Mi papá acostumbra afeitarse y bañarse escuchando radio. Se lleva la portátil al baño, la acomoda en un estante del botiquín sintonizada en alguna de las emisoras locales y, mientras lleva adelante sus prácticas de aseo personal, se entera de las novedades ocurridas en la ciudad, el
país y el planeta. Ha repetido esta rutina, calculo, durante los últimos cincuenta y cinco años de su vida.
Hace ya varios años (no recuerdo bien si a fines de los '70 o a principios de los '80) sus preferencias radiales matutinas se volcaron hacia un programa de LT10 en el que un periodista de voz firme y profunda realizaba comentarios igualmente firmes y profundos sobre temas sociales, políticos y económicos. Un periodista del cual él no había tenido referencia alguna hasta su aparición en ese programa. A mi papá le gustaban mucho los análisis que hacía ese hombre. Cada tanto, acompañando su elogio con un casi imperceptible movimiento labial aprobatorio, solía afirmar: "¡Qué bien habla ese Jorge Conti!".
Nunca imaginé en aquel entonces que los inescrutables vaivenes de la vida me llevarían, unos cuantos años después, a concurrir asiduamente a la casa de "ese Jorge Conti". Menos aún, que iba a hacerlo como tecladista de un grupo musical que habría de adoptarla como lugar de ensayo.
Gracias a esas visitas semanales -que se reiteraron a lo largo del '94 y el '95- tuve oportunidad de conocer a Jorge desde un costado doméstico y comprobar que el hombre privado era idéntico al hombre público. Ávido lector, intelectualmente inquieto, diseñador de argumentaciones sólidas y racionales, sinceramente preocupado por el devenir del país y el mundo, idealista hasta el borde mismo del desencanto, su conducta de entrecasa no revelaba impostura alguna. Su indignación contra la injusticia, su rabia contra la frivolidad de los '90, su valoración del arte y el conocimiento, eran tan vigorosas como cuando las enarbolaba a diario ejerciendo su oficio.
Compartir con él alguna que otra reunión gastronómica realizada en su casa, me permitió acceder a un placer adicional: el de escucharlo contar sabrosas anécdotas, tanto personales como de gente que había conocido a lo largo de su vida. Lo hacía con esa misma habilidad verbal notable que demostraba frente al micrófono. La precisión en el uso de las palabras, el manejo adecuado del tono narrativo, la profundidad en la percepción y análisis de los hechos contados hacían de sus relatos un motivo de auténtico disfrute. Todavía recuerdo varias de aquellas anécdotas. Por ejemplo, la de la primera clase de Filosofía que tuvo en la Facultad, cuando el profesor inició su cátedra diciendo algo así como "Señores, de un lado del hombre está la razón; del otro está la fe. En el medio de ambas, está la desesperación. Pues bien, ese es justamente el camino que nosotros vamos a transitar con nuestra materia". Otras, darían para escribir un artículo aparte, por no decir un cuento. Como la de cierto adolescente que, pese a poseer una inteligencia superlativa, se llevaba a rendir todas las materias porque se negaba sistemáticamente a presentar sus carpetas completas a los profesores. El único docente que, quizás intentando adaptarse a las particularidades psicológicas de los genios, lo eximió de cumplir con ese requisito formal para aprobarlo, fue el de Música. Fue, justamente, el único docente al cual el chico le presentó la carpeta completa.
También me quedó particularmente grabada una noche en que llevé a mi hijo de 11 años al ensayo. Amables como siempre, Jorge y su esposa Erika le dieron conversación durante un buen rato y le prestaron unos libros de historietas para que se entretuviera. "Es un chico muy inteligente...", me dijo Jorge al despedirnos y, a continuación, agregó con melancólico sarcasmo: "... va a tener muchos problemas en la vida".
Cuando el grupo trasladó sus ensayos a otro lugar, dejé de frecuentar la casa de los Conti. No obstante, en la medida de mis posibilidades horarias, seguí a Jorge como oyente. Me gustaba escucharlo cuando proponía esos relatos breves en los que revisaba la vida de personajes históricos o de la cultura (en un abanico amplísimo que iba desde Groucho Marx hasta Alejandra Pizarnik) o cuando abrevaba en su propia historia personal para trazar semblanzas de hombres y mujeres de vida sencilla a los que rescataba del anonimato con sus palabras teñidas de admiración o nostalgia.
