La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







lunes, 6 de julio de 2009

Crónica nº 52: De generaciones (julio 2009)

El técnico veinteañero que iba a actualizar mi computadora me preguntó si la necesitaba de vuelta con urgencia. Contesté que sí y justifiqué mi apuro con una humorada: "no sé por qué, pero la Olivetti no me deja mandar mails". El muchacho se sonrió, pero yo advertí que no había entendido el chiste y al instante comprendí por qué: jamás en su vida había usado una máquina de escribir.

Un amigo de mi hijo hablaba con entusiasmo acerca de iPhones, iPods y otras maravillas tecnológicas por el estilo. Irónicamente, le pregunté si los reproductores de mp3 eran compatibles con un Winco. Mi interlocutor se rió con gran diplomacia, pero yo advertí que no había entendido el chiste y al instante comprendí por qué: jamás en su vida había visto un tocadiscos.

Informé a mis alumnos de secundaria que debian redactar un texto utilizando solamente palabras que empezaran con la letra H. Protestaron, alegando que se trataba de una consigna de cumplimiento imposible. "Escriban tipo telegrama y van a ver que se puede", aconsejé, pero la suficiencia de mi comentario quedó anulada apenas uno de ellos formuló la pregunta que todos estaban rumiando: "Profe, ¿qué es un telegrama?". Comprendí al instante por qué: jamás en su vida habían enviado o recibido uno.

En una clase posterior, con la intención de relacionar la literatura con esas escasas porciones de la realidad que a los adolescentes les resultan reconocibles, pronuncié una maravillosa reflexión de neto corte rockero para introducirlos en el tema del día y anoté sobre el pizarrón el nombre de su autor: Kurt Cobain. Para mi gran asombro, sólo uno de ellos sabía quién era. El resto no tenía demasiada idea de la existencia de un grupo llamado Nirvana.

Seamos francos. Verse involucrado en cuatro episodios de esta naturaleza en el curso de dos meses, sólo puede conducir a la poderosa sospecha de que uno se ha vuelto viejo. ¿A qué otra conclusión se puede arribar después de advertir que hay gente 20 o 30 años más joven que ya no entiende algunos de los términos que uno emplea con naturalidad al hablar? ¿No es esa, acaso, la dinámica de las diferencias generacionales? Un buen día nos levantamos y resulta que estamos del otro lado del mostrador. Ayer nomás éramos hijos cuestionadores; hoy somos padres cuestionados. Ayer nomás éramos alumnos oprimidos y hoy somos docentes opresores. Ayer éramos la novedad, la vanguardia; hoy representamos el retraso. No tendría nada de extraño, entonces, descubrir que hemos empezado a padecer los desfasajes generacionales desde el otro lado.

Permítanme, sin embargo, atenuar la depresión que provocan estas melancólicas reflexiones aventurando una conjetura acaso carente de imparcialidad. El fenómeno no se agota en una explicación tan simplista como la del mero transcurso del tiempo, sino que hay que analizarlo en función del modo particular en que cada generación afronta la brecha que la separa de las anteriores. Porque convengamos que hay una diferencia notable entre aquella etapa en que el joven era yo y esta otra en que los roles juveniles son ajenos. Una diferencia que se me antoja esencial. A mí también, alguna vez, me resultaron extrañas ciertas expresiones pasadas de moda que usaban mis mayores. Confieso también haber perpetrado insolentes sonrisas burlonas ante ciertos hábitos y actitudes que allá por los '70 olían a cosa apolillada. No obstante, para los que hoy andamos transitando la cuarentena, lo "anterior" (aun cuando fuera objeto de nuestros cuestionamientos) guardaba una significación. Cultural o afectiva, pero significación al fin. Había una línea imaginaria que atravesaba los años y nos unía con nuestros mayores. Las cosas -los objetos, los hábitos, las palabras- duraban más, permanecían en el tiempo y esa continuidad nos brindaba (nos incomodara o no) una sensación de pertenencia. De allí veníamos, y saberlo nos ayudaba a reconocernos, a construir nuestra identidad. El pasado era pasado, sí, pero de algún modo mantenía su vigencia. El pasado tenía también una arista de presente. O mejor dicho; nuestro presente estaba formado también por retazos importantes del pasado de los otros. Yo veía televisión, claro, pero entendía lo que habían representado para mis mayores el "Glostora Tango Club" o "Los Pérez García". Yo veía jugar al Beto Alonso y al Loco Gatti, pero sabía quiénes habían sido Labruna y Boyé. Las películas de vaqueros, las épicas de romanos, las de Fred Astaire y Ginger Rogers formaron parte de mi infancia, a pesar de haberlas visto treinta años después de su estreno.

Permanencia y pertenencia. Esto, obviamente, hoy no sucede. Se ha sacralizado el presente hasta el punto de absolutizarlo, se ha hecho del ahora un tirano omnipotente, creado sólo para vendernos productos. El hiperconsumismo exige novedades constantes, aunque sólo sean ficticias. Lo viejo se tira; lo no tan nuevo también. Todo es efímero, evanescente. Y como el ritmo de nuestra vida se acelera cada vez más, y lo "actual" dura cada vez menos, es cada vez más fácil quedarse atrás, perder el tren, convertirse en nada. Las brechas generacionales han perdido permeabilidad, parecen custodiadas por muros acorazados. Salvo raras excepciones -pienso por ejemplo en fenómenos puntuales como "El Chavo" o los Rolling- los jóvenes del siglo XXI no tienen acceso directo a testimonios del ayer de sus mayores y entonces el pasado se diluye, se vuelve casi inexistente, pierde toda significación posible. Contagiados tal vez por esa cultura de lo descartable, las nuevas generaciones profesan hacia él una manifiesta indiferencia. No lo conocen, no se preocupan por conocerlo y tampoco les molesta su desconocimiento al respecto. El pasado es para ellos una melaza informe en la que la década del '70 resulta tan lejana y carente de sentido como el Precámbrico.

Por supuesto, estas consideraciones son vanas. Aun cuando mi hipótesis resultara correcta, en nada contribuirá su enunciación a corregir el problema. La dinámica de las generaciones, queda dicho, es así. Sería inútil, entonces, tratar de explicarles al técnico veinteañero, al amigo de mi hijo o a mis alumnos de secundaria que a ellos también les va a pasar lo mismo, que algún día hablarán confiadamente acerca de "la Play" o de "postear en el blog" y descubrirán en la mirada de sus jóvenes interlocutores un destello de extrañamiento,. de sarcasmo, de malicia por haber incurrido en un anacronismo imperdonable.

Porque les va a pasar. Seguro les va a pasar.

Lo digo -por supuesto- sin el menor resentimiento hacia esos mocosos de porquería.

1 comentario:

Sergio Fassanelli dijo...

Está bueno. Yo también ando entre los cuarenta y los cincuenta y a veces me siento un viejo, a veces no tanto, pero me cago de risa porque es lindo que nuestros alumnos e hijos aprendan algo de lo "viejo" y que también se rían ante su ignorancia. Nosotros nunca dejaremos de aprender, y menos de olvidar. Así es la vida, después de todo, ¿no?