Los viajes en el
tiempo son posibles. Brevísimos, es cierto, casi imperceptibles, tan modestos
que ni siquiera provocan efecto verificable alguno, pero son posibles. Lo sé por
experiencia; lo sé porque los hago habitualmente desde aquella mañana soleada de
julio en que descubrí por casualidad el secreto para llevarlos a cabo.
Ignoro por
completo las razones científicas que los sustentan, pero me consta que
realizarlos es mucho más sencillo de lo que podría suponerse investigando las
teorías que versan sobre tan compleja materia. Mucho más simple, incluso, que lo
que se podría fantasear viendo películas de ciencia-ficción referidas al tema.
No hay involucradas aquí máquinas estrambóticas, ni es necesario contar con un
vehículo o un dispositivo específicamente diseñados para la ocasión.
Cualquier persona puede hacer estos viajes sin tener que
prepararse para ellos. De hecho, involuntariamente, cada día hay miles de
viajeros que los cumplen; lo que sucede es que, al parecer, hasta ahora nadie,
excepto yo, se ha dado cuenta.
La cosa funciona
así. Uno va caminando por la peatonal de Santa Fe en dirección norte-sur y, unos
metros antes de llegar a Primera Junta, mira el reloj electrónico que está
plantado a la altura del Banco de Galicia. Al hacerlo, comprueba sin mayores
sobresaltos que son, pongamos, las 8.07. Cruza la calle y camina una cuadra más
sin que nada extraño acontezca. Pero al mirar el reloj electrónico (idéntico al
anterior) que está ubicado unos metros antes de llegar a calle Mendoza, uno
descubre con gran sorpresa que son las 7.58.
Seguramente, los
espíritus cínicos que siempre se muestran renuentes a aceptar la irrupción de lo
fantástico en sus ordenadas vidas cotidianas, argumentarán –con intachable
lógica, habrá que reconocerlo- que se trata simplemente de una falla de
sincronización entre los distintos relojes digitales instalados en la peatonal
de Santa Fe. No voy a negar que la primera vez pensé lo mismo; al fin y al cabo,
si uno sigue caminando un par de cuadras más hacia el sur, el próximo reloj con
el que uno se topa, el que está ubicado cerca de Lisandro de la Torre, se
encarga de marcar, impertérrito, las 8.13, como si el desatino de su hermano
mellizo le resultara completamente ajeno. Pero sucede también que, desde
entonces, cada vez que cumplo con este recorrido -y conste que, de lunes a
viernes, lo hago prácticamente todas las mañanas- compruebo que el desajuste se
mantiene inalterable, independientemente de la hora, el día o el mes en que uno
pase por el lugar. Y como soy de esos espíritus lúdicos que siempre se muestran
renuentes a aceptar la irrupción de las explicaciones cotidianas en el terreno
de lo fantástico, tamaña persistencia me ha llevado a conjeturar que no se trata
de un mero desperfecto técnico, sino que efectivamente todos los que circulamos
de norte a sur por esa cuadra logramos el efímero prodigio de retroceder nueve
minutos en el tiempo.
Confieso, no
obstante, que aún no he podido desentrañar cuál es el sentido de tan asombroso
fenómeno. Las personas que llegan desde el norte dispuestas a cruzar Mendoza no
se dan cuenta de que han rejuvenecido nueve minutos. Me pregunto entonces de qué
sirve un viaje en el tiempo tan minúsculo que nadie es capaz de advertirlo. Por
otra parte, ¿qué tan significativos pueden ser para alguien los nueve minutos
previos a ese tránsito anodino por la cuadra de San Martín al 2300? ¿Qué
terrible omisión podría ser salvada viviéndolos por segunda vez, qué tremendo
desacierto podría enmendarse? ¿Qué amores vencidos podrían ser resucitados, qué
decisiones existenciales podrían reverse?
La imposibilidad
de obtener respuestas satisfactorias autoriza a concluir que estos fugaces
regresos constituyen una hazaña demasiado pobre, tan intrascendente como
improductiva, una broma del universo. Y sin embargo, por más mínimos que sean
estos retrocesos, cada vez que recorro los cien metros que van desde el Banco de
Galicia al Gran Doria, experimento cierto vértigo. No por el retroceso en sí,
que es tan minúsculo que no se nota, sino porque invariablemente me pongo a
hacer cálculos y pienso que, si la ruta mantuviera ese parámetro de nueve
minutos por cuadra, uno podría llegar a la Plaza de Mayo habiendo retrocedido el
nada despreciable lapso de una hora y doce minutos. De ahí a enredarme en
problemas matemáticos de regla de tres simple hay un solo paso: ¿cuántas cuadras
más hacia el sur debería entonces caminar una persona para reencontrarse con su
adolescencia perdida? ¿Y para regresar a aquel abrazo bajo aquella lluvia? ¿Y
para retornar al punto fundacional desde el cual reedificar toda su vida?
Se trata, por
supuesto, de especulaciones vanas. Si lograra precisar con exactitud milimétrica
el sector de la ciudad por donde pasa el meridiano que le da continuidad a esta
falla cronológica, podría tal vez corroborar mis hipótesis y aspirar a proezas
más notables. Día a día, con terca esperanza, emprendo mi marcha hacia el sur
pensando que esta vez sí, que esta vez ocurrirá la maravilla. Sin embargo, con
idéntica tenacidad, los números rojos del reloj que está situado cerca de
Lisandro de la Torre me informan sistemáticamente, con insobornable rectitud,
que son las 8.13, que el viaje ha concluido sin pena ni gloria, que estoy de
vuelta en el presente.
Cada tanto siento
la tentación de recorrer la cuadra de San Martín al 2300 en sentido inverso para
ver qué pasa. Aunque nunca he percibido alteración alguna en los rostros de
quienes se cruzan conmigo a lo largo de esos cien metros, todo conduce a suponer
que los transeúntes que lo hacen también viajan en el tiempo, pero hacia
adelante. No puedo asegurarlo, pues jamás me animé a comprobarlo. Cuando tengo
que caminar de sur a norte evito la peatonal, prefiero tomar por San Jerónimo o
25 de Mayo. Tal vez sea sólo un estúpido gesto de superstición, pero uno nunca
sabe. La vida es demasiado corta como para, encima, andar robándole nueve
minutos al futuro cada mañana.
3 comentarios:
Orale que loco, jeje, está muy bueno.
Me pareció extraordinario este relato nada científico, en todo caso ficcionalmente poético. Su magia me llevará a observar más atentamente los relojes desangelados de esta ciudad. Buenos Aires aceleró su cuerda hace demasiado tiempo, y, por eso mismo, necesita un arreglo urgente, un ajuste de por lo menos de módicos nueve minutos por cada cuadra.
Un poco de resuello para todos, por favor.
Es un cuento encantador. Gracias.
Martha Valiente
Hace unos minutos leyendo una vez más el texto de El Extraño, se me pasó por la cabeza qué serán de las historias de Alfredo Di Bernardo ?. Miles de meses sin leer algo !.
Este relato fue sensacional, me causó muchísima gracia ... Locuras de la peatonal santafesina sin duda.
Saludos y gracias por estas pequeñas grandes historias !. Romina.
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