La psicología nos enseña que la primera fase de todo duelo, la primera reacción de los individuos ante una pérdida significativa, es la negación. "No es posible, esto no puede estar sucediendo", clamamos frente a lo irremediable. Pero lo irremediable sucede y se nos impone.
Nuestra normalidad, tal cual la conocimos hasta la irrupción del Covid 19, se murió. Y si no se murió, cayó en un coma profundo y prolongado, del cual quizás sólo despierte después de un plazo mucho mayor al que, en principio, estamos dispuestos a soportar. Ahí anda, entonces, la humanidad, atravesando a duras penas la primera fase de este duelo, incurriendo en diversas variantes de una misma actitud negacionista.
"La pandemia no existe; el virus es un invento" , afirman los más extremos. O "Están exagerando; no es para tanto. O "A mí no me va a pasar nada". Pero el virus, ajeno a estas elucubraciones tranquizadoras, continúa impertérrito su circulación dañina, sin respetar a los que descreen de él o lo subestiman.
Otros, en cambio, asumen que estamos ante un problema serio y ansían un pronto retorno a los hábitos perdidos, se aferran a la improbable inminencia de una vacunación masiva, del regreso de las clases y del fútbol, o de un multitudinario veraneo en la costa. Pero cada vez que avanzamos demasiado rápido en esas direcciones hay que retroceder, y los pronósticos optimistas a corto plazo desnudan su andamiaje insustancial.
Nuestra normalidad, tal cual la conocimos, murió en marzo. Y ahí andamos todos, los unos y los otros, zamarreando su cadáver sobre la camilla, queriendo convencernos de que sigue viva. Aún no hemos podido asimilar la magnitud de un fenómeno inédito que nos arroja, a escala planetaria, hacia una incertidumbre descomunal que nos desborda por completo y frente a la cual nadie tiene, todavía, respuestas de probada eficacia. La "nueva normalidad" no existe; por ahora es más un eslogan que un concepto de perfiles claros. Deberemos construirla día tras día. Lo haremos confusa, vertiginosa, contradictoriamente. Igual que a todas las viejas normalidades que construimos y enterramos en los últimos cincuenta siglos.