El disenso se halla latente en toda interacción humana. No
existe un sólo tema en el que todas las personas estemos completamente de
acuerdo, ni existen tampoco dos personas que estén de acuerdo absolutamente en
todos los temas. La inevitable multiplicidad de miradas sobre el mundo fulmina
desde el vamos toda pretensión de uniformidad.
Maravilloso acto de libertad cuando somos nosotros quienes
lo ejercemos, el disenso se vuelve irritante cuando son los demás quienes lo
ejercen frente a nosotros. El disenso es invariablemente incómodo, no nos deja
hacer lo que queremos y encima osa poner en tela de juicio lo que pensamos y
sentimos. El disenso es una piedra en el zapato de nuestras convicciones, un
obstáculo que limita y evita la concreción indiscriminada de nuestras
aspiraciones personales o sectoriales, sean éstas un rosario de mezquindades o
un inventario de solidarias utopías. El disenso es la manifestación rotunda de
la existencia de un Otro que no piensa como yo, y por más amplios y tolerantes
que seamos, a nadie le divierte que lo contradigan.
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la
imposible unanimidad? En ámbitos verticalistas, o bien el disenso no se
exterioriza (no es que no lo haya), o bien se lo resuelve en base al principio
de autoridad y se hace lo que ordena el que manda, aunque los subalternos estén
en completo desacuerdo. En ámbitos democráticos, en cambio, el disenso se
resuelve apelando a una simple operación aritmética: se hace lo que decide la mayoría. La indudable
e irremplazable justicia de este método, sin embargo, no elimina las asperezas
de la confrontación.
Se trate de las elecciones que definen el destino político de
una nación o del debate en una reunión de consorcio sobre la necesidad de
pintar el edificio, el hecho de resolver en forma práctica el disenso mediante
la decisión de la mayoría no significa superarlo, pues -salvo en muy infrecuentes
ocasiones- ningún resultado adverso le quitará a los derrotados la íntima
certeza (o al menos, la íntima sensación) de que quienes se han equivocado son
los otros. Lo cual es perfectamente posible, ya que una mayoría nunca garantiza
por sí sola una decisión acertada, una solución conveniente, un hábito sano,
una conducta constructiva (cosa que deberíamos recordar cuando integramos
alguna mayoría, no sólo cuando sangramos por la herida de la derrota numérica).
Una mayoría no necesariamente es infalible. ¿Por qué habría de serlo, si está
formada por individuos, y los individuos somos esencialmente falibles? Además,
y pese a que nos resulta más cómodo imaginar lo contrario, las mayorías y las
minorías no son bloques homogéneos, conformados por la presencia o ausencia de
lucidez y valores, sino que constituyen una compleja trama en la que convergen
los más diversos factores, algunos de ellos, incluso, insalvablemente
contradictorios. Al fin y al cabo, a la hora del conteo final –tanto en
comicios gubernamentales como en reuniones de consorcio- el voto largamente
razonado vale igual que el emitido de manera irresponsable, el voto por
principios vale igual que el voto interesado y el voto del malandra vale igual
que el del honesto. Nada, entonces, salvo el prejuicio, autoriza a suponer que
la virtud y el vicio se han alineado en forma automática detrás de la postura
mayoritaria o de la otra.
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la
imposible unanimidad? “No estoy de acuerdo con lo que piensas, pero daría mi
vida por defender tu derecho a decirlo“, escribió Voltaire hace dos siglos y
medio. Claro, Voltaire no tenía Facebook. Si hubiese leído la catarata de
barbaridades que circula por las redes sociales disfrazada de moral
bienpensante, no habría dicho lo que dijo. O se hubiese vuelto ermitaño para no
hacerse mala sangre.
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