La peña terminó hace un rato y, lentamente, La Urdimbre se va deshojando de público. Son casi las 6 de la mañana del domingo, y el sueño se me instala en la cara como un par de anteojos de pesados cristales. Pero cuesta irse. Cuesta animarse a disolver la borra de una noche en la que hubo charla, música, cerveza y amigos arriba y abajo del escenario. Cuesta aceptar que el reggae que escuchamos media hora atrás fue el último tema, pero el último de veras, porque pronto este será un salón vacío y mudo, un paisaje deshabitado a la espera de vaya a saber qué nuevas historias que lo pueblen. Cuesta, más que nada, recordar que mañana a la siesta habrá que volver para desarmar todo y empezar con la mudanza provisoria, esa que nos dejará suspendidos en una especie de Purgatorio hasta que se defina un nuevo lugar donde podamos seguir adelante con los proyectos de El Puente. Cuesta y duele saber que habrá que deshacer lo que con tanto amor y esfuerzo se logró construir. Y cómo no va a costar, si aún sobrevuela el recuerdo de tres años atrás, el de aquel sábado épico en que, a sólo cuatro horas de la inauguración, el lugar todavía parecía una obra en construcción, pero una cuadrilla improvisada de catorce o quince voluntarios trabajamos contra reloj, atornillando, clavando, conectando, limpiando, baldeando, acomodando, decorando, hasta conseguir lo que a las seis de la tarde parecía imposible: que todo quedara prolijo y presentable, listo para recibir al público justo cuando el público empezaba a llegar.
Cuesta irse, claro que sí. Y me viene a la memoria "El largo adiós", de Raymond Chandler, con aquello de "Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final". No cabe decir adiós, entonces. Porque es triste irse de acá, por supuesto, pero la gente que colmó la sala para estar en la peña de despedida demostró que de ninguna manera es solitario. En cuanto a lo de final, sabemos que, más tarde o más temprano, aparecerá un nuevo lugar y entonces proseguiremos, tercos y felices, nuestra tarea de militancia cultural. "Lo mejor está por venir", decían los viejos animadores de televisión. Me río de la muletilla, tan gastada, pero no puedo dejar de reconocerle esa dosis de razón que tienen todos los lugares comunes.
Me pongo de pie y saludo a los que están más cerca. Resisto la tentación de darme vuelta para ver nuestro centro cultural vivo por última vez. Tengo demasiadas postales hermosas de La Urdimbre en la memoria como para permitir que la última, justo la última opaque a las anteriores con una pincelada de melancolía que sería inevitable. "No le digo adiós", insiste Philip Marlowe en mi cabeza, y me incita a atravesar la puerta de una buena vez. Me recibe la claridad atenuada de un amanecer sucio de nubes. Empiezo a caminar sin apuro, silbando "La canción de la ciudad".
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