Por alguna curiosa razón cuya escurridiza esencia jamás termino de apresar, las mujeres suelen desnudar su alma frente a mí sin que se advierta en ellas el menor atisbo de pudor o incomodidad al hacerlo. Solteras, casadas, viudas, divorciadas, veinteañeras, sesentonas o señoras de las cuatro décadas, da igual. Poco influyen la edad o el estado civil en este ejercicio descarnado de sinceridad del que me hacen partícipe. Problemas de pareja, amores contrariados, insatisfacciones personales, anhelos inconfesables, todo me es referido con una naturalidad pasmosa, dejándome transformado en depositario de intimidades que el imaginario masculino (¿o el imaginario machista?) supone reservadas al ámbito de las conversaciones femeninas.
¿Por qué lo hacen? Sinceramente, no lo sé. Dudo que estén buscando una opinión masculina para cotejar puntos de vista. Dudo también que esperen recibir consejos. Me parece que si me eligen como receptor de sus desahogos es porque, de algún modo, intuyen que mi atención al escucharlas no es fingida, que no habré de violar el secreto de confesión, que no voy a usar esas confidencias en su contra, que no voy a escandalizarme o a juzgarlas por lo que me cuentan. Todo eso, claro, les brinda la contención necesaria para soltarse; nadie baja la guardia ante quien le inspira recelo. ¿Cómo no sentirme agradecido, entonces, frente a semejantes muestras de confianza?
Sin embargo, el acostumbramento que he desarrollado hacia el hecho de verme envuelto en episodios de esta naturaleza no ha logrado atenuar cierta inquietud que la reiteración de los mismos me provoca. Porque convengamos que la mía es una situación bastante atípica. La experiencia propia y la observación de comportamientos ajenos me indican con claridad que a la mayoría de los hombres -al menos, a los heterosexuales- estas cosas no les suceden (es más, a veces tengo la impresión algo paranoica de ser el único al que le pasan). Pero lo extraño de mi caso no se agota en ser el coprotagonista reiterado de estas sesiones personalizadas de terapia. Muy por el contrario, hay otra instancia aún más insólita pero igualmente recurrente: mi participación como espectador exclusivo en charlas "de mujeres". Porque no es tan infrecuente que me toque ser el único varón en reuniones de dos, tres, cuatro y hasta cinco mujeres que, lejos de amilanarse o sentirse cohibidas por mi presencia, se despachan a gusto, como si yo no estuviera allí, o como si fuera una más de ellas. La vivencia, por cierto, resulta adrenalínica. Porque las reuniones "de mujeres solas", indudablemente, no son como las "de hombres solos". Los hombres, se sabe, no somos muy de andar compartiendo intimidades entre nosotros. Se habla de fútbol, de política, de temas de actualidad, del trabajo o de alguna afición que nos es común. También de mujeres, claro, pero siempre al amparo de un humor socarrón de cuño machista que poco ayuda a ahondar en el tema. Además, si uno es un caballero, esta muy mal visto andar develando la identidad de tal o cual señorita o señora con la que uno haya andado haciendo ciertas cosas. Con las mujeres, en cambio, sucede lo opuesto. No sólo tiran sobre la mesa los nombres concretos de los caballeros aludidos, sus peculiaridades anatómicas y un exhaustivo perfil psicosocial de los individuos en cuestión, sino que proceden a viviseccionarlos con una crudeza que asusta. En realidad, lo que asusta no es la saña en sí, sino la naturalidad con la que ésta es ejercida, como si no tuviera nada de objetable que un grupo de amigas cometa un homicidio mientras comparte una ronda de mate o prepara unas ensaladas.