La semana pasada, leí en el diario que estaba por presentar un libro: "Aguafuertes radiales", selección de algunos de esos textos que solía leer en el programa "Siempre tarde". La noticia me alegró inmensamente. Recordé haberle preguntado alguna vez si nunca se le había ocurrido juntar sus editoriales y publicarlas. Recordé, también, la expresión vagamente escéptica de su cara al contestarme que era un proyecto que tal vez, algún día, se decidiría a encarar. Saber que al fin lo había concretado me hizo sentir que se trataba de un acto de justicia literaria. Una formidable revancha, por otra parte, contra la enfermedad que en los últimos tiempos lo alejó de los micrófonos.
La tarde del viernes previsto para la presentación del libro, tomé un taxi para ir a hacer unos trámites. El taxista iba escuchando un programa de radio en el que, casualmente, estaban hablando de Jorge y su flamante obra. De manera imprevista, el taxista dijo: "Hoy tengo que terminar de trabajar más temprano". Yo quería seguir escuchando lo que decían en la radio, así que, haciendo uso de una cortesía bastante forzada, gruñí: "¿Ah, sí? ¿Por qué?", mientras trataba de no perder el hilo del comentario periodístico. "Porque hoy en la Feria presenta un libro Jorge Conti y lo quiero ir a escuchar", fue la explicación. Debo confesar que realmente no esperaba semejante respuesta. Me sonreí. Iba a decirle que yo también iría, pero no me dio tiempo. Inocente portador de uno de esos guiños traviesos que suele ofrecernos el destino, agregó:
-¡Qué bien habla ese Jorge Conti!
viernes, 30 de mayo de 2008
Crónica nº 22: Los fugitivos del siglo XXIII (septiembre 2006)
En los años de mi infancia no había TV satelital, ni cable, ni siquiera TV color. Sólo se veían dos canales: el 13 de Santa Fe y el 7 de Buenos Aires. Tamañas limitaciones, sin embargo, no impidieron que yo me transformara en algo así como un "serie-adicto", capaz de desdeñar la salida más tentadora con tal de no perderme un capítulo de "El Gran Chaparral" o "El Agente de Cipol".
Mis predilecciones estaban volcadas hacia lo policial, la acción y lo fantástico. Programas como "El hombre nuclear", "Starsky & Hutch", "Dos tipos audaces" o "El túnel del tiempo" me congregaban frente al televisor con una devoción cuya intensidad no podría ser igualada, hoy, ni siquiera por un partido de la Seleccion en un Mundial.
La ciencia-ficción, en cambio, nunca estuvo entre mis preferencias. Series como "Ovni", "Cosmos 1999" o "El planeta de los simios" me generaban cierto rechazo prejuicioso o, a lo sumo, una tibia curiosidad que quedaba rápidamente saciada luego de espiar un par de capítulos.
Mal que les pese, entonces, a los fanátícos que hoy celebran alborozados el 40º aniversario de su estreno, debo confesar, aunque suene a sacrilegio, que "Viaje a las estrellas" nunca me gustó. Más bien, me aburría.
La única excepción que logró quebrar esta indiferencia mía hacia el género fue "Fuga en el siglo XXIII". Las peripecias de Logan, Jessica y el androide Rem en busca del Santuario realmente me fascinaban y ocupan, junto con las series nombradas más arriba, un lugar de privilegio en mi corazón de televidente.
Por lo general, el paso del tiempo suele ensuciar el recuerdo de los viejos gustos de la infancia con una dosis retroactiva de vergüenza estético-ideológica que resulta tan inútil como injusta para con el niño que uno fue. Sabido es, por otra parte, que pasar de la mera evocación a la confrontación directa con lo recordado constituye casi siempre un pasaje seguro hacia el desencanto más atroz. No obstante, con "Fuga en el siglo XXIII" me sucede algo inusual, y es que al crecer le asigné a la historia un valor simbólico que la enriquece y permite que, aún hoy, el planteo que propone me siga resultando irresistible.
Digo que se lo asigné y no que lo descubrí porque, lo admito, quizás la serie no tiene ese pretendido valor simbólico y éste sólo existe en mi imaginación. Habrá que convenir, de todos modos, que mi hipótesis interpretativa no es descabellada. En la historia que cuenta la serie hay un gobierno dictatorial que basa su poder en una conjunción de mentiras institucionalizadas como verdad absoluta e indiscutible. Hay un temible cuerpo de guardias encargado de mantener el orden establecido a cualquier precio. Hay una población domesticada que acepta con naturalidad su propio aniquilamiento sistematizado. Hay ciudadanos rebeldes que creen que afuera de la Ciudad hay una realidad diferente a la impuesta por la versión oficial. Hay hombres y mujeres que escapan en busca de la verdad y son perseguidos por ello. Como se puede advertir, vista con ojos adultos, la serie bien podría admitir una relectura profunda y ser entendida como una inquietante alegoría socio-política, y hasta filosófica.
