Yo no tengo la habilidad de Messi, ni el carisma de Sandro, ni la pinta de Pablo Echarri. No tengo ninguno de esos atributos que suelen inspirar la creación de un club de admiradores. Tampoco tiene mi conducta pública un costado polémico como para inspirar la creación de un club de detractores, como esos grupos de Facebook que adoptan nombres demoledores del estilo “10000 personas que odiamos a Arjona”. No soy, en suma, objeto de aclamación ni repudio masivos. No obstante, a lo largo de mi vida adulta me las he ingeniado para ir generando en torno a mí la existencia de un club formado por un vasto y heterogéneo conjunto de individuos: el club de personas no saludadas por Alfredo Di Bernardo.
Se trata, por cierto, de un club muy singular: no tiene sede, no tiene presidente, carece de página web y de cuenta en Twitter, no realiza declaraciones oficiales, no exhibe banderas en público y nunca fue constituido formalmente. Pero lo más insólito de todo es que sus integrantes no saben que lo son. Y como el hecho de no saludarlos no es un acto deliberado de mi parte sino una involuntaria consecuencia de mi escasa visión, tampoco yo puedo realizar un aporte significativo a la hora de ensayar la confección de un padrón aproximado de miembros. Intuyo, eso sí, que son muchos, muchísimos, y que la nómina crece con regularidad indeclinable.
Para formar parte del club es necesario que se cumplan dos condiciones, una objetiva y otra subjetiva. La condición objetiva es obvia: cruzarse conmigo y no ser saludado (o, como veremos más adelante, recibir un saludo imperfecto). La condición subjetiva consiste en que los damnificados ignoren la magnitud de mi discapacidad visual. Este requisito deja afuera del club a mis amigos más cercanos que, conociendo el buey con el que aran, saben que si no me pegan el grito, se me tiran encima o me hacen una zancadilla, pasaré a su lado con la misma impasibilidad de quien está más allá del bien y del mal. O con la misma inconsciencia inquebrantable de Mr. Magoo.
Una visión simplista del problema (una visión algo miope, si se me permite el sarcasmo) puede conducir a equívocas conjeturas. Por ejemplo, la de suponer que la alternativa de ver o no ver a mis semejantes depende sólo de una cuestión de luz reinante en el ambiente, o de la distancia existente entre el prójimo y yo. Craso error: muchas veces la luminosidad abundante termina siendo contraproducente y la cercanía no garantiza nada. No hay un patrón preciso que regule este asunto. Y si lo hay, son demasiados los factores que inciden en él como para volverlo comprensible. Lo cierto es que, estadísticamente hablando, la feliz circunstancia de que yo logre identificar a alguien sin problemas es altamente infrecuente. Es como jugar contra el Barcelona: se le puede ganar, pero es mucho más probable que eso no ocurra.
Mis no-saludos admiten distintas variantes. La primera de ellas es el “no-saludo simple”. Por ejemplo, voy por la peatonal y el doctor Gutiérrez aparece en mi camino, o voy a la Municipalidad para hacer un trámite y me pongo a esperar mi turno al lado de mi vecina Nené, o entro a una sala cultural y me ubico cerca de mi colega Juan Carlos , con el que suelo intercambiar amables correos electrónicos y con el que incluso somos amigos en Facebook. Pues bien, tanto el doctor Gutiérrez, como mi vecina Nené y mi colega Juan Carlos me ven y se disponen a saludarme. Lo que ninguno de ellos tiene en cuenta es que, a pesar de toda apariencia en contrario, yo no los he visto a ellos. Abismalmente ajeno a su presencia, paso entonces a su lado (o permanezco, que es peor) y los ignoro con olímpica buena fe. La personalidad de cada víctima marcará la diferencia de reacciones frente al desaire: habrá quien se ponga a examinar culposamente qué maldad me hizo para merecer tamaño desplante, habrá quien apueste por la opción conspirativa y se pregunte intrigado en qué turbios asuntos andaré metido como para simular no verlo, habrá quien me considere un odioso (por usar un epíteto suavecito).
El panorama se oscurece aún más (valga el sarcasmo) cuando nos adentramos en los terrenos del “no-saludo con alevosía y ensañamiento”. Por lo general, trato de no mirar fijamente a los demás en sitios públicos (¿para qué habría de hacerlo, si total no los voy a ver?). Es una estrategia defensiva que busca evitarme conflictos cediéndole la iniciativa del saludo a los otros. Claro que el truco no siempre resulta eficaz. A veces, no puedo evitar que mi inoperante mirada se cruce fugazmente en el aire con alguna otra. En ese caso, al doctor Gutiérrez, a mi vecina Nené y a mi colega Juan Carlos les resultará directamente inconcebible que yo no los haya visto y, por ende, su indignación no hallará dique que la contenga. El veredicto será fulminante y quedaré como un maleducado sin remedio (por usar un epíteto suavecito).
