lunes, 18 de junio de 2012
Crónica n° 79: El chico con el que nadie se reía (junio 2012)
Mientras el guitarrista melenudo, joven talento del barrio, entusiasma a la
concurrencia cantando una chacarera, Ramón espía al público que se ha juntado en
la placita.
Oculto a un costado del escenario, observa todo con ojos de
niño grande. Tiene 30 años, pero los festivales al aire libre todavía le
provocan el mismo cosquilleo de excitación que le causaban cuando era chico,
como si estos ratos de alegría popular fuesen el testimonio concluyente de que
Dios aún se acuerda de sus hijos. De todos.
Es una tarde radiante de
invierno y la placita se ha llenado de gente que, sea por auténtico interés, por
curiosidad o para disolver el aburrimiento de los domingos, viene a ver los
diferentes espectáculos que se están ofreciendo. Algunos están sentados sobre el
césped; otros han traído desde sus casas los sillones plegables y el equipo de
mate. Hay banderas y racimos de globos ondeando en lo alto de las farolas, y un
grupo de niños que cada tanto se aleja del escenario y vuelve a correr detrás de
una pelota.
La escena le trae el recuerdo
de una tarde similar en la plaza de su barrio, Santa Rosa de Lima. Ramón tenía
entonces 15 años y su vida era un inventario de los lugares comunes que suelen
jalonar la
marginalidad. Pero a Ramón lo distinguía, además, una timidez
monumental. Parco al extremo, podía pasar largos ratos entre la gente sin emitir
palabra alguna, y cuando no le quedaba otro remedio que abrir la boca, lo hacía
pronunciando monosílabos en voz muy baja.
Cuando el hombre del aro en la
oreja llegó al barrio con intenciones de reclutar pibes en situación de riesgo
para armar con ellos un grupo de teatro callejero, Ramón estuvo en la reunión
inicial sólo por inercia, arrastrado por el entusiasmo de su primo Andrés, que
integraba una murga en Yapeyú desde hacía unos meses y venía llenándole la
cabeza hablando maravillas de su experiencia con el redoblante, la pintura y el
disfraz. A la semana siguiente, sin embargo, Ramón fue al primer ensayo por
propia decisión. No supo muy bien qué buscaba, sólo sabía que el hombre del aro
en la oreja lo había mirado a los ojos y sin
desprecio.
La timidez, sin embargo, le
jugó en contra desde el principio. Se enredaba aún en los parlamentos más
simples, tartamudeaba, le costaba modular la voz para que sus palabras
resultaran audibles y, sobre todo, se quedaba duro, sin reacción, ante el menor
traspié. Preocupado por no poder revertir tamaño grado de inexpresividad, el
hombre del aro en la oreja optó por recurrir a lo básico: “Vamos a hacer lo
siguiente, Ramón”, le dijo una tarde, poniéndole una mano en el hombro, con la
actitud típica de los directores técnicos que dan instrucciones al jugador
suplente que está por ingresar. “Cuando yo le grite al Gato ‘Me voy’, vos vas a entrar llevando unas
cajas, entonces yo te atropello, vos tirás las cajas para arriba y te caés de
espalda”. Ramón no lo dijo, pero sintió un profundo alivio al saber que, por lo
menos, no tendría que aprenderse un texto de memoria y repertirlo delante de
todos los vecinos. Pero las dificultades no se acabaron allí: la primera vez que
ensayaron la escena, Ramón cayó mal y no se desnucó por milagro. Con una
paciencia a prueba de contratiempos, el hombre del aro en la oreja le enseñó la
técnica circense para caer sin golpearse y, de a poco, las cosas empezaron a
salir con mayor fluidez.
La tarde prevista para la
representación era similar a esta. Hubo música, títeres, hubo una taza de
chocolate caliente para todos los chicos y hasta actuó la murga de Yapeyú en la
que tocaba Andrés. Cuando llegó el momento de la obra, Ramón se ubicó detrás de
unos carteles y, en involuntaria imitación de la estatua viviente que había
visto una vez en la peatonal, se quedó parado con las cajas listas en la mano,
como si le hubiesen confiado una reliquia y tuviese miedo de arruinarla o de
perderla. Estaba asustado; un pececito inquieto empezó a retorcerse en su pecho,
retaceándole el aliento. Era como si le hubiesen puesto el alma en una prensa.
Cuando escuchó que le daban el pie, creyó que le iba a reventar el corazón.
Tragó saliva y salió de las sombras con esa dosis fugaz de inconsciencia de
quien se tira a un precipicio. Tal cual estaba previsto, el hombre del aro en la
oreja vino corriendo hacia él y se lo llevó por delante. Ramón se desparramó
aparatosamente sobre el piso mientras las cajas volaban. Escuchó las carcajadas
del público. Tendido, mirando el cielo luminoso de julio, escuchó las carcajadas
y se sorprendió, como quien descubre en un recodo del camino un paisaje
inesperado. Escuchó las carcajadas y fue como si unos brazos tibios lo
abrigaran. Escuchó las carcajadas y hubiese querido quedarse así para siempre,
atesorándolas, pero el Gato, con nula sutileza, se encargó de recordarle por lo
bajo que la obra seguía y que él debía salir de
escena.
“Che, ¿por qué te quedaste
tanto tiempo tirado en el suelo?”, le preguntó el hombre del aro en la oreja un
rato más tarde, cuando todo habia terminado y la plaza ya estaba sumida en esa
melancolía viscosa que sucede a toda fiesta. “Estaba escuchando la risa de la
gente”, explicó él. Y enseguida, sin sospechar el desamparo sideral que
evidenciaban semejantes palabras en boca de un chico de 15 años, agregó: “Nunca
nadie se había reído conmigo”.
El guitarrista melenudo
concluye su actuación y los vecinos lo ovacionan. Ramón se desentiende
bruscamente de los recuerdos y se concentra en el ahora, en el trajín de la
gente del sonido, que trabaja cerca de él. El presentador pasa a su lado y
consulta: “¿Estás listo?”, Ramón asiente y ve cómo el hombre camina hacia el
centro del escenario, toma el micrófono y comienza a hablarle al público con
énfasis festivalero. Él se queda aguardando expectante. La timidez no lo ha
abandonado y todavía siente el aleteo del pececito en los minutos previos, pero
no le importa porque ya se acostumbró: hace años que visita hospitales y recorre
los barrios más pobres de Santa Fe con su vocación solidaria a cuestas.
“Con ustedeeeees…”, anuncia el
presentador. Ramón se acomoda el sombrero por última vez y verifica que la nariz
roja esté bien ajustada. Después, traga saliva y sale a escena. El chico con el
que nadie se reía finge que se tropieza y realiza una acrobática pirueta. Un
centenar de carcajadas llega hasta él para
abrigarlo.
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2 comentarios:
Me encantó. Me gusta como está escrito, sin muchas complicaciones pero con una sonrisa segura al final...
Le tengo una pregunta... Yo también soy argentina,y me gustaría, poder llegar a ser escritora... cómo lo logró? A lo que me refiero, es que no es que le pida que me diga con exactitud qué tengo que hacer, si no que le pregunto su historia...
Lo sigo! mucha suerte!
Me llené de emoción al leer esta historia! hasta te diría que llegué a sentir ese pececito palpitando dentro del pecho,hermoso relato Flaco! y con esto empiezo a seguir tus escritos eh, como te dije. Saludos!
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