Claro, no es cuestión de hacerle decir a los guionistas aquello que probablemente nunca estuvo en sus planes decir (al fin y al cabo, se trata de un producto surgido de Hollywood). Tampoco de atribuirle a mi niñez una lucidez que lejos estaba de poseer yo a mis 12 años. Después de todo, a mí el programa me gustaba por razones enteramente ajenas a cualquier eventual contenido metafórico. Lo disfrutaba y punto, como se viven las cosas en la infancia.
Y sin embargo, al salir en estos tiempos a la calle con mi adultez a cuestas, al leer los diarios, al ver los noticieros, al percibir perplejo ciertas realidades que acontecen a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que la Ciudad de los Domos sigue intacta. Que nos siguen vendiendo falsedades y distracciones para controlarnos. Que sigue siendo imperioso desarticular los discursos que nos inducen a error y pretenden ocultarnos la verdad. Que es absurdo e injusto morir en el Carrusel. Que es preciso, en suma, continuar la fuga hacia el Santuario.
Aunque -al igual que Logan y Jessica- no sepamos si finalmente lo vamos a encontrar.
Mis predilecciones estaban volcadas hacia lo policial, la acción y lo fantástico. Programas como "El hombre nuclear", "Starsky & Hutch", "Dos tipos audaces" o "El túnel del tiempo" me congregaban frente al televisor con una devoción cuya intensidad no podría ser igualada, hoy, ni siquiera por un partido de la Seleccion en un Mundial.
La ciencia-ficción, en cambio, nunca estuvo entre mis preferencias. Series como "Ovni", "Cosmos 1999" o "El planeta de los simios" me generaban cierto rechazo prejuicioso o, a lo sumo, una tibia curiosidad que quedaba rápidamente saciada luego de espiar un par de capítulos.
Mal que les pese, entonces, a los fanátícos que hoy celebran alborozados el 40º aniversario de su estreno, debo confesar, aunque suene a sacrilegio, que "Viaje a las estrellas" nunca me gustó. Más bien, me aburría.
La única excepción que logró quebrar esta indiferencia mía hacia el género fue "Fuga en el siglo XXIII". Las peripecias de Logan, Jessica y el androide Rem en busca del Santuario realmente me fascinaban y ocupan, junto con las series nombradas más arriba, un lugar de privilegio en mi corazón de televidente.
Por lo general, el paso del tiempo suele ensuciar el recuerdo de los viejos gustos de la infancia con una dosis retroactiva de vergüenza estético-ideológica que resulta tan inútil como injusta para con el niño que uno fue. Sabido es, por otra parte, que pasar de la mera evocación a la confrontación directa con lo recordado constituye casi siempre un pasaje seguro hacia el desencanto más atroz. No obstante, con "Fuga en el siglo XXIII" me sucede algo inusual, y es que al crecer le asigné a la historia un valor simbólico que la enriquece y permite que, aún hoy, el planteo que propone me siga resultando irresistible.
Digo que se lo asigné y no que lo descubrí porque, lo admito, quizás la serie no tiene ese pretendido valor simbólico y éste sólo existe en mi imaginación. Habrá que convenir, de todos modos, que mi hipótesis interpretativa no es descabellada. En la historia que cuenta la serie hay un gobierno dictatorial que basa su poder en una conjunción de mentiras institucionalizadas como verdad absoluta e indiscutible. Hay un temible cuerpo de guardias encargado de mantener el orden establecido a cualquier precio. Hay una población domesticada que acepta con naturalidad su propio aniquilamiento sistematizado. Hay ciudadanos rebeldes que creen que afuera de la Ciudad hay una realidad diferente a la impuesta por la versión oficial. Hay hombres y mujeres que escapan en busca de la verdad y son perseguidos por ello. Como se puede advertir, vista con ojos adultos, la serie bien podría admitir una relectura profunda y ser entendida como una inquietante alegoría socio-política, y hasta filosófica.
Claro, no es cuestión de hacerle decir a los guionistas aquello que probablemente nunca estuvo en sus planes decir (al fin y al cabo, se trata de un producto surgido de Hollywood). Tampoco de atribuirle a mi niñez una lucidez que lejos estaba de poseer yo a mis 12 años. Después de todo, a mí el programa me gustaba por razones enteramente ajenas a cualquier eventual contenido metafórico. Lo disfrutaba y punto, como se viven las cosas en la infancia.
