"¿Y vos quién sos?". El azoramiento de algunos se despliega en la noche con absoluta franqueza. Otros, en cambio, tal vez para no herir la susceptibilidad de quien acaba de saludarlos tan efuslvamente, disimulan su perplejidad y postergan su exteriorización por un rato, hasta que pueden preguntarle en confianza a algún conocido: "Che, ¿y aquél quién es?". En uno u otro caso, cuando surge al fin la respuesta clarificadora, el apellido o el apodo que diluyen la incertidumbre, es el momento de la palmada en la propia frente, de las exclamaciones jubilosas, de las risotadas de recobrada complicidad. Pero es tanto el bullicio y tanto el movimiento, son tantos los exalumnos de distintas promociones que, al igual que nosotros, circulan y se encuentran, y se reconocen (o no) a medida que van llegando a la cena, que cuando uno se está acomodando a la respuesta recibida, enseguida florecen nuevos saludos, nuevos abrazos y, con ellos, más asombros, ya sea por desconocimiento transitorio del otro, o precisamente por la razón opuesta.
Reencontrarse con los compañeros de la secundaria después de veinticinco años constituye una experiencia que tiende a resultar conmocionante. Aún después de aclaradas las respectivas identidades, es difícil sustraerse a cierta impresión de irrealidad. La visión parece empeñarse en seguir desenfocada; cuesta tomar la imagen de esos tipos calvos, gordos, canosos o de lentes que uno tiene enfrente y ajustarla al recuerdo que uno guarda desde su adolescencia asociado a esos mismos apodos y apellidos.
"¿Y vos quién sos?". No es descabellada la pregunta, habiendo pasado tanto tiempo sin saber nada del otro. Pero es incontestable. A lo sumo, uno puede ensayar una apretada síntesis de datos que cree significativos, pero es imposible pasar de allí. Alguien habla de la hija que está por cumplir 15 años, alguien menciona que estuvo viviendo en el extranjero, alguien cuenta que su hijo también viene a este colegio, alguien nombra como al pasar su lugar de trabajo, y hay que conformarse con mirar desde la orilla esas existencias que ignoramos, imaginarlas a partir de esos pocos indicios, sabiendo de sobra que son insuficientes. Y es claro que esa estrechez obligada de nuestras biografías, ese laconismo de diccionario que estamos forzados a practicar nos aleja de lo que en verdad han sido y son nuestras vidas, pero ¿cómo resumir veinticinco años de otro modo? No hay alternativa; menos aún siendo tantas las voces que habría que escuchar, y el tiempo casi nulo con que contamos esta noche para concretar tamaña empresa.
La charla navega por canales serenos y amables: anécdotas risueñas de nuestro lejano pasado común, historias de profesores y preceptores, intercambio de información sobre el paradero de los compañeros que no vinieron. Nadie delatará aquí sus íntimos naufragios, ni trazará en público el mapa minucioso de sus felicidades cotidianas. No es ese, al fin y al cabo, el propósito de la reunión. La realidad, entonces, sólo se cuela en las conversaciones casi por descuido, entra en el festejo sólo a cuentagotas. De alguna manera, la cena funciona como una burbuja a prueba de desencantos. Por una noche, el transcurrir de la vida queda cancelado. Por una noche, estamos suspendidos en una especie de limbo temporal donde ya no somos exactamente los que éramos (y lo sabemos) pero tampoco quedan expuestos en detalle los contornos de nuestra versión actual. Por una noche, hacemos a un lado nuestras posibles diferencias y recostamos nuestra identidad sobre aquello que nos une -la pertenencia al colegio, el sabernos parte de la promoción '82- felices de haber sacado del placard un perfume existencial que hacía mucho no nos poníamos.
"¿Y vos quién sos?". Quizás nos hayamos perdido para siempre y ya no podamos reconocernos. No lograremos saberlo con certeza; al menos, no esta noche. Nos iremos de aquí siendo casi extraños. Pero lo haremos pensando tranquilizadoramente que todavía nos conocemos.
He allí la limitación fundamental de estos reencuentros.
He allí, tal vez, su atractivo principal.
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