Todo grupo humano que se organiza en pos de un fin no lucrativo y estructura su funcionamiento en base al trabajo desinteresado de sus miembros va atesorando una serie de pequeñas gestas, momentos memorables que se hilvanan en el tiempo como felices corolarios de la quijotada cotidiana, instancias históricas que generan una mística de entrecasa, un patrimonio anímico que fogonea el deseo de continuar con el esfuerzo a pesar de las frecuentes contrariedades.
A lo largo de sus doce años de vida, la Asociación Cultural El Puente (entidad de la cual soy uno de sus socios fundadores) ha acumulado varios de estos momentos memorables. El más reciente de todos ellos ha sido el festival de rock que organizamos días atrás con la intención de recaudar fondos para la reapertura de nuestro centro cultural independiente.
Por cierto, no hubo ese fin de semana acontecimientos espectaculares ni asombrosos. Al fin de cuentas, y en tren de ser concretos, todo podría resumirse diciendo que el festival fue un éxito, que trabajamos mucho y bien, que disfrutamos haciéndolo, que los músicos y el público se fueron satisfechos y que, en cuanto a las expectativas económicas que teníamos, las mismas se alcanzaron con creces. Está claro, sin embargo, que esta enunciación meramente informativa poco dice acerca de la profunda dimensión humana que tuvo para nosotros lo ocurrido durante esas dos noches. Lo destacable en estos casos, se sabe, suele tener menos que ver con el éxito logrado que con el modo o el contexto en que dicho éxito se hizo posible. Podríamos mencionar, entonces, la alegría de la labor compartida. O detenernos en lo reconfortante que es sentir que se pertenece a algo que nos trasciende. O recordar a Oesterheld asegurando a través de El Eternauta que “el único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo”. Pero, por sobre todas las cosas, habría que destacar –siempre y cuando me sea permitido el posible neologismo- la “transgeneracionalidad” de la movida. Es decir, la feliz convivencia, dentro del grupo organizador y ejecutor del festival, de individuos cuyas edades abarcan un amplio arco que va desde los 24 años a los 60.
Supongo que explicar aquí las múltiples bondades que acarrea esa feliz convivencia sería una obviedad. Tampoco creo que haga falta ponerse a pontificar sobre la importancia de la participación juvenil en iniciativas solidarias. Lo que sí requiere algún tipo de aclaración, estimo, es el porqué de mi interés en estos temas y de la relevancia que les confiero.
Sucede que cuando yo era un veinteañero con inquietudes culturales, tuve la enorme fortuna de cruzarme en la vida con unas cuantas personas mayores que yo, que con actitudes muy puntuales, exentas de toda impostura, me revelaron una ética cuyos códigos contribuyeron en forma decisiva a orientar mis búsquedas. Frente a esos hombres y mujeres siempre tuve la certidumbre de estar en deuda y, por ende, la imperiosa necesidad de ofrecerles un reconocimiento. Yo percibía en ellos esa desazón íntima que suele acompañar a todo idealista, esa impresión vitalicia como de estar siempre al borde del orsai existencial, y me parecía injusto. Quería obsequiarles una señal concreta e inequívoca que los desagraviara de tanta ingratitud, de tanta indiferencia, un homenaje vital que les permitiera sentir que no se habían equivocado siendo como eran y actuando como actuaban. Quería demostrarles que vivir sembrando semillas de utopía no había sido en vano, que desde la otra orilla de los años alguien más joven valoraba su esfuerzo y recogía su legado.
Creo no exagerar si digo que todos mis emprendimientos relacionados con tareas de difusión cultural están directamente vinculados con este mandato autoimpuesto. Al fin y al cabo, eso es tomar la posta: hacerle a otros las cosas buenas que otros han hecho antes con nosotros.
Mas sucede también que los años han pasado y uno se descubre meditando sobre estos asuntos desde la vereda opuesta. De tanto en tanto, entonces, la pregunta desoladora sobrevuela nuestro idealismo cuarentón y encanecido: ¿quién habrá de recoger, a su vez, nuestro legado?
Pues bien, el festival de rock ha sido la demostración palpable de que ya hay quienes (sin siquiera sospechar que lo están haciendo) comienzan a dibujar la respuesta. Asoma la buena gente a quien habremos de pasarle la posta. Los veinteañeros con inquietudes culturales ahora son ellos, este puñado de chicos y chicas que ostentan con desparpajo DNIs que empiezan con 3, que apuestan al compromiso con una causa que hacen propia y a la cual defienden con un entusiasmo contagioso. Gente que cuando habla de El Puente dice “nosotros”, dice “mi casa”. Gente que se pone la camiseta no para lucirla en la foto, sino para transpirarla.
Impacientes, apresurados, a veces imprudentes, es imposible no reconocer en ellos reflejos del que uno fue cuando tenía su misma edad. El tiempo resolverá sí tal analogia les fue o no venturosa. Mientras tanto, habrá que celebrar nuestra mutua compañía en el camino. Al fin y al cabo, eso es pasar la posta: compartirla para que se propague y multiplique en nuevas postas, sembrar para que otros cosechen y puedan así sembrar para que otros cosechen y así.
Única estrategia posible, estoy seguro, para que el juego y el fuego no se acaben.
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1 comentario:
Nunca podía seguirte hombre alto... abrazo
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