Y sin embargo, al salir en estos tiempos a la calle con mi adultez a cuestas, al leer los diarios, al ver los noticieros, al percibir perplejo ciertas realidades que acontecen a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que la Ciudad de los Domos sigue intacta. Que nos siguen vendiendo falsedades y distracciones para controlarnos. Que sigue siendo imperioso desarticular los discursos que nos inducen a error y pretenden ocultarnos la verdad. Que es absurdo e injusto morir en el Carrusel. Que es preciso, en suma, continuar la fuga hacia el Santuario.
Aunque -al igual que Logan y Jessica- no sepamos si finalmente lo vamos a encontrar.
Crónica nº 21: La canción que no dice nada (agosto 2006)
"La próxima canción no dice nada", anuncia Alejandra desde el escenario, con voz tímida. Los del público sonreímos a medias; no queda claro si se trata de una broma o no. Quizás advirtiendo lo equívoco de su comentario, Alejandra se apresura a ampliarlo: "Quiero decir, ninguna de las palabras significa nada; son todas inventadas".
Pienso -¿cómo no hacerlo?- en el célebre capítulo 68 de Rayuela (el de "Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso"). La idea me entusiasma. Parece que asistiremos a un juego literario, un malabarismo lingüístico como el que, con tanta maestría, plasmó Cortázar. No me extraña: los poemas de Alejandra suelen desplazarse por los territorios del delirio con grácil soltura.
Los dedos comienzan a deslizarse sobre la guitarra y, tal como suele suceder cada vez que canta, la voz de Alejandra se transforma. En sólo un abrir y cerrar de corcheas, se despoja de su timidez y vuelve a revelar esa fuerza sugerente que la distingue. Una fuerza que no parece provenir de la garganta, sino desde un sitio interior más recóndito.
La canción responde plenamente a lo anunciado; parece compuesta en un dialecto indígena, o en un ignoto idioma eslavo. Pero su ejecución no deja espacio alguno para la vanidad de los prestidigitadores. La letra, es cierto, no se entiende. Pero se siente. Y es justamente la expresión de la voz lo que excluye por completo toda posible condición lúdica. Definitivamente, esto no es un juego. Al menos, no un juego insustancial. "Ninguna de estas palabras significa nada", ha dicho Alejandra. ¿No significan nada? ¿Por qué, entonces, la canción resulta tan inquietante, por qué es capaz de remover algo en el fondo de nosotros y conmovernos? ¿Por qué si sólo escuchamos sílabas ininteligibles es posible reconocer el llamado visceral que las mismas traen a cuestas? ¿Por qué una serie de vocablos indescifrables permite que ese sentir profundo abandone el subsuelo donde mora y se arroje hacia nosotros en busca de una mano tendida en la cual posarse?
El acorde final se desvanece en la madrugada y su disolución nos deja un poco vacíos. Aplaudimos.
"Esta canción no dice nada", anunció Alejandra.
Es curioso. Yo siento que lo dice todo.
Pienso -¿cómo no hacerlo?- en el célebre capítulo 68 de Rayuela (el de "Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso"). La idea me entusiasma. Parece que asistiremos a un juego literario, un malabarismo lingüístico como el que, con tanta maestría, plasmó Cortázar. No me extraña: los poemas de Alejandra suelen desplazarse por los territorios del delirio con grácil soltura.
Los dedos comienzan a deslizarse sobre la guitarra y, tal como suele suceder cada vez que canta, la voz de Alejandra se transforma. En sólo un abrir y cerrar de corcheas, se despoja de su timidez y vuelve a revelar esa fuerza sugerente que la distingue. Una fuerza que no parece provenir de la garganta, sino desde un sitio interior más recóndito.
La canción responde plenamente a lo anunciado; parece compuesta en un dialecto indígena, o en un ignoto idioma eslavo. Pero su ejecución no deja espacio alguno para la vanidad de los prestidigitadores. La letra, es cierto, no se entiende. Pero se siente. Y es justamente la expresión de la voz lo que excluye por completo toda posible condición lúdica. Definitivamente, esto no es un juego. Al menos, no un juego insustancial. "Ninguna de estas palabras significa nada", ha dicho Alejandra. ¿No significan nada? ¿Por qué, entonces, la canción resulta tan inquietante, por qué es capaz de remover algo en el fondo de nosotros y conmovernos? ¿Por qué si sólo escuchamos sílabas ininteligibles es posible reconocer el llamado visceral que las mismas traen a cuestas? ¿Por qué una serie de vocablos indescifrables permite que ese sentir profundo abandone el subsuelo donde mora y se arroje hacia nosotros en busca de una mano tendida en la cual posarse?
El acorde final se desvanece en la madrugada y su disolución nos deja un poco vacíos. Aplaudimos.
"Esta canción no dice nada", anunció Alejandra.
Es curioso. Yo siento que lo dice todo.
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