La actualidad, lo cotidiano, el mundo de las letras, la música, el fútbol, el cine, los afectos,
vistos desde una perspectiva cargada de extrañeza, algo irónica, irremediablemente melancólica.







jueves, 7 de febrero de 2013

Crónica n° 83: Crónica andina (febrero 2013)

 

Somos alrededor de veinte los turistas que hemos decidido emprender la aventura –modesta, pero aventura al fin- de hacer una hora de trekking en lo alto del Cerro Catedral. A nuestras espaldas han quedado la estación superior de la aerosilla y la tentadora comodidad de la confitería. A nuestra izquierda, flanqueando el sendero, está la ladera del cerro, pura piedra desnuda de toda vegetación. A la derecha, a unos dos metros de nuestro andar, hay un precipicio no apto para quienes padecen de vértigo y, al mismo tiempo, una vista panorámica digna de un documental de la National Geographic. Adelante –o, para ser más exactos, arriba- está la meta: el mirador del Valle de Rucacó, un lugar conocido como El Filo del Catedral. Si hemos de creer en las promesas formuladas, nos aguarda allí una vista espectacular de la cordillera y -si tenemos suerte- el último bastión de nieve que el inusual calor de enero le ha perdonado a la montaña.

 Marchamos en fila india, siguiendo a Eneas, nuestro coordinador. Lo hacemos en silencio, no tanto por estricta obediencia a los consejos recibidos (permanecer concentrados, no distraernos charlando con los compañeros), sino más bien porque los pulmones se encargan de recordarnos a cada paso que estamos a 2000 metros de altura y conviene dosificar el oxígeno.

 No sé, no puedo saber qué impulsa a cada uno de los integrantes del contingente a participar de esta excursión. Tal vez sea el deseo de ver nieve, tal vez la posibilidad de acceder a un paisaje diferente al de las postales más conocidas de Bariloche, tal vez la búsqueda de unas gotitas de adrenalina para condimentar las vacaciones y compensar así, de manera simbólica, tanta rutina anual de escritorios, teclados y expedientes. En cualquiera de los casos, pienso, esto es lo más parecido a una experiencia de montañismo que nuestra condición de bichos urbanos y sedentarios nos permite sobrellevar.

 Llegados a mitad de camino, Eneas nos agrupa para reiterar la advertencia que nos ha anticipado ya un par de veces: a partir de ahora la travesía se volverá más exigente y, una vez iniciado el tramo final, no habrá posibilidad de arrepentirse. Por amor propio o por inconsciencia, nadie renuncia.

 Efectivamente, el sendero se hace más escarpado y el ascenso se torna un tanto engorroso. Hay que prestar más atención al modo y al sitio exacto en que se apoyan los pies para evitar enojosos resbalones a causa de las piedras sueltas. Las pantorrillas empiezan a cuestionar mi decisión de haberlas sacado de su hábitat natural de llanura. Transpiro y me agito. Afortunadamente, la ausencia de sol ayuda a atenuar las incomodidades. Aunque en realidad, decir que está nublado no sería del todo exacto, lo que en verdad sucede es que hay una nube posada en lo alto del cerro y la estamos atravesando.

 Empiezo a preguntarme (supongo que no soy el único) qué estoy haciendo acá, por qué me metí en todo esto. Básicamente, lo que me inquieta es pensar que debo regresar por el mismo camino y no saber cómo haré para no terminar rodando al intentarlo. Calcuio que he llegado a ese punto crítico en que todo deportista siente la tentación de abandonar la competencia y necesita apelar a su fortaleza anímica y mental para continuar adelante. Digo “calculo” porque -¿hace falta aclararlo?- no soy deportista. Sigo.

 “Creo que llegamos”, dice alguien, y parece que habrá que darle la razón, porque una rápida ojeada hacia adelante permite comprobar que el sendero desemboca en el abismo. Llegamos, sí; estamos en el punto culminante del Filo, un promontorio que se asoma al precipicio como un suicida indeciso, una mano de granito que parece rascar la panza del cielo. No hay ni rastro de nieve aquí pero no me importa, no tengo tiempo de que me importe porque inmediatamente aparece ante mí el Valle de Rucacó. Sobrio y espléndido, sereno y majestuoso, acariciado por un tenue resplandor dorado que se filtra oblicuo entre las nubes que lo mantienen en sombras, su visión emociona y abruma. No es simple hermosura de postal; es una belleza honda, de esas que anulan la eficacia de cualquier palabra.

 Es extraño esto de tener la cabeza metida en una nube y ver las montañas desde arriba. Extraño, conmocionante y profundo. Uno se siente partícipe de la mirada de los dioses sobre el mundo. Y claro, vistas las cosas desde esa perspectiva impregnada de parámetros divinos, todo lo humano parece insignificante, ridículo. La soberbia se desvanece por reducción al absurdo, se vuelve insostenible. La cordillera nos devuelve la conciencia de ser tan sólo partículas fugaces, extraviadas en una inmensidad que nos precede, nos excede y perdurará millones de años cuando ya no estemos.

 Después del previsible ritual de fotos, después del rosario de exclamaciones de asombro y comentarios admirativos, Eneas nos invita a hacer silencio y concentrarnos en el paisaje, enfocados en el aquí y el ahora. Le hacemos caso. Por unos minutos, sólo escuchamos el suave zumbido del viento. Confieso que tengo ganas de llorar y que sólo un estúpido pudor frente a las presencias ajenas me impide hacerlo.

 Comenzamos el descenso. Me basta recorrer unos metros para comprender que lo difícil no será afrontar las irregularidades del camino. Lo verdaderamente difícil será conservar esta pureza, evitar que se vaya deshilachando a medida que nuestros pasos nos devuelvan a eso que somos todos los días.