¿Por qué las imágenes de un hombre que se desgañita frente al televisor mientras observa impotente cómo el equipo de sus amores se va irremediablemente al descenso se transforman en el video casero más visto de la semana en YouTube? ¿Por qué dos millones de personas (¡dos millones!) decidimos destinar seis minutos de nuestras vidas a reírnos del calvario de ese sufrido hincha de fútbol? Misterios de esta era de voyeurismo cibernético en que la vida privada de las personas se transforma en pública con sólo un doble click. Uno puede suponer que los hinchas de Boca encuentran cierto malsano regocijo en contemplar la contrariedad de un hincha de River. Con idéntica lógica, uno puede inferir que los hinchas de River encuentran en esas imágenes el reflejo de su propio desencanto y, por ende, el consuelo de sentirse hermanados con otro en el padecimiento. Pero, y el resto ¿por qué lo mira?
La respuesta elemental sería: porque el video es verdaderamente muy gracioso. Se sabe, a la hora del humor una palabrota bien utilizada siempre resulta efectiva para generar carcajadas. La palabrota es catártica, liberadora tanto para el que la pronuncia como para el que la escucha. ¿Qué decir, entonces, de esta ametralladora humana de insultos que se revuelve en su asiento presa de la desesperación? Por otra parte, el contraste de su conducta con el contexto en que la lleva a cabo potencia el efecto hilarante: el hombre no está en la cancha, rodeado por una multitud rugiente que retroalimente su furia; está en su casa, en compañía de familiares que no lo secundan en el festival de improperios. Sucede, por último, que aquí no hay nada guionado. El protagonista no está actuando, no arma un personaje “vendible” para la cámara, no pretende seducir a la audiencia (de hecho, el hombre no sabía que la familia lo estaba filmando) y ese ingrediente de frescura no es menor en una época en la que los medios, bajo una máscara de informalidad generalizada, no dejan margen para la espontaneidad porque todo se hace y se dice en función de la cámara frente a la cual se lo dice y se lo hace. Es cierto que esos mismos medios, de la noche a la mañana, han erigido a Santiago “Tano” Pasman en “el hincha de River más famoso” y ya están dando inequívocas muestras de querer usufructuar el fenómeno, pero allí radica justamente lo diferente: por una vez, son los medios los que corren detrás de un fenómeno impuesto por el público, y no a la inversa, que es lo que ocurre casi siempre.
Bien, el video es gracioso. ¿Alcanza entonces esa respuesta elemental para justificar la asombrosa difusión que tuvo en –y gracias a- las redes sociales? No. Hay muchos videos desopilantes que circulan por Interner y sin embargo no obtienen la masividad de éste. Habrá tal vez que ahondar la cuestión inicial y preguntarse ya no por qué nos reímos, sino de qué nos reímos.
Haciendo una mixtura entre psicología de café y sociología de sobremesa, podríamos aventurar una hipótesis de trabajo: hay una evidente identificación de los espectadores del video con la víctima de la desgracia exhibida en el mismo. Y es que la situación vivida por este comerciante bonaerense (seguramente incomprensible para quienes permanecen impermeables a las pasiones que suele provocar el fútbol) no puede resultarle ajena a ninguna persona que haya adquirido el hábito de sufrir por una camiseta. Del mismo modo en que una lupa revela con mayor detalle las texturas de un objeto, el video nos devuelve una imagen exacerbada de nuestra propia condición de hinchas. No nos reímos del pobre “Tano” Pasman; en realidad nos reímos de nosotros mismos porque él, sin proponérselo, ha encarnado la representación caricaturesca de cada uno de nosotros. No todos reaccionamos de esa manera, claro, no todos somos tan desaforados como él, pero el núcleo emocional de nuestro gen futbolero queda expuesto allí en su dimensión más descarnada y sin filtro alguno. Así de subjetivos y arbitrarios podemos ser, así de hirientes y heridos, así de risibles y patéticos. Al igual que “Esperando la carroza” o cualquier otro exponente del grotesco nacional, el video del “Tano” Pasman nos ofrece una versión exagerada de nuestra idiosincrasia y, con ella, un recurso inmejorable para poder reconocernos.
Lo paradójico de todo esto es que, por debajo de su comicidad involuntaria, el video es el testimonio brutal de una frustración. Vemos a un hombre común que está dolido y grita como un energúmeno porque su capacidad de insultar es la única arma de la que dispone frente a una realidad adversa que no puede controlar ni modificar. Asistimos a una tragicomedia donde el héroe es derrotado. Y aunque no podamos evitar la risa ante la desmesura de su reacción, hay algo profundamente conmovedor en esa batalla tan desigual entre ilusión y resultado, un matiz existencial que se cuela en el conflicto deportivo, lo excede, lo vuelve universal y nos recuerda que, en cierta forma, ninguna derrota nos es enteramente ajena. Desde esta perspectiva, adquiere sentido el conciso mensaje que un usuario de Facebook dejó asentado en su muro: “El Tano Pasman somos todos”.
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