“Dale, Mónica, metete que el agua está hermosa”, dice Mandy desde la pileta. Los que, al igual que él, estamos compensando los ardores de la siesta santafesina con un chapuzón vivificante, apoyamos su moción con entusiasmo pero Mónica, friolenta vitalicia, nos mira con desconfianza. Se acerca al borde, extiende la pierna derecha y tantea el agua con el dedo gordo. No muy convencida, comienza a bajar los escalones con extrema lentitud y, a medida que se va sumergiendo, el rostro se le contrae en expresión de sufrimiento. “¡Vos estás loco; esto está helado!”, recrimina, y los demás, divertidos, nos burlamos sólo por sembrar cizaña.
Mandy y Mónica no lo saben, ni siquiera lo sospechan, pero acaban de reproducir casi textualmente una escena incluida en uno de los libros más impactantes que tuve el placer de leer en mi infancia: “El mundo de la comunicación”.
Era -y debo confesar que el uso del pretérito responde aquí sólo a una intencionalidad evocativa, ya que el ejemplar en cuestión aún existe y ocupa un lugar en los estantes de mi biblioteca- uno de esos libros grandes de Editorial Sigmar, coloridos y con muchas ilustraciones, destinados a estimular las inquietudes de niños que -como yo- sentían una irresistible atracción hacia el mundo de los datos y los conocimientos. Títulos como “Preguntas y respuestas para niños curiosos”, “Los cómo y porqué del Tiempo” o “La fuente del saber” dan una idea acabada, me parece, del objetivo perseguido por aquellos libros entrañables.
“El mundo de la comunicación” proponía un repaso de las diferentes formas pergeñadas por el hombre a lo largo de la historia para intercambiar información y emociones, desde la escritura de los sumerios hasta el cine, brindaba pautas sencillas para comprender el fenómeno comunicacional e introducía a los lectores en nociones elementales de lingüística y publicidad. La ortodoxia zodiacal señala que los geminianos solemos experimentar un vivo interés por estos asuntos y se ve que yo no fui la excepción: tanto por su temática como por su diseño, “El mundo de la comunicación” me resultó sencillamente apasionante.
Dentro de ese apasionamiento general, el punto culminante lo constituían las páginas 30 y 31. En ellas, al compás del latiguillo “El significado está en las personas, no en las palabras”, se ofrecía de manera clara y amena un muestrario de malentendidos a los que pueden dar lugar las percepciones individuales. Del texto sólo recuerdo el ejemplo de la ya referida discusión de pareja acerca de la temperatura del agua en la piscina. Las ilustraciones, en cambio, son inolvidables. “¿Qué quiere decir alto para el hombre de la derecha? ¿Y para el de la izquierda?”, se preguntaba el epígrafe de una foto en la que se veía a tres caballeros caminando: un enano, un gigante y otro que poseía una estatura que podría calificarse de normal. “50 personas, ¿son muchas o pocas?”, se interrogaba otro epígrafe en relación a sendos dibujos en los que se veía a 50 personas amontonadas en una habitación y a 50 personas cómodamente distribuidas en un estadio de fútbol (y sí, por supuesto que cedí a la tentación de contarlas para verificar si realmente eran 50). Otro dibujo mostraba a una señorita que decía “Mi hermano tiene una casa hermosa”. Al escucharla, un hombre imaginaba una mansión fastuosa, a otro se le representaba una apacible casa de campo… y el loro pensaba en una jaula reluciente. A todas las ilustraciones las acompañaba el leit-motiv de aquellas dos páginas maravillosas: “El significado está en las personas, no en las palabras”.
Fue un deslumbramiento fulminante. Fue amor a primera lectura.
Hace años que no soy amigo de las posturas absolutas. Que hay tantas maneras posibles de percibir el mundo como sujetos que lo perciben, que por lo tanto nuestras aproximaciones a la verdad son sólo parciales e inconscientemente tendenciosas, y que esa multiplicidad de miradas sobre el mundo es el origen de todos nuestros desencuentros, son ideas centrales en mi filosofía de vida. La conveniencia y necesidad de hacer el esfuerzo de comprender y tolerar las percepciones ajenas, aún las que contradicen las nuestras, es uno de los lineamientos básicos de mi ética personal. He hablado centenares de veces de estas cuestiones con mis amigos, intento explicárselas a mis alumnos cada vez que puedo y, desde distintos ángulos, he llenado sobre el tema una buena cantidad de carillas. ¿Sería razonable, por ende, atribuirle a las páginas 30 y 31 el origen de esta manera mía de conducirme en la vida? Temo que arribar a tal conclusión sería exagerado. De hecho, a los conceptos de subjetividad y relatividad recién los comprendí cabalmente cursando el quinto año de la secundaria. A mis 11 años ni siquiera supe que el objeto de mi enamoramiento intelectual se llamaba así: relatividad. Fue aquella, sin embargo, la primera vez que un libro me brindó el andamiaje conceptual necesario para sustentar una idea previa borrosamente poseída. Las páginas 30 y 31 me suministraron una clave esencial para decodificar cómo funcionan los seres humanos. Y si bien más tarde, al correr de los años y las lecturas, llegaron muchos otros textos cuya lucidez descorrió velos, disolvió sombras y me sirvió de guía en el siempre intrincado bosque de las ideas, siento que de algún modo todas esas iluminaciones posteriores se asentaron, directa u oblicuamente, sobre los cimientos plantados por aquellas dos páginas precursoras en las que aprendí, de una vez y para siempre, la incómoda ambivalencia de los adjetivos. Aquellas dos páginas con las que empezó a germinar en mí la temible sospecha de que, muy a nuestro pesar, establecer verdades definitivas en el reino de lo humano es tarea inviable.
“Anoche en el Cinc Club vi una película buenísima”, dice Mónica.
¿Cómo saber con exactitud a qué se refiere? El significado está en las personas, no en las palabras.
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