Una interpretación amplia del concepto de “no-saludo” admite la posibidad de considerar dentro de dicha categoría a los saludos inapropiados conocidos como “saludo al bulto” o “saludo al voleo”. Esta amplitud de criterios permite incluir como miembros del club a los involuntarios protagonistas de estos casos -no menos frecuentes y embarazosos- en los cuales si bien hay un saludo de mi parte, éste presenta un defecto de fábrica que autoriza a impugnarlo como tal. Sucede cuando, conforme a mi ya explicada estrategia de ceder la iniciativa, alguien efectivamente me saluda pero yo no puedo reconocerlo. Respondo por reflejo, sí, respondo incluso con una inmediatez exagerada, como quien se ha quedado adormecido en público y al despertar bruscamente sobreactúa para demostrar que estuvo despierto todo el tiempo. Cuando este tipo de saludo se da en la modalidad “al paso”, es muy factible que se perpetre un indeseado desfasaje de intensidades y que yo termine saludando con grandes aspavientos al doctor Gutiérrez –que, al fin y al cabo, apenas me conoce- y le dedique sólo una leve cortesía a mi colega Juan Carlos , que esperaba de mí un abrazo efusivo. Claro que mucho peor es la variante en la cual el saludador misterioso no se limita a saludar e irse, sino que permanece a mi lado y se pone a darme charla sin que yo tenga idea de con quién estoy hablando. Pocas experiencias hay en la vida tan adrenalínicas como éstas, se los puedo asegurar. Sobre todo cuando mi interlocutor, haciendo gala de su extrema jovialidad, me sonríe de oreja a oreja y pregunta con brutal inocencia: “che, ¿te acordás de mí, no?”.
Lo paradójico de la cuestión es que la imagen que seguramente los miembros del club tienen de mí dista mucho de lo que soy en realidad. No es que me crea un tipo particularmente simpático (de hecho, mi sociabilidad presenta unas cuantas facetas inconvenientes) pero de ninguna manera soy ese patán guarango que involuntariamente aparento ser. Lo paradójico de la cuestión es que, si lograra asignarle a esos fantasmas que me rodean su correcta identidad, podría poner en funcionamiento la maquinaria de mi asombrosa memoria y preguntarle al doctor Gutiérrez acerca de su aficlón por Almagro (porque alguna vez me comentó como al pasar que era el único hincha de Almagro en toda Santa Fe), o preguntarle a mi vecina Nené cómo andan sus seis hijos (del menor de los cuales es casualmente mañana el cumpleaños), o recordarle a mi colega Juan Carlos cuánto me gustó ese poema suyo sobre la lluvia que leyó en aquel café literario que compartimos ocho años atrás (mas precisamente un viernes 31 de mayo). Es una pena, pero tal prodigio no es posible. Mis ojos padecen de una especie de falta de pixeles suficientes para lograr una adecuada resolución de imagen y suelo ver a los otros con rasgos poco definidos, como si fueran rostros de una foto nocturna sacada sin flash. Debo entonces extraer certezas de la bruma, decodificar y reconstruir constantemente, en tiempo real, lo que acontece delante de mí, y esa misión requiere de mi parte una tarea casi de investigación forense. Sólo que aquí no se pretende esclarecer un crimen, sino prevenirlo. ¿De qué me sirve conseguir el objetivo un minuto después de producido el incidente?
Desentrañar la identidad de las personas a partir de indicios me obliga a ser (valga la ironía) sumamente observador. Un bastón, un cabello canoso, unos anteojos con marco blanco , un vozarrón tabáquico, un tic, una entonación particular en el “¿Cómo le va, Di Bernardo?” o en el “¿Cómo andás, Flaco?” me ayudan a sonsacar pistas de las sombras, a navegar en lo borroso. El contexto geográfico, por ejemplo, es fundamental: si veo a una mujer saliendo de la casa de mi vecina Nené, es altamente probable que se trate, efectivamente, de mi vecina Nené. Los problemas nacen cuando esa tranquilizadora referencia geográfica se desvanece y me encuentro con el colega Juan Carlos frente a la góndola de embutidos del Wal-Mart o me cruzo con el doctor Gutiérrez en la playa, ataviado con una bermuda floreada y musculosa.
Tal vez algún día los anteojos traigan incorporado un dispositivo electrónico que permita identificar a la persona que uno tiene enfrente (como las radios online que indican el tema que estamos escuchando), o se invente un GPS con parámetros humanos, capaz de anunciar “Doctor Gutiérrez, 20 metros a la izquierda”. O tal vez me decida de una vez por todas a ponerme una remera con la leyenda “Salúdenme ustedes, que yo no los veo”. Por lo pronto, quedan todos los lectores debidamente avisados: la inscripción al club está abierta todo el año, las 24 horas del día.
1 comentario:
ovespati robtaingMuy bueno. Me sentí identificada porque con mi astigmatismo e hipermetropía uso anteojos bifocales. Pero el entuerto (valga la ironía) se arma cuando voy a hacer acqua gym. En la pileta los anteojos no van, así recién a un metro de distancia puedo reconocer a alguien y devolverle el saludo.
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