Disculpen la analogía, pero vivir una situación así es como si le permitieran a un pato (vivo) asistir a una cena de cazadores. En el fondo, todo hombre teme a la mirada enjuiciadora de la mujer, por lo menos en lo que respecta a ciertas cuestiones atinentes a la masculinidad ortodoxa, empezando por lo sexual, siguiendo por lo sexual y terminando por lo sexual (recién después, en un cómodo cuarto lugar, entran a tallar los otros aspectos que teóricamente deberían distinguirnos). Pues bien, muchachos, me veo en el penoso deber de informarles que la peor de las pesadillas masculinas no sólo es real, sino que es mucho más terrorífica de lo que imaginamos y está allí nomás, a la vuelta de la esquina. Y ojo que no hablo de una asamblea de feministas recalcitrantes, de esas a las que la sola mención de la palabra "hombre" les provoca alergia. No; hablo de mujeres que pueden ser nuestras novias, nuestras esposas o nuestras amantes. Una reunión de mujeres solas en las que se habla de hombres es un genocidio de egos viriles. Asistir a esas masacres me ha llevado a conjeturar a veces que si los hombres realmente llegaran a saber la opinión que las mujeres tienen de ellos (no en abstracto, sino bien en concreto), se produciría un notable repliegue mundial de la masculinidad tradicional. No sería descabellado, incluso, pensar en una súbita epidemia de homosexualidad ginecofóbica a escala planetaria.
Pese al azoramiento que me provocan estos involuntarios viajes por un territorio tan subyugante como el de la femineidad, creo que en cierta forma soy un privilegiado. A los ojos de los varones, el universo femenino se presenta como una zona nebulosa y compleja, plagada de delicados recovecos que lo transforman en un terreno resbaladizo, poco apto para hacer pie firme en él. Pues bien, esta inusual visa que las mujeres me otorgan para que lo visite me ha permitido ir bosquejando a lo largo de los años un mapa bastante detallado del mismo, útil para circular en él con cierta orientación. Adviértase que digo "con cierta orientación" porque aquí no hay garantías que valgan. Lejos estoy de parecerme al personaje de Mel Gibson en "Lo que ellas quieren". Aun con mapa y todo, nada lo libra a uno de pegarse unas buenas patinadas por la banquina y terminar estampado contra una columna.
Es posible que algunos lectores -en especial aquellos enrolados entre los hombres a los que estas cosas no les pasan- consideren que el extraño fenómeno que me involucra está sustentado en una explicación muy simple: que todas las amigas que tengo son... muy particulares, por decirlo de una forma políticamente correcta. Puede ser. Conozco bien a mis amigas; me une a ellas un vínculo sutil de complicidades y entendimiento. Las he visto reírse a carcajadas y llorar sin pudores, a veces en el transcurso de la misma charla y con un intervalo de pocos minutos entre una y otra reacción. Las he visto disfrutar de su rol de madres y sufrir con su rol de hijas, y viceversa. Las he escuchado divagar sobrias y ser implacablemente lúcidas bajo los efectos del alcohol. Las conozco bien, sí. Alocadas o serenas, cerebrales o previsiblemente imprevisibles, siempre nobles, siempre inteligentes, todas ellas poseen alguna característica que las vuelve, efectivamente... muy particulares. Pero a pesar de los sobresaltos que me causan sus confesiones individuales o grupales, yo celebro que me tengan en cuenta.
Qué se le va a hacer. Algo habré hecho para merecerlas.
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2 comentarios:
A mi muchas veces me pasó lo mismo; es más, ya ni siquiera me pasa, una vez que me casé me dió la sensación de estar definitivamente olvidado por las mujeres (es decir, pasé de ser una especie de invisible como esos descastados en la India, a inexistente directamente). Siempre me generó mucha alarma la cuuestión; como cuando me decían: sos tan bueno, tan maduro .... Qué me importa, yo quiero ser fachero y malo. Con el correr de los años, ya estudiante, encontré la explicación en el Código Civil: para las mujeres, yo soy "de las cosas que están fuera del comercio". Bueno, habrá que tomarlo a la risa, y seguir disfrutando a las mujeres en silencio ... (como si uno no tuviera derecho).-
Javier
Las he escuchado, yo también, pero no por eso puedo decir que sé algo de ellas. Me declaro completamente ignorante en la materia. Peor, mi esfuerzo por comprender, suele ser inversamente proporcional a la atracción sexual que ejerzo sobre ellas... un verdadero misterio...
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