Si los lectores de estas líneas fuesen invitados a elaborar una lista de figuras relevantes de la música popular brasileña, de inmediato acudiría a su memoria una docena de nombres ilustres. Entre ellos, seguramente, no estaría el de mi tocayo Pixinguinha (Alfredo da Rocha Viana Jr.), compositor carioca que –al menos, a nivel internacional- no goza del reconocimiento masivo que sí ostentan monstruos sagrados más modernos como Vinicius de Moraes, Caetano Veloso o Chico Buarque, por citar sólo a algunos integrantes notables de ese hipotético catálogo.
Yo jamás había oído hablar de él hasta ese viernes en “La Tasca”, la noche del recital de Cacho Hussein y Nilda Godoy. Fue justamente Cacho quien lo mencionó, cuando antes de tocar el tema “Carinhoso” ilustró al público acerca de su autor, refiriéndose a él como una especie de precursor, situado cronológicamente varias décadas antes del fulgurante éxito de Jobim y la bossa nova. Gracias a esa misma introducción, nos enteramos también de que el tema que íbamos a escuchar había sido compuesto aproximadamente un siglo atrás.
La referencia histórica capturó mi atención al instante, abriéndome las puertas a una de mis acostumbradas dispersiones mentales, de ésas que la música suele propiciar. Mientras Nilda y Cacho nos deleitaban con la delicada cadencia de “Carinhoso”, una libre asociación de ideas me condujo a pensar que Pixinguinha había escrito ese tema cuando la menor de mis abuelas era todavía una niña. Imaginé los insondables laberintos de tiempo y espacio que habría atravesado esa melodía hasta llegar a nuestros oídos aquella noche y sentí que su antigüedad le brindaba un valor agregado a su indudable belleza.
El recital siguió adelante, engarzando joya tras joya. No fue “Carinhoso”, por cierto, el tema que más me gustó de todo el repertorio. Sin embargo, antojadizamente, o tal vez a causa de ser el de origen más remoto, fue el causante de que varias veces, a lo largo de la noche, me haya remontado hasta los inicios del siglo XX para seguir hilvanando especulaciones.
¿Habrá imaginado Pixinguinha, al componer su canción, que cien años después, una pareja de músicos extranjeros rescataría esos acordes desde el fondo de los tiempos y el silencio, y un grupo de personas aplaudiría con entusiasmo su interpretación? Desconozco si Pixinguinha era un optimista incurable o un escéptico consumado; desconozco también si fantaseaba con la gloria o si esas materias lo tenían sin cuidado. Poco ayudaría saberlo, de todos modos. Al fin y al cabo, cuando un artista lanza su obra al mundo en busca de quien la reciba, disfrute y valore, lo hace apostando a la posiblidad de que ella trascienda múltiples fronteras. Incluso, las que le impone la finitud de su propia existencia. No importa si lo manifiesta en forma explícita o si se trata de un impulso inconsciente: la pretensión de inmortalidad -tan presuntuosa como conmovedora- anida en el alma de todo creador. “Puesto que el hombre es mortal -nos dice Faulkner- la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá”. Pues bien, haya sido Pixinguinha un soñador o un pesimista, allí estaban Cacho y Nilda para demostrarnos que lo que él dejó tras de sí se sigue moviendo.
El recital llegó a su fin. Miré a mi alrededor: la gente pagaba sus consumiciones, se paraba, se ponía su abrigo, saludaba a los conocidos, se despedía. Enredado aún en mis reflexiones, pensé que todos los que estábamos esa noche en “La Tasca” habíamos asistido a una experiencia conmocionante: habíamos comprobado -nada menos- la inmortalidad de un alma humana. Me pregunté si los demás también se habrían dado cuenta del prodigio pero no me animé a averiguarlo.
Salimos. La madrugada nos aguardaba afuera con un frío filoso que tajeaba las mejillas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario