamente, la ausencia de sol ayuda a
atenuar las incomodidades. Aunque en realidad, decir que está nublado no sería
del todo exacto, lo que en verdad sucede es que hay una nube posada en lo alto
del cerro y la estamos atravesando.
Empiezo a
preguntarme (supongo que no soy el único) qué estoy haciendo acá, por qué me
metí en todo esto. Básicamente, lo que me inquieta es pensar que debo regresar
por el mismo camino y no saber cómo haré para no terminar rodando al intentarlo.
Calcuio que he llegado a ese punto crítico en que todo deportista siente la
tentación de abandonar la competencia y necesita apelar a su fortaleza anímica y
mental para continuar adelante. Digo “calculo” porque -¿hace falta aclararlo?-
no soy deportista. Sigo.
“Creo que
llegamos”, dice alguien, y parece que habrá que darle la razón, porque una
rápida ojeada hacia adelante permite comprobar que el sendero desemboca en el
abismo. Llegamos, sí; estamos en el punto culminante del Filo, un promontorio
que se asoma al precipicio como un suicida indeciso, una mano de granito que
parece rascar la panza del cielo. No hay ni rastro de nieve aquí pero no me
importa, no tengo tiempo de que me importe porque inmediatamente aparece ante mí
el Valle de Rucacó. Sobrio y espléndido, sereno y majestuoso, acariciado por un
tenue resplandor dorado que se filtra oblicuo entre las nubes que lo mantienen
en sombras, su visión emociona y abruma. No es simple hermosura de postal; es
una belleza honda, de esas que anulan la eficacia de cualquier palabra.
Es extraño esto
de tener la cabeza metida en una nube y ver las montañas desde arriba. Extraño,
conmocionante y profundo. Uno se siente partícipe de la mirada de los dioses
sobre el mundo. Y claro, vistas las cosas desde esa perspectiva impregnada de
parámetros divinos, todo lo humano parece insignificante, ridículo. La soberbia
se desvanece por reducción al absurdo, se vuelve insostenible. La cordillera nos
devuelve la conciencia de ser tan sólo partículas fugaces, extraviadas en una
inmensidad que nos precede, nos excede y perdurará millones de años cuando ya no
estemos.
Después del
previsible ritual de fotos, después del rosario de exclamaciones de asombro y
comentarios admirativos, Eneas nos invita a hacer silencio y concentrarnos en el
paisaje, enfocados en el aquí y el ahora. Le hacemos caso. Por unos minutos,
sólo escuchamos el suave zumbido del viento. Confieso que tengo ganas de llorar
y que sólo un estúpido pudor frente a las presencias ajenas me impide
hacerlo.
Comenzamos el
descenso. Me basta recorrer unos metros para comprender que lo difícil no será
afrontar las irregularidades del camino. Lo verdaderamente difícil será
conservar esta pureza, evitar que se vaya deshilachando a medida que nuestros
pasos nos devuelvan a eso que somos todos los días.
1 comentario:
Las playas es lo mejor que hay para viajar, la calma, el oleaje, el sol y el mar hacen de tus vacaciones algo inolvidable. En México puedo decir que se tienen de las mejores y de todo tipo de playas en el mundo.
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