Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe desde el momento mismo en que se confirma la noticia –esa noticia siempre posible, siempre esperable y sin embargo siempre conmocionante y revolucionaria-. Lo sabe aunque no se lo vea, aunque nada en la figura de su madre delate todavía su presencia.
Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe cuando arranca el torneo de presentimientos acerca de si será varón o nena, y cuando se arman los conciliábulos de sobremesa en los que se especula -y se delira- a viva voz sobre los posibles nombres que habrá de recibir. Lo sabe cuando la primera ecografía exhibe apenas un huevito milimétrico, una sombrita casi imperceptible, manchita vagamente discernible entre manchas imposibles de interpretar.
Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe cuando comienzan las recorridas por los comercios del ramo en busca de cuna y cochecito, y cuando los parientes, amigos y compañeros de trabajo contribuyen a multiplicar el ajuar aportando mantitas, batitas, toallas, sábanas, talcos y peluches. Lo sabe cuando la inminencia de su llegada se vuelve tema excluyente de conversación y se torna habitual fantasear con futuras jornadas compartidas, presumir monerías o anticipar travesuras.
Uno lo sabe, sí. Pero sucede que una mañana uno se pone a recorrer las cinco cuadras que lo separan del sanatorio con una ansiedad que no se compara con ninguna de las muchas otras ansiedades que ha padecido a lo largo de su vida, camina apurado sin prestar atención a vidrieras ni a peatones porque no puede ni quiere pensar en otra cosa, porque lo único que le importa en ese momento es llegar al sitio que se acaba de transformar en el centro geográfico del universo, el eje en torno al cual se ha puesto a girar el planeta. Y uno llega. Llega adonde el corazón, adelantándose al resto del cuerpo, ya había llegado hace rato. Llega, y hay una puerta que se abre. Entonces, uno lo ve. Finalmente lo ve. Lo ve y comprueba, por enésima vez, la abismal distancia que separa lo abstracto de lo concreto, lo imaginado de lo perceptible. Lo ve y constata –como si hiciera falta- que una cosa era saber que ya existía, y otra muy distinta es la posibilidad de tocarlo, escucharlo, olerlo, de verlo materializado en este tierno cachorrito de humano, infinitamente frágil, cuya carita asoma apenas entre los pliegues de la mantilla verde que lo envuelve.
Y entonces uno, que es un lector experimentado, recibe en sus brazos esos casi tres kilos de tibieza y reniega de todos sus criterios estéticos, abjura del sarcasmo con que tantas veces cuestionó la cursilería de los textos que suelen escribirse sobre bebés recién nacidos. Uno, que es escritor, se queda contemplando conmovido el movimiento leve de esos deditos minúsculos y reniega también de los ochenta mil vocablos que componen el idioma castellano porque comprende que no hay genio de las letras capaz de conjurar las palabras que puedan explicar y describir tamaña maravilla.
Uno, simplemente, se inclina sobre ese retacito de vida a estrenar y sólo atina a susurrarle: “Hola, Dante. Qué gusto conocerte. Soy tu abuelo Alfredo, te estaba esperando”.
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2 comentarios:
:), qué orgullo se debe sentir Dante de tener un abuelo como vos, Alfre ( lo que pasa que para eso él tampoco tiene palabras... todavía)!
... Felicitaciones -
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