Debo confesar que conozco poco y nada acerca de muebles antiguos. Ya de por sí, me resulta engorroso diferenciar con precisión un aparador, un baiut y un bargueño, de modo que mal podría entonces discernir estilos, apreciar la calidad intrínseca de tal o cual madera, o evaluar apropiadamente el estado de conservación de algún armario.
Lo antedicho puede tal vez llevar a pensar que estoy inhabilitado para disfrutar de una visita a un local comercial dedicado específicamente a la compraventa de muebles usados. Nada más erróneo. No es, por supuesto, mi pasatiempo favorito, pero tampoco implica un aburrimiento intolerable. Es sólo que, ante tamaña falta de ciencia mobiliaria, esos paseos despiertan en mí un interés bastante alejado de las razones puntuales que suelen llevar a la gente a esos lugares.
En este momento, por ejemplo, me encuentro recorriendo con Gabriela uno de esos negocios, un extenso salón al que hemos acudido sin mayores esperanzas en busca de alguna ganga irresistible. Y dado que no puedo, como ella, matizar nuestro andar con comentarios admirativos hacia la taracea de aquel ropero o el señorial gobelino de este juego de sillas, me dejo llevar por esa doble percepción sensorial vista-olfato que me conduce irremediable, melancólicamente hacia tiempos idos, hacia casas familiares que dejé de transitar hace mucho, mucho tiempo.
En uno de los tantos recovecos del laberíntico depósito, Gabriela descubre dos veladores con caireles, ubicados sobre sendas mesitas de luz. Me los señala, remarcando la delicadeza de su diseño. Los miro de cerca y compruebo que son iguales a los que mi mamá compró para su dormitorio cuando yo tenía siete años. Se lo comento y, casi sin pensarlo, agrego: "Mirá si fuesen los mismos".
Previsiblemente, en menos de un segundo mi irreflexiva afirmación se torna especulación literaria: ¿y si realmente fuesen los mismos veladores?
Me conozco lo suficiente como para saber que ya no podré sustraerme al juego. Las cosas que voy viendo adquieren entonces una dimensión casi fantasmagórica, como si presintiera que en cualquier momento, en algún punto incierto de nuestro trayecto, va a surgir ante mí un mueble ligado, en mayor o menor medida, a mi historia personal. ¿No será, acaso, aquel toilette, el mismo en el que mi abuela paterna colocaba sus potes de "Angel Face"? ¿No será aquella cómoda de herrajes dorados la misma bajo la cual pretendí, torpemente, ocultar el cuerpo del delito la vez que recorté mi flequillo para evitar que me llevaran a la peluquería? ¿Y no será aquélla la mesa cuadrada sobre la cual descubrí un tesoro compuesto por revistas de los años '60 que mi abuelo materno acumulaba en el garage sin justificativo aparente?
Sé que se trata de una hipótesis poco razonable, pero no es imposible. Y es justamente ese margen de probabilidades favorables lo que la vuelve inquietante. Toco algunos de esos muebles, paso mis dedos sobre su piel de madera buscando hallar tal vez una mínima vibración que confirme mis sospechas. ¿Y si los muebles tuvieran un alma? ¿Y si, al igual que los cachorros perdidos, tuvieran un instinto que les permite reconocer a sus antiguos dueños a pesar del tiempo transcurrido? ¿Y si en este preciso instante alguno de los cientos de muebles amontonados en este salón estuviese enviándome un mensaje imperioso, con la desesperación de quien quiere gritar y no tiene voz?
Llegamos al final del recorrido. La ganga irresistible, por supuesto, no ha aparecido. Saludamos a la dueña del depósito y volvemos a la calle sin que ningún acontecimiento extraordinario haya alterado el normal transcurrir de la mañana.
Sé que es absurdo, pero no puedo evitar que mi ánimo se vea enturbiado por cierto incómodo desasosiego, la culpa irreparable de quien no ha sido capaz de descifrar una señal de auxilio que sólo a él le estaba destinada.
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