Estaba por ir a acostarme cuando, por la ventanita del baño,
llegó hasta mí un alarido que rasgaba el silencio compacto de la madtugada. Luego ,
con intervalo de segundos entre sí, escuché un par más. Llegaban desde
lejos, desde el sur, asordinados pero nítidos. En otro momento, podría
haberlos atribuido a una celebración trasnochada, solitaria y alcohólica de
alguna conquista deportiva; en el contexto actual, resultaba obvio que no
era eso. Los perros de la cuadra comenzaron a ladrar y ya no pude escuchar otra
cosa que no fuera ese coral desasosiego.
Me desentendí del asunto y me fui a dormir.
¿Realidad perceptible o sugestión colectiva? ¿Hecho policíaco o fenómeno sobrenatural? ¿Broma inofensiva o peligro latente? ¿ Alma en pena o humano fuera de control? Cada quien tendrá sus conjeturas y ejercerá su derecho a sustentarlas. Yo no tengo una posición tomada pero aviso: no me gusta el aburrido cinismo de los refutadores seriales, me rebelo contra su reduccionismo automático a explicaciones racionales. Preferiría que La Llorona fuese de veras un espectro que vaga buscando quién sabe qué. Plantearlo así es, me parece, una forma de apostar a que haya en la vida, aún en estos tiempos, sobre todo en estos tiempos, algo que contradiga la lógica fría y ciega de los virus, la matemática implacable de los conteos de muertos en la tele.
Acaso la Llorona haya aparecido sólo para eso: para refrescarnos la necesidad de que sigan existiendo las historias que siempre han circulado por debajo de la Historia.
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